Monumento: memoria, recordación, glorificación y perpetuación de alguien o de algo excepcional. La quinta acepción de monumento del DLE reza: “sepulcro (obra para dar sepultura a un cadáver)”. La fugacidad del ser pretendiendo transgredir el tiempo y también expresión de su soberbia.
En la Antigüedad la palabra monumento se bifurca en dos sentidos: intencionalidad conmemorativa: arco del triunfo, columna, pórtico… O estructura artística fúnebre cuyo fin es proyectarse en el porvenir, legando una remembranza resuelta en un campo en el que la memoria tiene un costo único: la muerte.
Son innumerables los monumentos dispuestos por reyes, reyezuelos, tiranos y tiranuelos. Levantamientos escultóricos, museos o pomposas residencias funéreas. En nuestra América, sobran ejemplos: autócratas de ayer y de hoy “decretando su inmortalidad” en museos dedicados a su egregia torpeza o disponiendo imágenes suyas labradas en piedras o mármoles.
Las imágenes que se materializan a través del monumento son símbolos pétreos del poder. Desde inicios del siglo XX, hay consenso en que monumento es algo vivo que funda interacciones generacionales. Derrida dijo: “la organización de la ciudad destinada a conmemorar la historia de los héroes se ordena en forma de jerarquía política”, lo que suscitó el giro del monumento a las víctimas.
En nuestra América, una pandilla plagió con ímpetu breviarios de propaganda “goebbeliana”. Proliferaron museos y monumentos. Uno de ellos: la efigie del presidente de un país hermano, señero representante de la corrupción siglo XXI, fue donado a nuestra ciudad. Más tarde, un gobernante ordenó su devolución. El armatoste volvió a Buenos Aires.
Un funcionario municipal recién elegido, obsecuente acólito del déspota de la década extraviada, clamó porque ese grotesco esperpento retorne a Quito. Gesto digno del Disparatario humano. Sin embargo, podríamos alentar esta idea, a fin de obsequiar el cachivache al munícipe para que lo conserve en su alcoba.
La mayoría de monumentos perennizan nombres de héroes o de transformadores políticos; pocos celebran los de filósofos o artistas. (Por cierto, la religión fue la mayor beneficiaria de la masiva convocación que antaño tuvieron los monumentos). En nuestra hora, se preconiza el monumento a los vencidos.
Varios han sido integrados a la historia o a la memoria de imágenes visuales como obras cuya belleza seguirá obnubilando a la humanidad: la Muralla China, las pirámides de Egipto, la Torre Eiffel, el Cristo del Corcovado, la Estatua de la Libertad…
El monumento posee una trascendencia singular: casi desapercibido, se torna elemento valioso en guerras o revoluciones. ¿Por qué lo que busca el conquistador es demolerlos?: porque sabe (o intuye) que incinerar la memoria es desvanecer el futuro, y quienes no aprenden del pasado deben acatar el porvenir, enmudecidos.
En 2017 defensores de los derechos de los negros cubrieron el monumento de Thomas Jefferson, patriota y hombre de libros que poseía servidumbre de esclavos negros. En nuestro lugar de origen, la estatua de Isabel La Católica ha sido objeto de ataques por parte de activistas sociales.
En la guerra de Iraq se arrasó su histórica Biblioteca y una veintena de monumentos, testimonio de las primeras civilizaciones. Una de las piezas depredadas fue la Dama de Warca, el primer rostro humano que registra la historia del arte. Monumento a la estupidez de George W. Bush.
El porvenir no es el futuro, subraya Derrida. Recordar va uncido a la promesa del porvenir. Inicio de un no saber. “El por-venir, dice Luke Smith, es una paradoja, un tiempo que desconcierta, una indeterminación, un quizás”. Estas especulaciones subyacen en la monumentalidad, inherente a la condición de nuestra especie.
Recientes monumentos a la estupidez humana: la guerra del imperialismo ruso contra Ucrania; el espurio socialismo siglo XXI, que ha castigado inteligencia, dignidad y pobreza. Nicaragua, acaso, su más protervo ejemplo.
Este artículo apareció en dos partes en el diario El Comercio.
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