De mi archivo: esta reflexión sobre la soledad que acompaña al oficio de escribir apareció en noviembre de 2005, en la revista Soho.
Walker Percy contó que en 1976 recibió la visita de una anciana que le pedía que leyera una novela escrita a principios de los 60 por su finado hijo. Percy, obviamente, quería eludir tamaña tarea pero la perseverancia de la señora fue tal que terminó aceptándola; la aceptó con la esperanza de que la novela fuera lo suficientemente mala como para leer algunas páginas y dar por cumplido el compromiso. Cuenta que a medida que leía, la novela lo fue ganando; había resultado excepcionalmente buena. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, fue publicada en 1980. Thelma D. Toole, la anciana madre del escritor que se suicidó en 1969 pensando que era un escritor fracasado, abrumado por la soledad, recibió en nombre de su hijo el premio Pulitzer por una novela que hoy es indispensable en la literatura norteamericana.
La soledad de cierto tipo de escritores es de orden existencial tal vez porque el oficio así lo exige y quizás por eso los encuentros de escritores sean un despropósito en el sentido de que se trata de una congregación de soledades. La soledad, en primer lugar, es un imperativo para escribir; esto que parece obvio implica una condición patológicamente antisocial del escritor y que puede empezar por el desafecto a la propia estructura familiar. Se puede, sin embargo, ser un hombre de intensa vida social como lo fue Truman Capote pero en ese ámbito el escritor se encuentra perdido aunque lo disfrute. Capote que tocó el cielo del éxito de público con A sangre fría en 1965 no volvió a escribir nada de la misma calidad literaria hasta su muerte en 1984, consumido por el alcohol y las drogas. Y es que el éxito lo llevó a ser parte de los ricos y famosos, y en ese conglomerado bullicioso mató el silencio y la soledad necesarios para la escritura.
En segundo lugar, la soledad es la consecuencia de cierto ensimismamiento de los escritores debido a un minucioso proceso de interiorización del mundo que los enfrenta al vertiginoso tiempo exterior. Arthur Rimbaud escribió toda su obra antes de cumplir los veinte años. Rimbaud, que decía «Yo soy otro», se dedicó a escupir al mundo y, al hacerlo, se escupía a sí mismo consumiéndose en la rabia del solo. Quizá sintió que el mundo que lo rodeaba era demasiado amargo como para seguir rumiándolo hacia adentro y abandonó la escritura; prefirió irse al África, dedicarse al tráfico de armas y morir en Marsella, en 1891, después de que su pierna derecha le fuera amputada.
Franz Kafka, que le pidió a su amigo y albacea Max Brod que quemara toda su obra literaria inédita, escribió «Un artista del hambre». En este cuento, Kafka desarrolla la metáfora por excelencia del artista solitario: incomprendido en su arte por el empresario del espectáculo a quien sólo le interesa ganar dinero, incomprendido por el público que sospecha que el artista hace trampa, y que muere olvidado y confundido entre la paja de la jaula en donde ha permanecido ayunando, solo, en la tarea de perfeccionar su arte hasta morir.
Este texto se tomó del blog personal del autor.