«Pedro Gil y sus infiernos», por don Marco Antonio Rodríguez

Pedro enfila la vitriólica mofa hacia esos diosecillos ambulatorios que fungen de poetas, que van y vienen por cenáculos y certámenes, ahítos de vanidad y vacuidad, aunque también la esparce —agua glorificada por todos los demonios—...
Foto: El Telégrafo

Pedro Gil (Manta, 1971) lleva a cuestas una criatura delirante y taciturna, tumultuosa y desgarrada. Pedro no habla, musita. ¿Su voz sofocada y su laconismo se deben a su imposible timidez? Pedro masculla, gruñe, siempre dice su verdad: espléndida y corrosiva, ácida y fulminante. Hace tiempo halló en la palabra la única manera de sobrevivir. Así fueron saliendo sus libros Paren la guerra que yo no juego, Delirium tremens, Con unas arrugas en la sangre, Los poetas duros no lloran, Crónico, Poemas del psiquiátrico Sagrado Corazón, Bukowski, te están jodiendo.

Pedro enfila la vitriólica mofa hacia esos diosecillos ambulatorios que fungen de poetas (escritorzuelos), que van y vienen por cenáculos y certámenes, ahítos de vanidad y vacuidad, aunque también la esparce —agua glorificada por todos los demonios—, sobre vida y muerte, amor y olvido, paz y guerra, tierra y sueño, justicia y miseria, fe y esperanza, la mujer y el hombre, Dios y las vírgenes y otras hierbas malsanas.

Pedro va a los tumbos por la vida, absorbiendo las ultimidades de la condición humana y, de sus aventuras existenciales, sale siempre con una serie de cabezas sangrantes, trofeos de su feroz cacería: sus poemas. Pocos como él se arriesgan a hurgar en los infiernos humanos con tan desaforado ahínco. O en nuestros esperpénticos infinitos, los más irrisorios, espejos en los cuales rehusamos a vernos. “Yo estaba en el callejón de la Muerte/ mi hermano en terapia intensiva/ múltiples infartos./ Yo varios días y sus noches drogándome…/ Mis familiares anunciándome su muerte en Guayaquil/ encontraron al hermanito menor en un fumadero de crack/ yo sabía la noticia y me negaba a creerle”.

Exploración a fondo de él mismo y de nosotros; acerba crítica de nuestros valores y creencias, encuentro con los otros yo que se borran y se transforman en una inmensa mueca de burla; poesía de los andurriales, de los espacios mal alumbrados en los que se mueven los marginales, los sin tierra, los sin voz, espetando su rebeldía a los ‘equilibrados’, a los ‘normales’ y su cohorte de adefesios que cimientan sus zonas de confort.

Qué pequeños se ven otros poetas contemporáneos si se comparan con la doliente y perversa poesía de Pedro Gil. Pero no se trata de comparar, sino de lamentar las poses de los poetas ‘comprometidos’ con el poder. Sepulturero, cronista de sumideros, limpiador de pozos sépticos, maleante, drogómano que elevó a poesía las siete puñaladas que recibió en uno de sus ‘viajes’. Pedro, me cuentan, el ‘único poeta maldito’ de su generación, consuetudinario visitador de siquiátricos, con 21 cápsulas diarias que le sirven para mantenerse ‘limpio’, vive inventando la vida, con su talento creador incólume. “Todavía me pertenezco/ los emperadores de la tierra somos los pobres y yo”. Que así sea.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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