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Palabras introductorias de doña Susana Cordero de Espinosa en la ceremonia de promoción de don Jorge Dávila Vázquez

Palabras introductorias de doña Susana Cordero de Espinosa, pronunciadas durante la sesión solemne de promoción de Jorge Dávila Vázquez a miembro de número en la Universidad de Cuenca.

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Palabras introductorias
Sesión solemne
Promoción de Jorge Dávila Vázquez a miembro de número de la AEL
Susana Cordero de Espinosa

Consciente de que mis palabras introductorias tienen que ser muy cortas, pues en esta sesión solemne no me corresponde contestar el discurso de nuestro nuevo numerario ni presentar alguno de los libros que se añaden a su ingente producción, quiero volver con ustedes a algunas de sus sugerentes y bellas palabras de sus textos.

Van tres momentos de estilos incomparables entre sí:

De «La señorita Camila», cuento de su primera etapa narrativa:

Pero tiembla cuando oye gangosear a los maestros de capilla nasales de las misas de réquiem, eso de que al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna, siente algo como un hormigueo en la piel. Y se desvela escuchado alas y graznidos en la noche. Y cuando algún dolor invade sus insomnios cada vez más frecuentes, reza, reza y reza, mezcla oraciones contra los males del cuerpo con oraciones contra los males del alma, dice cosas sin sentido, llama nuestra señora a San Miguel Arcángel y padre y protector nuestro al presidente de la república, corren por su mente afiebrada imágenes de las santas de su devoción, alternadas con propaganda de licores y fotos de futbolistas medio desnudos que traen los pocos periódicos que llegan a sus manos, se debate sudorosa en el frío de mortaja de las sábanas que la invade toda, piensa que pudo haberse casado con el músico Estévez, claro, era un poco borrachito, pero un buen hombre, tal vez si ella hubiera sido menos orgullosa, si le hubiese rogado un poquito, si por una vez en la vida se hubiera despojado de su egoísmo, ahora tendría unos hijos que la sentirían en las sombras y que apretarían su mano en el momento del gran sacudimiento que tal vez se aproxima, en la hora tremenda. Y llora[1].

He aquíla exhortación de Isabel ante el catafalco de su hermano Arthur Rimbaud, en El barco ebrio, obra teatral de Jorge Dávila, de título homónimo al del poema autobiográfico del gran poeta francés, editada por insistencia de nuestro poeta, académico y amigo Bruno Sáenz, que partió:

Entonces, hermano, quizás escuchas ya «un canto pleno de gozo que se eleva hacia el día…» repitiéndote esperanzado «¡Es la redención!, ¡es el amor, es el amor! Quizás, en Dios, encontraste por fin la paz. ¡Por fin! Y ya no te perseguirá el miedo a que te roben tu pobre oro ganado con un trabajo que detestaste siempre; ese oro con el que comías y dormías; ese oro, traído en el cinto desde África y que vigilabas hasta en la inconsciencia, tú que nunca sentiste apego por bien alguno; tu pobre oro con el que esperabas ser dueño de una libertad que ni tú mismo sabías en qué consistía, pero que te pasaste buscando la vida entera. Y ya no temerás que vengan a reclutarte para cumplir un servicio militar que no cumpliste jamás, tú que no sentías temor ante los peligros de tierras desconocidas y que casi no te quejaste durante esta larga y odiosa enfermedad, en que la gangrena te iba comiendo vivo. (Acaricia los desgreñados cabellos de la máscara, tiernamente.) ¡Adiós, Jean Arthur Rimbaud, perpetuamente niño, poeta visionario, aventurero loco; que ese Dios al que buscaste toda la vida en medio de la blasfemia y el terror, en medio de tus delirios vitales y de tu peregrinar insaciable, te haya, finalmente, acogido en su amor, por siempre!».

Jorge Dávila, al poner en Isabelle estas palabras, muestra sin rubor, como en tantos de sus cuentos y poemas, la presencia viva de su fe religiosa.

En su obra exigente, inconforme porque nunca dudó de su destino de escritor, palpita la presencia poética, ya en el viejo sentido de la palabra creación como en la escritura de auténticos poemas, de cuyo poder no duda. Debo, pues, leer alguno de sus versos y elegí de entre los poemas de Temblor de la palabra selección de su poesía producida entre 1974 y 2006, tres brevísimos poemas traducidos al francés, (leeré el poema y su eufónica y bella traducción), sobre los cuales el poeta cuenta: «Algunas piezas fueron escritas directamente en francés; otras, las tradujo Annie Bayle. En todas intervino, generosamente, Nicole Adoum, buscando perfeccionarlas…»

Olympio, en español:

Víctor Hugo
está viejo
Víctor Hugo
está solo.
Víctor Hugo
se piensa
eternamente
un Dios.

En francés:

Monsieur Hugo
est vieux
Monsieur Hugo
est seul.
Monsieur Hugo
il pensé
qu’il est toujours
un dieu.

Tristeza:

La lluvia
de Paul Verlaine,
la misma lluvia.
Y sin embargo
no es la misma lluvia.

Tristesse:

La pluie
de Paul Verlaine.
La meme pluie.
Et pourtant
pas la meme
du tout.

Y, finalmente, Ausencia:

¿En dónde están las Flores
del mal?
¿Dónde, Charles Baudelaire?

¿En dónde está Stephan,
que leyó
todo libro?

Absence:

Ou sont
les fleurs du mal?
Ou est Charles Baudelaire?
Ou est-il, Stephan
celui-ci
qui lisait
tous les livres?

Imposible abarcar cuanto nuestro autor leyó, cuanto escribió con generosidad sin remisión.

A Marcel Proust y a cada uno de nosotros, estos tres versos del poema «El tiempo perdido»:

No, señor Proust
el tiempo no se recupera
jamás.


[1] De La noche maravillosa, Colección Antares, p 126.

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