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«Mi homónimo», por don Gonzalo Ortiz Crespo

Reproducimos para ustedes el excelente artículo que don Gonzalo Ortiz Crespo escribió para la pasada edición de la revista Mundo Diners.

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Foto: sitio web de revista Mundo Diners.

Él era mi homónimo, nació en España, pero murió en un campo de concentración nazi. Esta es su historia, que también se volvió la mía.

Alguna vez encontré su nombre, Gonzalo Ortiz Crespo, en una búsqueda de Google. Me pareció simpático y curioso conocer que hubo una persona con mi mismo nombre y mis dos apellidos. Algo indagué entonces y establecí que vivió entre 1910 y 1941. La información quedó allí, sepultada entre tantos miles de cosas curiosas que se encuentran en la vida. Más adelante, sin embargo, resurgió el nombre, suyo y mío, y me apené al saber que su muerte había ocurrido en el campo de exterminio nazi de Gusen. Pero lo que me causó verdadero estremecimiento fue ver, hace poco, la placa de brillante metal dorado que se halla colocada frente a la puerta de su casa en Madrid.

El hecho de que fuera por foto y que me hubiera sido enviada por WhatsApp no le quitó un ápice a su impacto. Ver este nombre “Gonzalo Ortiz Crespo”, el más familiar para mí, el que supuestamente me define en mi individualidad, grabado en el metal, con una serie de datos sobre su vida y su martirio, no solo me llevó a pensar en el trágico destino de un luchador por la democracia, sino a cuestionar mi propia autodefinición. Mi nombre ya no es solo mi nombre y, aunque amo a mi familia, a mis hermanos, a mi patria, hoy sé que mi nombre no me pertenece, que nunca fue solo mío, pues al menos hubo otra persona a la que también definió ese nombre, que nació en otro país, que tuvo ideales, amó y procreó, que pasó tormentos inenarrables y que murió en la peor de las circunstancias, unos años antes de que yo naciera.

Ese hombre, este homónimo está presente a mi lado. Siento su sombra proyectándose sobre la mesa en la que escribo, siento sus llantos cuando fue niño de pecho, sus suspiros de adolescente, su compromiso como ciudadano, el amor por su mujer y sus hijos, su rebeldía y su agonía.

Su origen, el nuestro

Sé que nació el 10 de marzo de 1910 en Estepa (Sevilla), en una familia de diez hermanos, como la mía. La suya era, a diferencia de la que formaron mis padres, una de propietarios de tierras, en contraste con la inmensa mayoría del pueblo andaluz, constituida por jornaleros empobrecidos. De todas maneras, para Gonzalo y su hermano Enrique, el horizonte no era el que deseaban y se mudaron a Madrid, donde más tarde les seguiría el resto de la familia, incluso Antonio, el menor de todos, nacido diez años después de Gonzalo, el 17 de enero de 1920.

La suerte de los dos, Gonzalo y su último hermano, se entrelazaría cuando el alzamiento militar de Franco de julio de 1936. Ambos eran republicanos, y Gonzalo ya pertenecía, desde poco después de formada en 1932, a la Guardia de Asalto, creada por el Gobierno republicano para controlar el orden. En esa condición, a Gonzalo le tocó combatir en defensa de la constitucionalidad. Con el transcurso de la guerra, mi homónimo fue trasladado a Cataluña con el Ejército republicano, y viajó allá con su mujer, Carmen Flores, y con su hermano menor, Antonio, que también se había alistado en el ejército. Como dice una crónica, desde entonces la suerte de los dos quedaría ligada hasta el final de sus días.

Gonzalo fue ascendido a capitán, pero el ejército no se sostuvo. Cada vez más republicanos llegaban como refugiados a Cataluña y fue imposible detener la ofensiva franquista que, en enero y febrero de 1939, provocó el éxodo hacia Francia de miles de personas, tanto soldados y civiles como sus familias. Este inmenso movimiento humano significó la separación de Gonzalo de su mujer. Ambos huyeron a Francia y llegaron a los campos de refugiados del Rosellón, pero en lugares distintos: Gonzalo y Antonio, por un lado, y Carmen, con su hijo en brazos y embarazada, por otro.

Pronto los dos hermanos Ortiz Crespo fueron incorporados a una compañía de trabajo, organizada por el Gobierno francés, y destinados al norte de Francia, mientras Carmen fue a vivir al sureste del país, en el pueblecito de Die, en la región de Ródano-Alpes, departamento de Drôme, donde nació su hija, a la que le puso el nombre francés de Alina, en homenaje a la familia que la acogió. Con la ayuda de la Cruz Roja había retomado el contacto con su marido, aunque solo por carta. Así Gonzalo Ortiz supo que había sido padre de una niña, tuvo detalles de lo que hacía su mujer, se enteró de cómo estaba su otro hijo.

Prisionero de guerra

Si los Ortiz Crespo habían huido de una guerra perdida, la civil española, pronto los que estaban triunfando en otra, la Segunda Guerra Mundial, les iban a sumir en su vértigo de horror. En efecto, los dos fueron apresados y trasladados a un stammlager (abreviado, stalag), la denominación de los nazis para sus campos para prisioneros de guerra. Pero en este, que tenía el número XI B, y quedaba en Fallingbostel, solo estuvieron de paso.

Poco después de la anexión de Austria al III Reich, que ocurrió en marzo de 1938, Mauthausen, un pueblo a orillas del Danubio, fue el sitio escogido como sede de un campo de concentración, para los que consideraban “criminales” o “antisociales”. Es decir, para los enemigos políticos, reales o supuestos, del odioso régimen nacionalsocialista.

Los primeros prisioneros, todos alemanes y austríacos y todos hombres, llegaron en agosto y su primera tarea fue construir su propia prisión y rodearla de una valla eléctrica de alta tensión. Se había decidido el sitio por quedar junto a una mina de granito en la que enseguida pusieron a trabajar a todos los prisioneros en jornadas extenuantes. Era mano de obra esclava de una empresa propiedad de las SS, las Schutzstaffel —organización paramilitar, policial, política, penitenciaria y de seguridad al servicio de Hitler—, la Deutsche Erd- und Steinwerke GmbH. De allí salieron durante siete años los bloques pulidos que se emplearon en los monumentos y en la arquitectura grandilocuente del nazismo.

No pasó mucho tiempo para que el campo de Mauthausen recibiera todo tipo de prisioneros. Y fue allá donde Gonzalo y Antonio fueron deportados el 8 de septiembre de 1940. El mayor recibió el número 4307 y el menor el 4330. Desde su arribo afrontaron las extremas condiciones de este campo de trabajos forzados, particularmente cruel, precario e inhumano. La vida diaria de los reclusos estaba marcada por la violencia, el hambre y la arbitrariedad, y las muertes se sucedían a pasmosa velocidad. Mauthausen fue clasificado por los propios nazis como el único campo de la Categoría III. Esto conllevaba las condiciones de detención más severas entre sus campos de concentración y una de las más altas tasas de mortalidad del III Reich.

Para entonces a los prisioneros se les había ordenado construir un segundo campo, a unos kilómetros de allí, en Gusen, en otra mina de granito. Para cuando llegaron los Ortiz Crespo a Mauthausen, Gusen ya llevaba unos meses de operación. Fue el primero de los subcampos de un entramado que seguiría construyéndose hasta el fin de la guerra.

En la arbitrariedad que reinaba, no se sabe por qué, pero los dos hermanos fueron destinados a Gusen, el 24 de enero de 1941, es decir, cuatro meses después de haber llegado a Mauthausen. Al cabo de un mes, el 28 de febrero de 1941, según los registros, habría de morir Gonzalo Ortiz Crespo. Antonio lo haría el 11 de septiembre de ese mismo año, con solo veintiún años.

Otra versión

Juan M. Calvo Gascón, miembro de la Amical de Mauthausen y quien ha investigado sobre las víctimas españolas del nazismo, refiere que hubo otra versión que dio un exprisionero que sobrevivió a Gusen y se la contó a la familia años después de la liberación. Según este, ambos se habrían suicidado al mismo tiempo, tirándose contra las vallas electrificadas, para poner fin a la tortura cotidiana del campo de concentración de Mauthausen. No parece tan exacta, pues los registros los ubican en Gusen y registran sus fallecimientos en fechas distintas.

Sea como fuese, las muertes de Gonzalo y Antonio Ortiz Crespo estremecen aún. Y es que fueron causadas por un régimen inhumano que creó las más abyectas circunstancias para millones de prisioneros, a los que llevó a la muerte por inanición, insalubridad, humillación y tortura. Todo esto cuando no lo hizo directamente por la ejecución masiva a tiros, electrocución, cámaras de gas y más.

¿Pueden servir estas líneas de humilde homenaje a mi homónimo? Los reflejos dorados de esa placa me dicen, sin embargo, que a una persona la define, mucho más que un nombre y unos apellidos, el compromiso que tiene con sus ideas y si está dispuesto a luchar y morir por ellas.

Este artículo apareció en la revista Mundo Diners.

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