¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!
¡Sibambe, con sus hoces de azufre, cortando antorchas en la altura!
¡Las rocas del Carihuayrazo, recamadas de sílice e imanes!
¡El Cotopaxi, ardiendo en el ascua de su ebúrnea lascivia!
¡Hasta la mar dormida en la profundidad,
después de tanta audacia estéril y voluble!
¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol!
¡Las infinitas grietas corrían como trenzas oscuras
sobre los bloques poderosos en que respira cada siglo el Cielo!
¿Qué profundos centauros pacen sobre tu corteza embrujada?
¿Qué dromedario, ardiendo, come tu polen
y lame tus piedras claveteadas de rocío pálido y amargo?
(De Catedral salvaje, 1951)