Palabras de recepción a don Fausto Palacios Gavilanes, como Miembro Honorario de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, por doña Susana Cordero de Espinosa

Discurso de recepción de Fausto Palacios Gavilanes como miembro honorario de nuestra Academia, pronunciado por doña Susana Cordero de Espinosa en la ciudad de Ambato.
Foto de Roberto Chávez. Tomada del diario El Telégrafo.

Por Susana Cordero de Espinosa

Ambato, 29 de agosto de 2019

Estar en Ambato, ciudad tan especial para la patria y para cuantos hemos tenido la oportunidad de conocerla en circunstancias significativas o cotidianas, supuso y supone siempre una situación particularmente feliz. Nuestra Academia Ecuatoriana, la segunda de América y la tercera entre las veintitrés existentes hoy en el mundo entero, se siente honrada de encontrarse en esta ciudad cimera, que la ha dotado de académicos de gran calidad humana e intelectual, orgullosos de su patria y deseosos de interpretarla, conocerla mejor y darle a conocer en su palabra. Nos acompañan en este acto singular, además de nuestro Secretario, embajador Francisco Proaño Arandi, y nuestro miembro censor, Julio pazos Barrera, representantes del Grupo América, uno de cuyos fundadores, hacia 1928, fue don Antonio Montalvo, otro preclaro ambateño; por una circunstancia feliz, tenemos con nosotros a la médica, escritora y estudiosa Ximena Montalvo, hija del mencionado fundador del Grupo América. Julio Pazos, poeta y académico de sobra conocido, ejerce actualmente la dirección de dicha Corporación Cultural y nos acompaña además, en este acto, la secretaria de la Corporación y amiga entrañable, Licenciada Vicky Frey.

Paso a la honrosa e ineludible referencia a los ambateños que honraron con su pertenencia, a la antigua Academia Ecuatoriana de la Lengua.

Durante los años ochenta del siglo pasado, participé en el homenaje que tuvo lugar en esta ciudad, en conmemoración de los cien años de la muerte del gran escritor y patriota don Juan Montalvo. Escuché ponencias extraordinarias sobre el eximio ecuatoriano y conocí a personajes, tanto ambateños como de otras ciudades ecuatorianas y de otros países, apasionados por el gran patriota, la escucha de cuyos estudios y ponencias me ayudaron a conocerlo mejor.

Montalvo, consciente de su valor y del de su escritura, aspiró a ser Miembro de Número de la Real Academia Española, aunque no alcanzó el merecidísimo nombramiento, tan cerrada de espíritu en esos años era la secular Corporación, atada sin condiciones a la Iglesia Católica y al clero español, y asustada, sin duda, por la fuerza y sinceridad eminente de los textos montalvinos. Se le negó ese título que habría honrado a la Real Academia y a España. Hoy, el busto de Juan Montalvo preside la sala de juntas generales de nuestra Academia, y él mismo está entre nosotros con su ejemplo y su palabra, de manera eminente.

En 1875, hace ya ciento cuarenta y cuatro años, el expresidente Gabriel García Moreno aprueba la existencia de la Academia Ecuatoriana instalada en Madrid un año antes, en octubre de 1874, como consta en las sucesivas ediciones del diccionario general. He mencionado a dos patriotas, Montalvo y García Moreno, enemigos entre sí, pero que coinciden, el uno, en su amor, dominio y maestría de la palabra y, por tanto, del arte, la cultura, la belleza, y el otro, en el deseo del avance educativo, científico y civilizador de la patria. Los sueños de los dos patriotas confluyen, a pesar de íntimas o públicas contradicciones, y la historia reivindica a quienes son dignos de recuerdo.

Me refiero con orgullo y agradecimiento a otros eximios ambateños que honraron a nuestra Corporación: Pedro Fermín Cevallos, uno de los fundadores de la Academia Ecuatoriana y su primer director, entre 1875 y 1892. La AEL, bajo su regencia, empezó su existencia hundida en dificultades –la primera, el asesinato de García Moreno- que ni arredraron a los académicos ni significaron abandono de la lucha, sino estímulo respecto de la conciencia que tuvieron nuestros fundadores de la dignidad y el honor de contar con un ámbito desde la cual el español, nuestra palabra, fuese honrada, dignificada y protegida con su cultivo, tanto oral como escrito. La AEL fue afianzándose durante esos diecisiete años, lentamente y en digna pobreza, al albur de circunstancias políticas y sociales nada favorables para su desenvolvimiento.

Pedro Fermín Cevallos, humanista de grandes dotes literarias, amante de la historia, nítido en su proceder político y cultural, dio a la luz su Breve catálogo de errores en orden a la lengua y lenguaje castellanos; su afición por la ciencia es evidente en sus Nociones de Historia Natural; su condición de historiador muestra su razón de ser en el Resumen de la Historia del Ecuador desde su origen hasta 1845, editada en seis tomos. Es el suyo otro nombre que, desde Ambato, honra al Ecuador e inicia el desfile de casi un siglo y medio de distintos intelectuales ambateños en la dignísima pertenencia a la Academia.

Don Juan León Mera (1832, 1894) es otro de nuestros fundadores ambateños; ensayista, autor de Cumandá, la novela precursora de la novelística ecuatoriana, político y pintor; investigador apasionado del ámbito de lo popular, de sus decires y canciones; a propósito de los intereses y la calidad de la investigación realizada por el ambateño, el estudioso guayaquileño don Fernando Iturburu, radicado en los EE UU, comenta: “Lo que escribe Mera es, en gran parte, un llamado de atención para ver con ojos americanos (o ecuatorianos) la nueva sociedad, su cultura, su antropología, su identidad misma. Así, al respecto escribe [Mera] : ‘Si es verdad que la lectura de un pueblo es la expresión de su carácter y estado moral, nuestra literatura tiende a ser falsa y mentirosa porque está pintando lo que ni se ve ni se siente en América’. Estos comentarios de don Juan León Mera muestran su talento singular, su búsqueda de una palabra que revele lo que somos y que proyecte lo que queremos y podemos ser, sin otro espejo sobre el pasado, que la luz de nuestro pueblo que él tanto buscó y de parte de la cual se apropió.

Todo en Mera, sigue Iturburu, ha sido un prepararse para establecer la hoja de ruta de la superación poética en Ecuador: Mera mencionó los errores, mostró la evidencia y resumió la cuestión: el problema de fondo es la educación, las malas y obligatorias lecturas de la naciente clase americana. Por ello, en el penúltimo capítulo escribe una crítica al sistema educativo de Ecuador.

Celiano Monje, ya entrado el siglo XX, honró con su saber la Academia Ecuatoriana, de la cual fue director interino, entre 1930 y 1940. Dedicó su vida a la enseñanza como auténtico humanista, en los exigentes liceos y colegios de entonces, el Liceo Cevallos y el Colegio Bolívar, de Ambato; el Vicente León, de Latacunga y el Colegio Mejía, de Quito, en los que dejó honda huella. Periodista notable, fundó publicaciones de duro condumio, junto con Juan Montalvo y Juan Benigno Vela, en las cuales atacaban la dictadura del general Ignacio de Veintemilla que privó a la Academia de recibir los 600 pesos anuales que Gabriel García Moreno le había asignado para su mantenimiento.

Don Juan León Mera Iturralde, hijo del ilustre fundador de la Academia, fue otro de nuestros académicos ambateños, Perteneció a la Sociedad de Estudios Históricos, fundada por el eximio arzobispo Federico González Suárez, que dio existencia a la Academia Nacional de Historia. Como todo intelectual y escritor, publica notables artículos en Boletín Eclesiástico, en Revista de la Sociedad Jurídico Literaria, La Ilustración Ecuatoriana y Rumbos. Son de gran interés religioso, psicológico y político, sus Conversaciones con el ilustrísimo arzobispo Federico González Suárez, dignos de relectura.

Casi un siglo más tarde en 2008, otro ambateño inolvidable, Plutarco Naranjo Vargas es elegido miembro de número de nuestra AEL. Claudio Mena escribe y pronuncia en su discurso de contestación al nuevo miembro: El doctor Plutarco Naranjo que esta tarde ingresa oficialmente como miembro de número de nuestra AEL, pertenece a un reducido grupo de escritores volcados, a la vez, al estudio de las ciencias, al de la historia y de figuras notables en el ámbito de la literatura y cultura ecuatorianas. El doctor Naranjo estudió a otro médico, el gran Eugenio Espejo y es quizás uno de los más grandes montalvistas ecuatorianos, en cuanto conocedor del hombre que Juan Montalvo fue, y de su obra. Y compara la personalidad de Plutarco Naranjo y su tarea de escritor, estudioso y científico, con la del célebre médico y científico español, don Gregorio Marañón y la de Pedro Laín Entralgo. Personalmente, mantuve con él y con su esposa una gratísima e inteligente amistad, que agradezco a la vida.

Alfonso Barrera Valverde fue miembro de número de nuestra AEL, desde 2009. “La presencia de los seres a los que llegamos a amar es un regalo, bello regalo cuya duración debemos agradecer. En todo saludo hay una despedida”, escribió en el epílogo de su último libro, Sancho Panza en América o la eternidad despedazada.

Fue el poeta de Tiempo secreto, el novelista de Dos muertes en una vida y Heredarás un mar que no conoces y lenguas que no sabes y El país de Manuelito, obra, esta última, de fervoroso amor por los caminos de la patria; diplomático sutil y generoso, dejó la impronta de su fino talento en países de América del Norte, Hispanoamérica y Europa y fue Ministro de Relaciones Exteriores a quien tocó delicada y difícil misión durante la Guerra de Paquisha… Ensayista que, en su último y originalísimo afán intelectual, trajo a Sancho, huérfano de don Quijote, a estas tierras de América, en el título de cuya obra habla de su ‘eternidad despedazada’. Sin duda, se refería a su tiempo, al de cada uno de nosotros, corta sucesión de instantes de que gozamos en ilusorio transcurrir, como oportunidad de definirnos, de entregarnos al otro, de recorrer caminos, países y libros, y de conocer la patria. Su enorme sencillez le hizo decir, al respecto, en su discurso de ingreso a la Academia, titulado “Maneras de escribir libros sin éxito”: “Con algún temor veo de vez en cuando mi nombre entre los escritores, y debo confesar que en esas listas no me reconozco’. Asistía con interés y fidelidad fervorosos, a las sesiones de junta general, abrumado por una dolencia que no le dio tregua, hasta muy poco tiempo antes de su muerte. Preocupado por el devenir de la patria, por nuestro Yazuní, por todo lo perdido y por perderse, por cuanto hace del Ecuador la patria que él amó, que nosotros amamos, la patria que nos duele. Y no puedo dejar de evocar aquí, con especial afecto y amistad, la memoria del extraordinario ensayista, hombre discreto y prudente, conocido por todos en Ambato, Oswaldo Barrera Valverde, hermano de Alfonso, nuestro académico. Confieso que uno de los ensayos sobre don Juan Montalvo que más me interesó y me sedujo fue, precisamente, el de Oswalco Barrera de cuya amistad gocé. Hombre ejemplar, quede aquí mi emocionado recuerdo.

Debo referirme, además, a Mario Cobo Barona, miembro correspondiente de nuestra AEL, maestro y escritor. No solo fue el poeta difícil, neólogo oscuro y misterioso, lleno de preguntas e inquietudes sin respuesta, que todos conocimos, sino ensayista que, en su libro Los censos infinitos concibe una forma entrega a su ciudad de Ambato, a manera de pago de cuanto había recibido de ella. Hace hoy doce años escribí, al respecto: “Con su libro de ensayos quiso hacer un recuento de la íntima riqueza de cuanto encontró dado en su existencia: tierra, ciudad, amistad, belleza, a la vez que pagar el alto tributo que un alma sensible ha de reconocer como deuda originada en aquellos dones. Para pagar esa ‘deuda’ Mario tomó la palabra y no la abandonó; leyó, escribió poesía y prosa, enseñó largos años, conversó y vivió en afán incesante de buscar la belleza y, a través de ella, la verdad y el bien”.

Con el doctor Naranjo, con Alfonso Barrera, con Mario Cobo, no solo académico y amigo, sino miembro del Grupo América, conversé, conviví y en cada reunión recibí la luz de su impar aprecio. Recuerdo a Alfonso, cuya enfermedad no le impidió, ni aun en los últimos días, asistir a las sesiones de Junta General, como miembro de número. Y al entrañable Plutarco Naranjo, que reunía en sí las cualidades del científico y del humanista, cuya vida y obra urge que nos preguntemos: ¿qué haría la ciencia sin una visión filosófica de sus propios avances, sin una axiología que le permita ilustrar y afinar sus nociones hacia la inevitable averiguación del sentido de la naturaleza humana? Ya lo intuyó entonces Plutarco Naranjo, eminente médico, científico y humanista

Hemos venido desde la Academia Ecuatoriana de la Lengua para recibir al escritor y maestro don Fausto Palacios Gavilanes. Antes de llegar aquí, he estado gracias a él más que nunca en la ciudad a cuyo conocimiento y permanencia ha contribuido y seguirá contribuyendo con la gracia de sus Viñetas. Su mirada evocadora sobre la ciudad de cada día; el paisaje, sus habitantes, tradiciones, fiestas y celebraciones; el hogar, la casa de la infancia, las huertas y los frutos, el río…: todo lo recupera y narra con el empleo de palabras antiguas, llenas de sabor, incluso para reconocer que mucho está perdido: las aguas de su río Ambato ya no son las limpias y puras que él frecuentó, ni el pasado será nunca presente a no ser por el amoroso portento de la escritura.

Gracias a él, don Fausto Palacios ingresa a la Academia Ecuatoriana en calidad de Miembro Honorario, que lo recibe en reconocimiento a sus méritos como escritor y maestro, como excelente viñetista de Ambato, ciudad que ha contemplado y amado desde tan distintos ámbitos citadinos e íntimos, en textos particularmente sugerentes.

He aquí uno de ellos, correspondiente a la dedicatoria de la edición en diez volúmenes, de sus Viñetas. Don Fausto escribe:

A mi Ambato.
A mi río tutelar, olvidado dios de agua con pies de barro y alas de espuma, y su himno fluvial de ambateñía inmortal, breviario de ensueños, de leyendas, de quimeras.
A sus vados pretéritos y lejanos de agua refulgente como espejos mágicos: el Aguacatal, El Peral y otros y otros más: Duermen el sueño de las nostalgias.
A la vieja pared de barda musgosa, en cuya pizarra de arcilla escribió el viento ajenas y trashumantes historias de amor.
Al quicuyo de sus calles sonámbulas, que duerme la agonía de los últimos cantos rodados.
Al tamborcito de hojalata, al carrito de madera.
Al trompo girandulero de burdo zumbel, a su inefable música zumbadora.
A la pelota de trapo, viejo vestigio de épocas doradas y alegres de las calles, cuando las calles eran nuestras, y serían para caminar y jugar.
Al zumbambico zumbador, zumba que zumba, élitro de lata.
A los toctes de blanca y dulce drupa de La Liria, y a las inolvidables y aladas lianas de sus nogales.
Al colibrí de otros y antiguos cielos, lucero de luces, mago y funambulero.
¡Ah!, esos ya no vuelan. Yacen en la soledad de nuestra memoria!

El estilo incomparable de sus viñetas, lexicográficamente tan ricas y nuevas, fotografía la ciudad de su nacimiento, la presencia de sus ancestros. Sus colibríes vuelan todavía, don Fausto y volarán mientras permanezcan sus palabras llenas de amor y armonía. Aunque le confieso que entre ellas me he visto obligada a detenerme y ‘corregir’, solo mentalmente, claro, esa ‘i’ latina que sin entender bien por qué, usted ha preferido a la y griega de nuestra conjunción copulativa. ¿Capricho ingenuo de juventud, otro sueño del que no quiere desprenderse u otro modo de permanecer en el ámbito de nuestro origen, el querido e inagotable latín clásico, desde el que surgieron el español y todas las lenguas romances que son también nuestras?

¿Aceptará usted estas palabras académicas que se quejan de que insista en ese afán? Sí, estoy segura de que sí y de que me entiende, y de que, en el fondo, usted se ríe de mí y de usted mismo. ¿Sancionar esa bagatela?, piensa. ¿Se atreverá la Academia? se pregunta usted, y la Academia no sanciona nada, simplemente, pregunta. Pero pues soy consciente de que la lengua es, sobre todo, voluntad de expresión y de que cada uno de nosotros ha de andar su propio camino, en ella y gracias a ella, don Fausto, y aunque me dolió su mui sin ye que ya pasa de castaño a oscuro!, le pregunto ¿qué tuvo usted, contra el magnífico y osado pueblo griego? ¿Qué tuvo contra la letra ye? Por hoy, me quedaré, como tantos de sus lectores, con la inquietud, y ante esa especie de barrera que constituye toda alteración ortográfica, que respeto, no en nombre de la Academia, sino en otro mil veces esencial, el de la libertad.

Como todo escritor, Fausto Palacios escribe para que en sus palabras permanezcan los sueños del pasado, el pasado mismo, todo lo que el tiempo se ha llevado y se lleva, pero también valora, repite y consolida. Las comidas, sus sabores y olores; los viejos juegos; la sed y el hambre, el río Ambato del cual lamenta, con todos nosotros, que no sea lo que fue, que el agua ya no venga cristalina y abundante sino opaca, sucia y lenta. Hace un canto al antiguo planeta que nuestros hijos y nietos, por desgracias humanas, políticas, llenas de ambición y vergonzosa codicia, ya no poseerán. Las antiguas palabras bíblicas ya no se cumplen: Ya el ser humano, ni siquiera el justo, ‘poseerá la tierra’ como le fue prometido.

Permítanme mezclarme también en sus recuerdos: Usted habla de los ‘delicados de maíz negro’. En Cuenca comprábamos, de niños, los ‘delicados’ que no llevaban el complemento ‘de maíz negro’, porque quizá no lo eran, aunque eran obscuros y nada tenían de ‘delicados’: eran galletas duras, redondas y pequeñas, con un hueco del diámetro del dedo corazón en el centro, de harina o, más bien de afrecho con panela, la misma panela de los alfeñiques, esa que la academia prefiere llamar ‘azúcar mascabado’ o, más difícil aún, ‘azúcar de segunda producción’; de ellas daban rápida cuenta nuestras hambres infantiles y nuestros dientes nuevos, como si hubiesen sido de masa suave y enmantequillada de las que con tanto amor hacían las abuelas.

Me asombran las coincidencias entre sus recuerdos ambateños y los míos, cuencanos. Se refiere, don Fausto, en las páginas de este mismo texto, al insulto con que terminaban algunas de las peleas infantiles. Usted anota: ‘Se decía ‘delicado de maíz negro’ como insulto para quien fingía o demostraba excesiva afectación o susceptibilidad, sin causa que amerite tal conducta’. También en Cuenca decíamos como insulto ‘delicada de afrecho’, y hablo en femenino, porque en mis años infantiles éramos once primas, sin un primo varón que hubiera venido a dar otro color a nuestra existencia que, sin embargo, fue llena de luz. Delicada de afrecho llamábamos a la prima miedosa, susceptible o quejumbrosa. Ya ve, don Fausto: desde una ciudad distinta a la de mi infancia, me contagia usted, con sus narraciones, de melancolía. Solo que mientras en Ambato se compraban los delicados a ocho por medio, nosotras pagábamos por ellos a cuatro por real…

Su recuerdo de calles y plazas, casas y parques; su registro, con memoria que parece hecha de amor, de tiempos y costumbres, caracteres, celebraciones, ritos, hacen que sus Viñetas sean, en mucho, nuestras, a pesar de la lejanía geográfica y temporal y que hoy, con su presencia académica, lo sean completamente.

Por si cada nueva narración añadiera nostalgia a nuestro ya ineludible haber pasado, usted pone también en sus viñetas, con sabia intuición, ápices oportunos de humor, como cuando aclara que timbushca no es palabra rusa, ni tiene relación alguna con el general Timochenko, sino que viene ‘de las agrestes tierras del quichua’… Y nos trae otro dato que tiene para mí resonancias de amistad, pero también de acabamiento: usted escribe: “La académica Piedad Larrea Borja sostiene que la palabra timbushca viene del quichua ‘hervido’, seguramente por la cocción de alto grado al que es sometido el manjar. Doña Piedad Larrea, la primera académica mujer ecuatoriana, fue quien propuso mi nombre para ingresar a la Academia y como la vida y la muerte tienen sus caprichos, habiendo partido ya la inolvidable amiga, al ser yo promovida a miembro de número heredé la letra de su cátedra académica, la redonda O de asombro que, siendo conjunción disyuntiva, sumadas sus acepciones dan, a la vez, ‘separación o alternativa’, ‘contraposición y equivalencia’…

Don Fausto sigue llamando a sus lectores con sus recuerdos salpicados oportunamente de estrofas de García Lorca, de Neruda, de reminiscencias de Dávila Andrade, de Fray Luis de León; dedica páginas a don Juan Montalvo; su cultura se desliza, humilde, iluminadora, en cada una de sus Viñetas y el lector de ellas, recopiladas en 10 volúmenes, lamenta no haber tenido la suerte de asistir a ellas día tras día, sin perderse ninguna.

Con el pan de Ambato, los gallos de pelea, los helados, y hasta una bella glosa del imponderable poema de Dávila Andrade, Boletín y elegía de las mitas, no es el suyo solo un ejercicio de nostalgia. Dice usted así, en sus propias palabras ‘La pluma no se cansará en mojarse diariamente en tinta de nostalgia y en practicar sus ejercicios por la recuperación de lo nuestro, de nuestros valores propios y autóctonos’. Es, pues, su escritura, un ejercicio de reconocimiento e incluso de defensa de Ambato ante las ofensas de Gobiernos centrales que de diversas formas eliminaron instituciones o privaron a Ambato de ventajas de las que antes gozó.

De este modo, estas experiencias narradas con suprema emoción, con gracia y simpatía, con dolor por momentos, otros con alegría y buen sabor, se vuelven ejercicio de recuperación que no otra cosa ni otro sueño animan la memoria.

Ambato tiene en sus Viñetas una completa crónica de su ser y pasar ciudadano. Deberían ser, si no lo son ya, de lectura obligada en las escuelas, desde los once, doce años; su estilo claro y comprensible, repleto de vocablos poco comunes, pero necesarios y entrañables para quienes hoy manejan una lengua empobrecida y elemental para la comunicación paupérrima de los teléfonos móviles, los guasap y la informática, abre el camino hacia lecturas más exigentes y contribuye a que penetren en el niño el arte de evocar y amar lo propio, el arte de pensar el paso de cada día. De encontrar en lo pequeño, en los datos cotidianos, el manantial secreto e intemporal de la poesía.

Termino, pues, porque podríamos seguir, no horas, sino días, ante esta prosa lúcida que trae recuerdos, comentarios y glosas. También debíamos haber hablado de sus lecciones de gramática y corrección idiomática, pero hacerlo requeriría más tiempo y más espacio.

Termino mis palabras, ya largas, agradeciendo a las autoridades que han acompañado al viñetista, al cronista apasionado de la ciudad, hasta este elegante y precioso salón. A la familia, a los parientes y amigos de don Fausto Palacios Gavilanes, que llegaron a nuestra Academia y donaron, para su biblioteca, sus luminosos textos.

Bienvenido, don Fausto a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, que le reconoce con satisfacción como su Miembro Honorario. Lo hace, tanto por reconocerle el honor de pertenecer a una Academia centenaria que defiende la lengua como la dádiva existencial que nos permite ser y vivir lúcidamente, sino por la honra que la Academia Ecuatoriana recibe al tener en su seno a otro escritor de vocación, que resume con gracia inigualable, su existencia y la de su ciudad, la de sus autores, escritores, ensayistas y poetas, así como la de lúcidos escritores de otros ámbitos, y reconoce en sus textos cuanto de noble y rebelde contribuye a volver nuestra existencia más plenamente humana.

He dicho.

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