
¡Oh, María!
Nosotros,
que nunca damos dos pasos a una distancia mayor de la que propone la temeridad
del ojo
ni más allá de la casa,
que jamás nos atrevimos a descender por las gradas de los muelles carcomidos
para abordar una balsa o esforzadas carabelas y emprender la travesía a tierras
desconocidas,
a la irascible morada del leviatán y del kraken, víctimas de adversa suerte o
conquistadores ávidos de poder y de riquezas;
los que tampoco miramos a la muerte cara a cara, ni ofrendamos a la guerra el
corazón y la espada
o lo blando de las vísceras al buitre o a la epidemia
(le abrimos en cambio un sitio del lecho, con complacencia,
amiga, madre o amante, guía de ciegos peregrinos),
ni tomamos a la fuerza el cayado del pastor
(¿quién precederá al rebaño, soberbio e indiscutido dueño de vidas y haciendas?
Quizá servidor austero…),
desde el polvo y la ceniza, de la rodilla humillada, del banco de tabla rústica
del anónimo artesano,
con la lengua trabucada,
con el óbolo del pobre, dos tórtolas, cinco rosas,
acudimos fervorosos para decirte:
¡Oh, María!
Jovencita de Judea, tu sí dio por
la progenie muda y sorda de la ciénaga una respuesta a las súplicas
de un Mendigo Omnipotente.
No hay sino una forma cierta de conocer el prodigio:
florece el ramo de lirios cuando hay acuerdo entre el Cielo y las sendas de la
tierra, entre el plan del Arquitecto y la aquiescencia del hombre.
¡Oh, María!
A asombro de tal especie, al éxtasis que despoja al discurso su vuelo,
cedemos también nosotros, trazos vanos de la pluma, el manchón junto al
tintero.
Forzamos a la Palabra hasta encontrar su reverso, una precisión ambigua, la
inquietud en el reposo de la frase bien trazada,
del signo interrogativo.
A menudo fracasamos.
No vamos a someternos a la sensatez del pliego.
¡Venza, pues, la tentación —absuélvenos, gran Señora— de mancillar la inocencia
del papel o el pergamino!
¡Oh, María
(Poema sin publicar, gentileza del autor)