Siempre será pronto para despedir a nuestros padres. Si la muerte se los lleva temprano el impacto sin duda será mayor, pero aún si lo hiciera en la vejez, con demasiados años a cuestas, apresados por enfermedades y agotados de tanto vivir, de todas formas nos inundará el desamparo que es, con certeza, el primero y más grande de los temores del ser humano.
Hace algunos días despedimos en familia a un ser muy querido de esa generación anterior que ha empezado a extinguirse lentamente. Todos sentimos que fue una partida prematura pues a Miguel le quedaban todavía muchos años por vivir, muchos nietos, sobrinos y sobrinos nietos por mimar, muchas carreras automovilísticas para disfrutar, muchas rutas para pedalear, muchos rincones de su casa para limpiar y ordenar, y le quedaban todavía sus cinco hijos y su maravillosa esposa para adorar.
Mientras sus cenizas caían finalmente en la tierra, los rostros de los presentes mostraban distintas formas de dolor: el de sus contemporáneos, desfigurados por los años de recuerdos y vivencias, pero también por la certeza de que, en el orden natural, debería seguir uno de ellos aquel sendero en el que ahora solo quedan sus huellas; el de su esposa y compañera, demudado, imaginando el resto de la vida a solas, escindida en cuerpo y alma pues siempre fueron uno solo; el de sus nietos, incrédulos, apenas tomando conciencia de las marcas que les dejarán con el tiempo tanto las luces como las sombras; el de sus hijos y sobrinos, desolados, remontándose al pasado en imágenes alborotadas, sintiéndose niños otra vez, niños frágiles y temerosos encerrados en cuerpos adultos, niños como aquellos que solo se calmaban ante esa presencia tranquilizadora que ahora se ha convertido en una ausencia inseparable.
Es inevitable que en esos trances de despedida sobren las miradas acuosas entrecruzadas por el desconcierto. Es inevitable que se ahoguen o se contengan las palabras que no alcanzan jamás a expresar todos los sentimientos, propios y ajenos, que nos embargan ante la muerte. Es inevitable pensar también en el día que les toque ser cenizas a nuestros padres y seres queridos, o cuando nos llegue el momento a nosotros, cuando a nuestros hijos o nietos o incluso algún miembro de una siguiente generación, les corresponda vernos partir si es que la vida y la muerte deciden seguir su cauce normal.
Resulta inevitable imaginar que el árbol de la vida de nuestros padres va perdiendo sus hojas poco a poco, que desde sus ramas superiores se irá resecando y resquebrajando hasta quedar completamente desnudo, y que un día morirá de pie, y entonces empezarán a caerse las hojas de nuestro propio árbol.
Por ahora me quedo con las palabras de Oscar Wilde: “La muerte debe ser tan hermosa. Para yacer en la suave tierra marrón, con la hierba ondeando sobre la cabeza, y escuchar el silencio. No tener ayer ni mañana. Para olvidar el tiempo, para perdonar la vida, para estar en paz”.
A la memoria de Miguel Maya Vicens.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.