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«Nuestro villancico andino», por don Juan Valdano

Así como los primeros granos de cebada vinieron en las alforjas del conquistador, el villancico llegó también junto al cantoral del doctrinero. La cebada vino para quedarse, sus enhiestas espigas ondean, desde entonces, en las ventiladas laderas de los Andes...

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“Desde el alto Cielo /Jahua pachamanta/ el Hijo de Dios /cay ura pachaman / a esta baja tierra / bajó por mi amor”. De la fecunda cosecha que Juan León Mera hizo de la tradición oral ecuatoriana entresacamos esta joya, una redondilla que desde los años coloniales se cantaba en Navidad en los pueblos de nuestra serranía.

Con el villancico ocurrió lo mismo que con tantas otras cosas que llegaron de España; una vez trasplantadas en tierra americana cambiaban de forma que, en el decir del perspicaz fray Bernardino de Sahagún (1499-1580), se “volvían otras”, diferentes a lo que habían sido. Al villancico como al grano de cebada (pues ambos llegaron de España) se me ocurre mirarlos formando parte de una de tantas tramas paralelas que, con el transcurrir de los siglos, han configurado ese abigarrado tejido de nuestra cultura popular.

Así como los primeros granos de cebada vinieron en las alforjas del conquistador, el villancico llegó también junto al cantoral del doctrinero. La cebada vino para quedarse, sus enhiestas espigas ondean, desde entonces, en las ventiladas laderas de los Andes y su grano, convertido en pan cotidiano nunca ha faltado en la mesa del ecuatoriano transformado en una humilde sopa de arroz de cebada, ese milagroso sustento corporal y puntal de la memoria. De igual forma, el villancico navideño, aquella devota letrilla brotada del alma religiosa del pueblo procede también de la imperial España de Carlos V. Junto al Credo y el Avemaría ningún misionero ni párroco de indios dejó de enseñar a los hijos de Atahualpa el arte de cantar cuartetas de alabanza al Niño Dios. Y así como la cebada se mestizó en el sabor criollo de una sopa en la que ésta se mezcla con la papa y la carne de cerdo de exultante sabor, así también al villancico castellano lo aclimatamos a nuestra sensibilidad y a nuestra lengua, nos lo apropiamos, lo volvimos diferente: mestizo, indio, en fin.

El rito católico de la España barroca al pasar a América perdió buena parte de su pomposidad original sin extraviar, por ello, su naturaleza alegórica y su teatralidad. Aquellas formas de poesía popular que estuvieron adheridas al ritual religioso —tal el caso del villancico— adquirieron en el Nuevo Mundo referencias propias del contexto americano, elementos sacados de la vida y costumbres del pueblo. La cosmovisión andina unida a las lenguas vernáculas entraron a formar parte del universo evocado en los villancicos populares, tal el caso del titulado “Desde el alto Cielo…” En los pueblos de la serranía y durante la Colonia se cantaban con frecuencia villancicos en quichua en las misas del Niño.

Razón tuvo Sahagún al afirmar que América tenía la virtud de transformar todo aquello que llegaba desde España; así fue cómo surgió nuestra cultura mestiza, este abigarrado mundo hispanoamericano.

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