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«Políticos y delincuentes», por doña Cecilia Ansaldo

Dos grupos humanos nos inspiran prevención: quienes ejercen el poder y quienes nos asaltan por las calles. A ese nivel de deterioro de la convivencia se ha llegado en el Ecuador...

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Dos grupos humanos nos inspiran prevención: quienes ejercen el poder y quienes nos asaltan por las calles. A ese nivel de deterioro de la convivencia se ha llegado en el Ecuador. Convencidos de que la democracia es el mejor sistema de gobierno y que ella se sustenta sobre el sufragio —y que el proceso de acceder a los puestos de conducción de una sociedad exige elecciones con toda su batería de iniciativas sociales—, los políticos han estado y siempre estarán en funciones. Pero, a la luz de la historia de este país, ¿sabrán ellos la carga de negatividad y desconfianza que el concepto contiene?

Fui profesora por más de dos décadas de una Facultad de Jurisprudencia y en ella vi cómo se iban transformando las conductas de los jóvenes que “entraban en política”. Llegué a escuchar de algún alumno desparpajado que quien redacta la ley sabe cómo romperla. Ejercitaron en las pequeñas campañas anuales para conseguir la presidencia de la Asociación y Federación de Estudiantes numerosas triquiñuelas para alcanzar votos. Algún audaz ofreció mi “cabeza” de profesora exigente, porque los descuidados perdían terceras matrículas y tenían que retirarse de la carrera. Calculo que eso debe de haber pasado en cualquier facultad o escuela universitaria, porque el microcosmos político parece arrastrar iguales vicios: decir una cosa y hacer otra, ofrecer imposibles en tiempos de campaña, estar dispuestos a los pactos y componendas por “altos fines” (según ellos), juguetear con estatutos y reglamentos, cabildear para reunir el número de votos indispensable para alguna resolución. Todo esto no quita que el acceso al poder tenga, con especiales personas, caminos límpidos y procederes justos. Pero basta saber un poco de historia o, simplemente, tener memoria para identificar las torceduras con que se ha gobernado al Ecuador.

Creo que hemos llegado al extremo de enterarnos de que algún conocido ha aceptado un cargo para lamentar su decisión y ponernos a la expectativa de su manera de llevarlo. ¿Tomará medidas favorables a la mayoría? ¿Favorecerá a su grupo? ¿Aceptará coimas? ¿Seguirá a su líder partidista hasta el absurdo? Sin embargo, a la hora de las declaraciones, las palabras “servir” y “pueblo” salen indefectiblemente de sus pomposos discursos, a ratos, enrevesados porque la expresión oral de muchos de ellos es paupérrima.

Lo de delincuentes viene a cuento de lo que todos sabemos: que vivimos una racha de violencia aterradora. El sicario y el ladronzuelo son violadores de la ley visibles, agresivos, callejeros. Caminan a nuestro lado, entre nuestros vehículos, detrás de la oportunidad de asaltarnos. Antes creíamos que el atracador buscaba al que tenía más para robarle lo que él no podía poseer; en cambio, hoy vemos que esos sujetos implacables les quitan a los niños sus mochilas, a los empleados que usan transporte público sus celulares modestos, a las mujeres que compran en despensas enrejadas las monedas del día. Las redes sociales hierven de videos tomados por cámaras de la ciudad que exhiben la osadía grosera de los ladrones. ¿Será el narcotráfico el que ha metido sus garras en muchos comportamientos? Esto es parte de nuestro Ecuador del presente, del que nos perturba y reduce a los ciudadanos. Qué triste que esos dos sustantivos juntos sean el título de esta columna.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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