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«Preciado», por don Marco Antonio Rodríguez

‘He aquí que soy poeta y mi oficio es arder’, la proclama de Antonio Preciado. Por sus raigalidades, hechizo y música, misterio y luz, repertorio de pueblos desgarrados desde sus orígenes...

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Foto: Diario La Hora

‘He aquí que soy poeta y mi oficio es arder’, la proclama de Antonio Preciado (Esmeraldas, 1940).

Por sus raigalidades, hechizo y música, misterio y luz, repertorio de pueblos desgarrados desde sus orígenes, pero más quizá por su oficio proverbial, la obra de Preciado se yergue alta y grave, arrebatada y tierna, sapiente y hermosa, tramada por la rabia y el vértigo, pasiones y conmociones, para adquirir resonancias únicas, gracias a la potestad de sus textos.

‘Sería de esperar que a mi cadáver/ le dé por seguir siguiéndome,/ se salga de esa inmóvil compostura,/ se vuelva popular entre los muertos,/ baile por alegría mis guarachas,/ cante por añoranza mis boleros’. La muerte vela y vuela por la creación de Preciado. Diosa, diabla, musa o mártir de tanto no morirse ella, se refugió en sus palabras. Los cadáveres hablan, escuchan y peregrinan junto a nosotros. Las tumbas rumbean, los entierros se abren como frutas en sazón a la pena, pero más a la exultación y a la danza. Conjuro y música celebran la ausencia. Despedida y fiesta, río torrentoso o manso, fluyen por la poesía de Preciado.

Poesía que se entrelaza y desenlaza en vibraciones y centelleos: ecos y voces de la raza negra de Antonio, paisajes, seres memorables, el tiempo y sus apariciones: río de la memoria. ‘Por eso cuando vine aquella noche/ gritando mi llegada/ traía el corazón/ atestado de abuelos,/ así como las sombras,/ sin cuerpos y sin manos,/ siguiendo un surco viejo,/ en el rincón más hondo del latido’.

Soles y lunas que abrazan, lujuria de mares y vientos intemporales, música de tambores, marimbas y timbales, cuerpos de mujeres y hombres tallados en ébano, viviendo y muriendo amor, glorificando la vida en sus luces y penumbras: ‘y ella no ha de morírsenos del todo/ como por ella quedaría el dicho,/ quien anda con tambores,/ a retumbar aprende’: exultación y regocijo. Y su reverso, el del infortunio y las carencias: ‘Yo la describiría/ como un dolor con canas,/ desilusión reseca,/ alarido encorvado,/ hambre de setenta años con la vista nublada/ anemia pensativa/ indignación reumática’.

En la obra de Preciado habitan brujos, duendes, viejos y sabios. Ambulantes de su escritura, solo a veces afectada por textos panfletarios, propios del ineludible “mensaje” de su generación. Su yo lírico evoca tiempos y espacios de su raza negra: sus hablas y caseríos, su cielo y mar, leyendas, usos y costumbres. El vértigo de sus construcciones es deriva del movimiento, de un continuo estallido, la chispa que provoca el fuego y que travesea de un lado a otro, sujeta por la mano del poeta.

‘Por allá por el norte,/ creo que por Tacusa,/ al lado de un peñón donde el mar se hacía trizas,/ había dos palmeras abrazadas/ frotándose a su antojo al aire libre./ Vamos, amor, juntémonos,/ aferrémonos,/ ¡puede ser que de pronto/ empiecen a crecernos las raíces!’ Lenguaje irónico y danzante: Esmeraldas de fiesta y jolgorio, de cohete y alarido, de olvido y penuria.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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