Alguien puede creer que un nuevo año es solo una cuestión del calendario, pero a poco que pensemos nos damos cuenta de que a los humanos nos gusta medir el tiempo, dividirlo en unidades, saber las fechas. El ejemplo más espectacular es nuestro calendario de 365 días, y lo es porque esta manera de medir el tiempo tiene al menos 3.000 (y algunos creen que hasta 5.000) años de antigüedad. Según los estudiosos, al menos 1.000 años antes de Cristo, los antiguos egipcios usaban ya un calendario de 12 meses de 30 días, es decir de 360 días, a los que añadían cinco días en que celebraban el cumpleaños de los dioses Osiris, Horus, Seth, Isis y Neftis.
Otro calendario de 365 días era el maya, y ellos tenían también cinco días intercalados, a los que consideraban de mala suerte, por lo que había que hacer ofrendas y sacrificios.
Nosotros, en el Ecuador, quemamos los añoviejos como una forma de dejar atrás lo malo del año y quedar de alguna manera limpios para el nuevo que se inicia. “Yo sí que voy a zapatear encima de este añoviejo”, me decía una vecina. “Sí, este ha sido un año terrible para el Ecuador”, le comenté, un poco distraído. “No, yo no hablo del Ecuador: es por mí; en este año mi marido estuvo cuatro veces cerca de morirse. Yo quiero que se acabe ya este año”. Hay algo de magia en ese zapateo encima de las cenizas del muñeco, o monigote como lo llaman en Guayaquil.
Hoy prácticamente todo el mundo observa el calendario gregoriano, aunque pueden subsistir otros calendarios, por razones culturales, como el chino y similares. Pero para todo lo práctico, para la burocracia y el comercio, los ciclos escolares y el pago de impuestos, el que rige en el mundo de hoy es el gregoriano, instituido por el papa Gregorio XIII mediante una bula, y que, al inicio, hacia 1582, solo fue aceptado por los países católicos de Europa y rechazado, de manera más o menos militante, por los países de mayoría protestante. Algunos de sus pastores decían que era obra del anticristo, otros que del demonio, mientras que los más políticos veían en el nuevo calendario un intento del papado para volver a someterlos al dominio de Roma. El escepticismo inicial fue cediendo y los países adoptándolo, lentamente, uno tras otro. El último en hacerlo, me dice la Enciclopedia Británica, fue Grecia en 1923.
2024 es un año bisiesto. Esta es otra invención del calendario gregoriano que prevé que cada cuatro años febrero tenga 29 días. En nuestras clases de primaria nos decían que esto se hace para que el calendario empate con el año trópico o año solar, es decir con el tiempo que transcurre entre dos pasos del sol por el primer punto de Aries, recorrido que no es de 365 días sino más bien cercano a 365 y un cuarto. Sin embargo, ni siquiera eso es suficiente, porque su duración no es de 365,25 exactos sino de 365,2422 días (365 días 5 h 48 m 45.10 s), por lo que es necesario hacer otros ajustes a largo plazo. De allí que los años bisiestos sean todos los divisibles por 4… a menos que sean divisibles por 100, en cuyo caso también deben ser divisibles por 400. Con este sistema, los años 1900, 2100 y 2200 no son bisiestos, pero los años 1600, 2000 y 2400 sí lo son.
Pero eso es ciencia, y lo que está más cerca de la experiencia humana es el trascurrir de los días, el paso del día a la noche. Nosotros medimos cada día, cada fecha del calendario desde las 12 de la noche anterior hasta las 12 de la noche siguiente, pero no a todos los pueblos y culturas les ha parecido eso evidente. Por ejemplo, hubo pueblos que medían el día desde el mediodía hasta el mediodía siguiente, y otros, como el judío, que consideraba que el día se inicia al atardecer, lo que aún lo conserva, por ejemplo, en su observancia del sábado, como día sagrado.
Los cuerpos celestes: el sol, la luna, los planetas y las estrellas también han servido para medir el tiempo. De allí los meses lunares, que tuvieron muchas culturas. Y muchos observaban lo que acabamos de pasar el 21 de diciembre, el solsticio de verano para el hemisferio sur, cuando el sol ha declinado al máximo y empieza su aparente recorrido para ir apareciendo en el horizonte cada vez más al norte. No hay duda de que el adoratorio solar que fue Quito tenía unas marcas extraordinarias, que aún hoy nos fascinan: el sol declina a lo largo del año entre los dos inmensos nevados del Antisana (en diciembre) y el Cayambe (en junio). En los cerros de La Marca, en San Antonio de Pichincha, el sol se pone exactamente en el ángulo entre los dos cerros en el solsticio de junio (y hoy se levanta un monumento con un gran anillo que apuntará hacia ese lugar). Desde hace diez mil años, los habitantes de estas tierras se fijaban y tal vez registraban, en rocas o huesos, esos fenómenos, contando los días de las fases de la luna y viendo el declinar del sol, para aplicarlo a sus correrías de caza y, más tarde, a sus cultivos.
Cada año que comienza, solemos plantearnos nuevos retos, propósitos y metas. Las personas tienen los suyos, en cuanto a su vida, su trabajo, su familia. ¿Los tiene usted, querido lector? Para el país es clave que este año sea el del triunfo de la justicia sobre la corrupción, de las fuerzas del orden sobre el crimen organizado. Es, por supuesto, importante seguir el paso del mundo en los avances tecnológicos, la transformación digital de diversos sectores de la economía, la educación, la salud y la cultura; la transición hacia una economía más sostenible y el avance en eficiencia y productividad, pero nada de eso servirá si no logramos conquistar internamente los desafíos en materia de seguridad.
Que el año 2024 nos permita aprender de lo que hemos sufrido, valorar lo que tenemos, compartir lo que podemos y construir lo que queremos. Un año para recuperar la confianza y la esperanza.
Este artículo apareció en la revista Forbes.