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«No matarás», por doña Cecilia Ansaldo

Educados en el respeto a la vida humana, cualquier noticia que nos remita al mayor ejercicio de violencia que consiste en arrebatarle la existencia a una persona, nos conmociona...

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Educados en el respeto a la vida humana, cualquier noticia que nos remita al mayor ejercicio de violencia que consiste en arrebatarle la existencia a una persona, nos conmociona. Pero es cosa de hacer historia para encontrarnos con la inveterada acción de atacar a los demás y despojarlos de bienes y vida. La Antropología ha de dar cuenta de que la horda vecina era enemiga, de que el extranjero servía para la esclavitud.

Si nos atenemos al Antiguo Testamento, el quinto mandamiento no transformó el belicismo hebreo, ni siquiera el manso Jesús convenció con su enorme llamado a “amar a los enemigos y a orar por quienes nos maldicen y persiguen”, en el deseo de superar el “ojo por ojo y diente por diente” de sus antecesores. Las culturas imperialistas se han levantado sobre el exterminio de los pueblos atacados y siempre los ganadores han naturalizado la destrucción. Precisamente en este año, el cruce de enfoques entre gobernantes españoles y mexicanos avivó la discusión sobre la presencia hispana en nuestro continente. La tierra absorbe la sangre derramada, pero la historia verdadera, se podría decir, se escribe con tinta roja: no puede desvirtuarse ni disimularse que las naciones aborígenes fueron arrasadas. Genocidio, apuntan algunos historiadores, por muy contemporáneo que sea este concepto.

Las guerras son capítulos fijos de los reinos y países. Poco a poco se fueron llenando de justificaciones nobles: la forja de las nacionalidades, la defensa del territorio o de la fe, al mismo tiempo que se encubría la soberbia de las razas o de algún exaltado monarca, que se sentía elegido de Dios para imponer su nombre y la de su estirpe. El siglo XX dio cabida a la más descabellada de esas soberbias en el capítulo del Holocausto. Aunque los masivos asesinatos se hayan emprendido dentro de marcos ideológicos, en las calles los cuchilleros anónimos, los matones y líderes de bandas siempre han procedido sin escrúpulos: uno más era uno menos. O los espíritus enfermos que han matado por placer, por ímpetu incontenible.

A pesar de todos esos hechos, el pensamiento valorizador de la vida humana fue creciendo. Sin necesidad de una religión que lo inspire, el derecho a la vida es absoluto y trae aparejada la vivencia de la dignidad y la seguridad, dentro del concierto de las naciones civilizadas. Es más, elegimos gobernantes precisamente para que se comprometan en esa fundamental protección.

Que sobre este grado de sociabilidad y orden se repitan los actos de violencia y sean diarias las noticias de atentados contra la vida de los ciudadanos dice mucho del resquebrajamiento de los principios para vivir. ¿Dónde empezó esta cadena, en el deterioro educativo de las generaciones, en la incrementada pobreza material y espiritual de las personas, en el acostumbramiento a la doble moral? ¿Cómo se produjo la torcedura psíquica del joven que mata a un desconocido porque le pagan, es decir, emprende acciones en esa plaga ética que se llama sicariato? Muchas explicaciones las queremos obtener de un sector humano tomado por la adicción a las drogas, capaz de los más repulsivos quehaceres con tal de conseguir dinero o la sustancia que les permita la exaltación que sus nervios requieren.

Lo cierto es que la frecuencia de los asesinatos son un signo de la enorme caída moral de nuestra sociedad.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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