Me pregunto si el Ecuador, en verdad, es una república con poderes políticos responsables, sometidos a las reglas de la Constitución, con personajes representativos de una sociedad que crece sin más rumbo que la incertidumbre. Me pregunto si las leyes, más allá del papel, tienen eficacia, si enraízan en el suelo del país, si sirven al hombre común, al desempleado, al productor, al padre de familia. Me pregunto si las ciudades tumultuosas, sucias e inseguras son lugares para vivir o espacios para trampear los riesgos de cada día.
¿Qué decir del poder, de los poderes que compiten por bloquearse, de asambleístas que no representan más que a sí mismos, de una Asamblea que es un enorme griterío y un penoso espectáculo; y del Ejecutivo, atrapado entre temores y erráticos afanes de sobrevivencia, sin certezas políticas ni proyectos claros? ¿Qué decir de la falta de iniciativas eficaces frente a las multitudes de desempleados, a la angustia de los agricultores, al aterrador panorama de las cárceles y la violencia? ¿Qué decir de la burocracia que domina, y ante la cual no hay otro recurso que no sea agachar la cabeza y murmurar la inconformidad y la frustración, y qué decir ante la infinita tardanza de los jueces y las décadas que demora un juicio?
Me pregunto si al cabo de doscientos años de la fundación de la República, estamos a la altura de quienes lucharon por la independencia, de los que escribieron los primeros sueños, de los que combatieron la enfermiza vocación por el despotismo y la venenosa inclinación por la picardía. Después de estos tormentosos dos siglos, parecería que hemos construido un barquito de papel sometido al riesgo de todos los oleajes y a los cálculos de dirigentes que no son líderes.
Un barquito de papel que lleva a cuestas una constitución que es un lastre hecho para que las instituciones se hundan, para que el populismo prospere; un barquito que hace agua por todo lado.
Un barquito de papel con pilotos que disputan por el rumbo, con capitanes que no aciertan, con tripulantes que se desgañitan defendiendo intereses que nada representan más allá de sus proyectos y sus cortas visiones electorales, y que perturban la tranquilidad de los hombres y mujeres de a pie, y de todos los que sienten que el país les pertenece de verdad, como les pertenecen el porvenir y la paz que necesitan para hacer posible la dignidad en sus vidas.
Barco de papel. Literatura política barata y no instituciones, declaraciones rimbombantes y no leyes, oligarquías por representación y no dirigentes con tareas claras y responsabilidades efectivas. Pero eso sí, innumerables entrevistas para lucir habilidades discursivas y mensajes sin sustancia. Y además, escándalos a cada paso, excusas en cada esquina. Y todo entre la tormenta informativa que abruma.
¿Cómo entender la historia de la República después de tantos años, de tantos discursos vacuos, de tantos calculadores y tantas frustraciones? No hay nadie que esté a la altura de aquellos que imaginaron la República y dieron la cara y la vida por ella. Nadie.
Este artículo apareció en el diario El Universo.