El mundo del crimen es inabarcable, pero hay escritores que centran su palabra en la enorme gama de los delitos. Una de ellas es la argentina Claudia Piñeiro, cuyas novelas he comentado en varias ocasiones. Es experta en poner a sus personajes en vivencias de angustias extremas que llevan a unos a cruzar la línea de la legalidad y a otros a develar lo que pretendían quedase oculto. Acaso estaré mencionando la dialéctica básica del thriller. Ese impulso hacia adelante nos lleva a leerlos.
En su más reciente novela —la décima, entre otra clase de libros como piezas de teatro, infantiles y cuentos—, la autora retoma al personaje de la primera, Tuya (2005). Defiendo que no hay que leer una para entender la otra, porque un escritor no puede hacerle esas exigencias a sus lectores a menos de que sean especialistas. Y esto no obsta para que haya libros concatenados, en serie, con el mismo protagonista y demás nexos. La autonomía de cada obra es una exigencia de la unidad.
El tiempo de las moscas (2022) es una historia que resalta por varias cualidades, muy ligadas al estilo y a las estructuras que Piñeiro frecuenta. Narra desde varias voces, pero la que podría ser la neutra tercera persona en esta novela se hace desde el interior psíquico que focaliza una específica mirada sobre los hechos. Entonces, Inés, la asesina de Tuya, esa que mató a la amante de su marido para acabar con el dolor de la infidelidad, paga su pena de 15 años y regresa a la vida exterior a compartir una desabrida sobrevivencia con otra expresidiaria, hasta que el pasado le salga al paso para poner en jaque su condición de madre, desprendida durante todo ese tiempo de la única hija que quedó de su fallido matrimonio.
Protagonista, compañera, clientas, hija. Este es otro estudio sobre la feminidad, de los que han brotado a menudo de la pluma de Claudia. Y precisamente para ampliar la perspectiva a todas las posibilidades de opiniones de las mujeres, encuentra nuestra autora el más inteligente recurso: los capítulos con epígrafes extraídos de la tragedia Medea, de Eurípides que, a primera vista como coro, pero en realidad como asamblea, recogen las más contrarias voces y disputas sobre el género femenino. En esos siete capítulos se concentran claves de sentido que a las lectoras —y me resisto a escribir esta palabra solo en femenino porque a los hombres bien les caería sumergirse en los puntos de vista de la otra mitad de la humanidad— les corresponde dirimir para optar como propias. Y como la trascendencia de cualquier tema bien puede recibir un toque de humor, Claudia no nos priva de la risa.
Muchas partes de la novela se sustentan en los diálogos. Palabras que van y vienen sin acotaciones porque los personajes están tan bien perfilados que no hay duda en atribuirlos a la adecuada dialogante. Esta cualidad es ubicable en los relatos de quienes viven con el oído puesto en la comunidad: la mujer mayor, más educada y de clase media alta utiliza un español que se le escapa a la amiga que, como tantas ingenuas y pobres, fue a parar a la cárcel por vender droga al menudeo.
El sufrimiento moldea las personalidades, pero no siempre para el mal, así como el amor conyugal tampoco es un valor absoluto. Las novelas que bucean dentro del claroscuro de la vida son las que aciertan.
Este artículo se publicó en el diario El Universo.