«Mis clásicos Ariel», por don Raúl Vallejo

Uno por semana, los Clásicos Ariel que me regaló mi ñaño Tito fueron llegando a mis ojos miopes que los devoraron tal como aparecieron, cada jueves, con el verde intenso de mis becquerianas ensoñaciones...

Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
César Vallejo, «A mi hermano Miguel»,
Los heraldos negros, 1918.

Uno por semana, los Clásicos Ariel que me regaló mi ñaño Tito fueron llegando a mis ojos miopes que los devoraron tal como aparecieron, cada jueves, con el verde intenso de mis becquerianas ensoñaciones. Intuía la poesía en el mundo y la poesía se develaba ante mí en los libros.

¿Cuánto habré aprendido —yo, vértigo de púber en los desfiladeros de la palabra— de la Historia antigua del padre Juan de Velasco o de la prosa inteligente de Las Catilinarias, de Montalvo? ¡No lo sé, no puedo saberlo! Tan solo recuerdo que, entre tanta luz del saber que me enceguecía, supe del espíritu rebelde al final de la quinta catilinaria: ¡Desgraciado del pueblo donde los jóvenes son humildes con el tirano, donde los estudiantes no hacen temblar al mundo!

Con la Tigra y Cumandá descubrí el anhelo del deseante. Nicasio Sangurima era mi abuelo César y el revólver de mi abuelo rugía en su cintura, taimado como un pacto con el diablo. Até mi alma con majagua a la canoa fantasmagórica de don Goyo; conocí del artificio humano con la visión del guaraguao fiel; enfermé de melancolía tras ingerir la prematura vejez de Medardo Ángel, su Rosa Amada y la bala definitiva; descubrí la piedad en el destino griego del niño malo al que le bailó un machete; entendí la soledad de mi madre en las quejas de la abandonada Dolores; y fui un extraño, entre los extraños del patio de la escuela, que también murió a puntapiés.

Con mi hermano me fue revelado que la insondable culpa de Raskolnikof era la culpa escondida que padecíamos por querer igualarnos a los dioses; que el alma perpleja de Gregorio Samsa era la misma de aquellos insectos que visten corbatas lánguidas en una oficina infectada de insectos y lloré por mi hermano; que mi abuela María y mi madre estaban tan rotas como la mujer rota de Simone de Beauvoir y también lloré por la resquebrajada pupila azul de sus vacíos.

Mi hermano me mostró la milenaria sabiduría de un profeta que predicaba bajo la sombra de los cedros del Líbano y la sabiduría fresca de un principito extraviado, igual que todos nosotros, en el desierto del mundo. Con mi hermano descubrí al Quijote de esa España pendiente en su carabela que, años después, acabó desguazada junto al escritorio del banco del que se jubiló. Y lloré por mí mismo.

A mi ñaño Tito le debo tanto, tanto, tanto… que me faltan hipérboles para contarlo. Le debo el pan y la alegría de nuestra mesa de Vallejos; los dulces de coco, camote y zanahoria del caramanchelero del Correo; los domingos de Barcelona en el estadio Modelo. Le debo la ofrenda de sus sueños de artista en aras de mi poesía; la herencia de aquella felicidad sospechosa en un país de tristes; y le debo la catarsis de la letra vivida en mis Clásicos Ariel.

Este artículo apareció en el blog personal del autor.

PS: Esta prosa poética es parte de Trabajos y desvelos, poemario bajo el sello editorial de Caza de Libros, Ibagué, Colombia, que será presentado el próximo 1 de mayo en la FIL Bogotá.

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