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«Nuestras fortalezas y debilidades», por don Juan Valdano

Imbuido de esta sensiblería (quizás cursi, pero sincera), el ecuatoriano vive lo suyo, se adhiere a lo nativo con sentimientos de ternura y autocompasión. Hay cierta mesticia que no nos abandona...

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En las sociedades preindustriales el individuo se definía por sus lealtades a un soberano. En los estados modernos cada ciudadano se siente leal a su cultura y es esta la que da significado a su universo mental y moral. La nación plantea la identidad de un pueblo desde el ámbito de la cultura y es la cultura la que ha sustituido a los antiguos lazos perdidos. Si la identidad se falsea y se torna nebulosa, la comunidad extravía aquella relación que la une a un pasado, a una memoria que explica su origen y destino, el “desde-dónde-vienes” y el “a-dónde-vas”. La identidad nacional es ese cúmulo de certezas que nos llega como algo objetivo y ajeno a nuestra voluntad personal. Es ese sentimiento excluyente y absoluto de pertenencia a un pueblo.

No siempre será fácil precisar qué es lo que nos define como ecuatorianos; más fácil es decir lo que nos conmueve. El ecuatoriano común es un ser humano profundamente espiritual, emotivo, solidario con la suerte del prójimo. Yo creo que en ello mucho tiene que ver nuestra condición mestiza, un sentimiento de orfandad existencial.

Imbuido de esta sensiblería (quizás cursi, pero sincera), el ecuatoriano vive lo suyo, se adhiere a lo nativo con sentimientos de ternura y autocompasión. Hay cierta mesticia que no nos abandona. Es la solidaridad de saberse que estamos entre iguales, entre los de una misma llacta, la solidaridad del “nosotros”. La patria, como la madre, nos hace llorar siempre; y nadie llora sino solo por algo íntimo que conmueve.

El emigrante ecuatoriano en tierra extraña se siente desarraigado; allí comprueba que es un “otro”, así lo ven, como distinto. Su forma de ser lo obliga a asumir sus innatas virtudes, sus ventajas, así como también sus desventajas, tanto físicas como psicológicas; el complejo de inferioridad que lo acompaña. Sin embargo, él se sabe más comprensivo y solidario, más abnegado y sacrificado que otros. Sus aparentes debilidades se convierten en sus mejores cualidades al momento de conseguir un trabajo en tierra extraña, allí donde ha debido emigrar por la pobreza. En países como España o Italia, por ejemplo, es sabido que las ecuatorianas que llegan allá, sin otra habilidad que su carácter afable y paciente, son las personas más solicitadas para cuidar ancianos, niños o enfermos.

Pero llega el momento en que al ecuatoriano lo asalta el momento de la irresponsabilidad, de la desidia; sabe que la constancia nunca ha sido su virtud; ser incumplido, no honrar la palabra: son sus fallas. ¡Qué lástima! Nadie es perfecto. Y luego, el machismo, esa forma de ser con la que buscamos afirmarnos, que nos llega como atávica herencia desde la conquista, actitud que salta cuando, de por medio, hay una o dos cervezas… Pero qué le vamos a hacer —nos consolamos—: sí así fueron nuestros padres, nuestros antepasados; en fin, ¿por qué yo no?

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