Arrojas sobre la cama la capa de terciopelo. (¿Cuántas veces la has virado?)
Te alivias de los coturnos. Cuelgas atrás de la puerta el bicornio imaginario.
Pierden el color del bronce las medallas y, las cintas, la lujuria de la púrpura.
Un pliego lleno de apuntes, la dedicatoria mustia,
tratan de dejar del todo el libro descuadernado.
No reflejan los espejos la irrealidad de los símbolos.
Se conforman con la estampa de un hombre igual a cualquiera
(aunque a veces disimule su humanidad pura y simple
con la cera del bigote, con el monóculo ciego -¡oh, fondo de la botella!-,
con la pluma pendenciera entre la mano derecha y un botón de la chaqueta).
Anda a tu lado una sombra, un duende, un niño travieso.
(¿Quién dice que lo ha mirado, translúcido, escurridizo,
a la espalda, entre tus piernas, con el meñique y el índice
manchados de carboncillo, de la savia del tintero?)
Deja que él haga las muecas, que adopte las expresiones del sabio, el iluminado.
Arremanga tu camisa. Sal al jardín, a los patios.
Bebe un vaso de buen vino, moja tu labio en la espuma de una pinta de cerveza.
Prueba el café. Abre el oído: tocan música ligera, clama el voceador de diarios…
A tu mujer enamora (no exijas la del vecino). Charla de las cosas nimias.
En tu cabeza, la letra comienza a hacer la tarea. Roe la página blanca.
Para mi hijo
Poema no publicado, cortesía del autor para nuestra web.