«Ronquillo», por don Marco Antonio Rodríguez

Parecería que el color ‘dicta’ al artista lo que debe plasmar en las telas. O, en otros términos, se diría que el color abruma a Mario Ronquillo y lo que hace es conjugarlo en espléndidas manchas...
Foto tomada de la página de Facebook del pintor

Parecería que el color ‘dicta’ al artista lo que debe plasmar en las telas. O, en otros términos, se diría que el color abruma a Mario Ronquillo (Pujilí, 1943) y lo que hace es conjugarlo en espléndidas manchas, en cuyo núcleo gesticula su estupendo dibujo. Lo andino fluye en su vasta obra abstracta desconocida en nuestro tiempo, en un decurso inacabable desde el cual brotan alucinaciones y raíces de nuestros orígenes. Osos, montañas, cielos, danzantes, vacas locas, diablo humas… se convocan en un discurso indoamericano exento de proclamas y folclorismos.

Simiente y tiempo. Nuestras señas cardinales del ayer ancestral resueltas con maestría. “Presencia en el tejado de los Andes” (1991) constituyó una muestra sobresaliente de ese entonces. Cóndores metamorfoseados en banderas patrias, cristos inermes, despoblados, huellas de la conquista: argamasas humanas desgarradas ascendiendo por páramos donde ululan vientos inmemoriales. Para aliviar este amasijo doliente, flautas, pingullos y tambores o mínimos quindes con ponchos multicolores.

La mancha es el eje cardinal del abstraccionismo de Ronquillo. Llega a su esencialidad y extrae de ella formas mágicas con las cuales levanta un mundo sabio. Desde su muestra de 1977 (Galería Goríbar), hasta su recreación del Quijote, pasando por su “Manifestación transparente” (1979), donde sus figuras y ambientes erigían mundos de mágica transparencialidad, Ronquillo dejó series memorables. Después de esta etapa abstracto-neofigurativa, pasó a convertirse en cronista de nuestra ciudad.

Quito, ciudad de luces y penumbras. El moderno con zonas de rascacielos que obnubilan y no embellecen, que demuelen el presente y comprometen el futuro, con mansiones saturadas de opulencias; y el antiguo, con barriadas donde flamean las banderas de la iniquidad y el abandono; algunas desarrapadas y prendidas en riscos del Pichincha. (Las clases medias se desvanecen a paso irrefrenable).

El flagelo de dos pandemias ha desvalijado el Centro Histórico de Quito, uno de los más hermosos de América: la del virus que asuela a la humanidad y la encarnada por ‘munícipes’ marionetas del déspota que saqueó el país en la década extraviada; su más estrafalario exponente, el actual, zapatea, tobillo engrilletado, sobre esa masa anodina en que se ha convertido la ‘quiteñidad’. No obstante, allí está esa maravilla, respirando historia, esperando su regeneración, antes de que se cumpla lo de Joubert: “Los lugares desaparecen aunque parezca que subsisten”.

Imaginero de nuestro tiempo, Ronquillo revive el Centro Histórico con maestría. Materia y color se conjugan con dramatismo plástico, con sutilezas y destellos que obnubilan. Barrios antiguos, casas coloniales, calles, iglesias; atrios, artesonados, altares, púlpitos… son revividos por el artista. De sus manos salen Quitos resueltos para recuperar y liberar. Cada uno de sus Quitos tiene el signo de la unicidad. Relámpagos y fulgores originarios. Memoria y nostalgia.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*