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«Rubén Darío también hablaba en prosa», por don Bruno Sáenz A.

Texto preparado por don Bruno Sáenz Andrade, miembro numerario, con ocasión del homenaje que la Academia Ecuatoriana de la Lengua rindió a la memoria de Rubén Darío en el centenario de la muerte del poeta (febrero 2016).

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Texto preparado por don Bruno Sáenz Andrade, miembro numerario, con ocasión del homenaje que la Academia Ecuatoriana de la Lengua rindió a la memoria de Rubén Darío en el centenario de la muerte del poeta (febrero 2016).

Hablaba en prosa, el poeta hablaba en prosa tal y como Monsieur Jourdain, el burgués gentilhombre de Molière… Hablaba y escribía… No completó novelas que defendieran su talento para las construcciones espaciosas: un par de torsos de hábil narrador (El hombre de oro, fabulosamente histórica, y El oro de Mallorca, autobiográfica). No redactó tratados sistemáticos acerca de la lengua o de la sociedad, no era un Alfonso Reyes ni un Octavio Paz. Pronunció su charla cotidiana, despegada del compás y de los artificios del verso, con fluidez y singular competencia. Abarcó la correspondencia, la semblanza, la aguzada crónica periodística, el poema en prosa, el apunte autobiográfico y autocrítico.

Se me habría hecho difícil rastrear los textos del prestigioso, a veces pícaro hablador. ¿Las librerías de Quito? Sus estanterías exhiben una edición barata (cuatro títulos), e imprescindible. Se dispersan por el ancho mundo páginas sueltas y volúmenes alimentados por títulos agotados. ¿Dónde iba a conseguir las Opiniones, Y una sed de ilusiones infinita, El viaje a Nicaragua, Todo al vuelo o Tierras solares, que prolonga la exploración de España contemporánea? ¿O Viajes de un cosmopolita extremo, ensamblaje de más fresca data del Fondo de Cultura Económica? ¿En la tierra de nadie de la biblioteca pública? Escojo mi recinto privado, poblado de fantasmas sapientes, de las voces de mis maestros, Darío, uno de ellos. El hombre murió antes de los cincuenta años; yo lo excedo con veinte y más. He de retroceder a mi adolescencia de aprendiz. Lo descubro sentado a mi diestra, dispuesto, quien sabe, a aceptar la copa de coñac que estoy a punto de ofrecerle. Me despido de mis sueños. Debo atenerme a lo único asequible, las líneas impresas…

Abrevio, la prosa de Darío es, para mí, lo que tengo de ella, a mi alcance: Azul, las confidencias autobiográficas, Los raros, Cabezas, una selección de Cuentos y prosas,España contemporánea. La sombra singular se ha desvanecido, después de imponerme el diálogo silencioso, el del texto con el lector.

¿Contaré —las digresiones condimentan los platos de Darío— que durante un lejano paso por Nicaragua, la noche espléndida de Managua me hizo compartir esa emergencia de oros y de astros del universo modernista? El afrancesamiento, la devoción hispana, no desenredan la complejidad del nudo.

Las semblanzas, las memorias de viaje, pese a la mayor agilidad de las últimas, se acogen a características semejantes. Al tema esencial, precede a menudo la ubicación ambiental, social y geográfica, una geografía urbana; lo cortan y adoban apreciaciones, interpolaciones significativas, desvíos personales. La crítica es aguda, no analítica. La información, asombrosamente amplia. El despilfarro aparente resulta, a la larga, gesto de economía. La estética no mantiene relaciones de amistad con la avaricia.

La “pequeña biografía” de Edgar Allan Poe (Los raros), desvela la frecuente estructura típica de esas notas creativas, poco convencionales. Se inicia con una panorámica de Nueva York, la urbe edificada con el ajetreo del humano movimiento, con hierro y con murallas… El cantor no desdeña el canto a la libertad. Salta de las calles a la evocación de las entrañables figuras femeninas de Poe y, al fin, a la silueta del escritor, su linaje, su aspecto, su pensamiento matemático y su falta de fe religiosa (en él, la ecuación habría sustituido a la creencia).

El estilo de Los raros y de Cabezas es claro, como corresponde a la raíz parnasiana. Acumula referencias clásicas, translúcidas, no transparentes, maneras de expresión, de comparación que equivalen a un rodeo erudito. La adjetivación, no tan invasiva como suele suponerse, es oportuna. Se sujeta al ritmo de la frase y el párrafo. Lo redondea.

Los raros y Cabezas piden sus modelos a personajes, escritores, pensadores, y artistas, franceses, norteamericanos, de la América latina, españoles… Cabezas prefiere a los hispanohablantes y se desenvuelve con soltura entre los perfiles de Martí (cuya muerte lamenta), Rodó, Menéndez y Pelayo, Lugones, Alfonso XIII, el rey niño. Se detiene a interrogar a Ibsen, acudiendo a los datos disponibles y reinventándolo. El poeta camina al tranco de su época. No resisto la tentación de acariciar al vuelo a una borrosa Rachilde, autora de obras calificadas de diabólicas por su franqueza sexual (de decadente la califica Rubén) y su desdén por la moral socialmente aceptada.

Las prosas de Azul y de los cuentos, solitarios o encadenados a las galeras de una colección, han ser tratadas por cuenta de una manifiesta afinidad. Si Azul firma la partida de nacimiento del gran Rubén y de su escuela, los relatos aislados matizan el arte del narrador: el poema en prosa, la impresión, el relato (¿Alguien conseguirá desatar enredos inextricables? El ejemplo de Baudelaire, el de El spleen de París, no escapaba de esa ambigüedad).

Se modifica, pues, mi perspectiva. De la semblanza, de los retratos, me he deslizado a la ficción, a sus propuestas y exigencias, las consubstanciales de un argumento, del predominio de lo subjetivo, aun de lo caprichoso, de las reelaboraciones personales de la crónica y la tradición. Darío se entrega a la tarea con libertad, así su independencia lo empuje a romper con los esquemas ideales del relato. Prima la simulada inconsecuencia de la volubilidad poética.

Me gustaría descartar de entrada un tópico, desbrozarlo de sus exageraciones: el del escapismo, de las divinas ilusiones atribuidas a la prosa (y al verso) modernista. Nada hay de nuevo en mi aseveración: no cabe suponer la “pureza” de un texto que se coloca, radicalmente, a buen recaudo de la objetividad ineludible, del dato irrevocable. Suprimidas las experiencias comunes del escritor y de su público, extraordinarias o del día, el relato, la lírica, serían lisa y llanamente incomprensibles; la comunicación, inexistente. El non sense se nutre de la evidencia del absurdo, del presupuesto de una normalidad. La realidad se viste de la más alocada, extrema fantasía. Ciertos cuentos de hadas, de aparecidos, de animales humanizados, se inclinan, lugares comunes o no, al apólogo, a la versión disfrazada de hechos, actitudes, conflictos íntimos o colectivos. Los relatos preciosistas de Oscar Wilde, El cumpleaños de la infanta, El príncipe feliz, no disimulan el mensaje que, por su condición lírica, no se aviene a ser denuncia pura y simple. Véanse, en Azul, El rey burgués, La canción del oro, El fardo (llama la atención la inesperada apelación a la influencia de Zola). La fantasía no implica, no por fuerza, desconocimiento de la contradictoria cotidianeidad. Por cierto, no se pretende protesta directa, propuesta revolucionaria, verismo naturalista.

La sensualidad, poderosa, intensamente tropical, de La ninfa, por encima de la alusión clásica, no es sino otra forma, otra manifestación de un “realismo real”.

La muestra de Cuentos y prosas, es de variada temática, sin negar el predominio de lo religioso y legendario. Hay aquí relatos de mayor concentración, más ceñidos a la anécdota que los de Azul. D.Q., trae a Don Quijote a Cuba, suma sus armas caballerescas a las de las fuerzas que resisten a las de los Estados Unidos. El símbolo es noble y claro. Darío temió siempre la hegemonía yankee. Le atribuyó el carácter de una amenaza de transubstanciación que desolaría la cultura y la raza de nuestra América. Destella a trechos la pedrería mineral y verbal (Cuento de nochebuena). Campea la ironía: Febea, la pantera de Nerón respeta a la víctima cristiana y formula un juicio crudo, despectivo, del arte de su amo. En La admirable ocurrencia de Farrals, el vividor, de los funerales de su esposa, resalta las cotelettes de la comida que los ha sucedido. El extravagante Cuento de Pascua, pesadilla de cabezas cortadas (míticas, santas y regias, pregoneras de la resurrección de Cristo) inducida por la droga, se justifica al fin con la frase banal del médico: “Nunca es bueno dormir inmediatamente después de comer”. El amable humor de Las siete bastardas de apolo, las notas musicales, que loa y bautiza, del do en adelante: la postrera responde al poeta cuando le pregunta si su nombre es suave como una promesa y fino como un cristal, con eldel pentagrama. La ironía despoja al lector de la ilusión literaria, lo vuelve a la habitación der su casa, al rincón de los libros, a horcajadas de dos caballos, el de la realidad (irredimible) y el de la ficción (¿deleznable?)

Los Cuentos y prosas incorporan un testimonio actual de la pervivencia popular de las divinidades indígenas (Huitzilpoxtli) y una insinuación antisemita, Gerifaltes de Israel.

(Darío me lanza el sesgo de una mirada. Lo hace desde una tapa de cartón. Apunta, plausiblemente, a la cámara del fotógrafo).

La prosa periodística de Rubén requiere un renovado esfuerzo de adaptación. Cumple su propósito informativo, su elegancia reduce los brillantes adornos. La percepción del viajero, filtrada por la sensibilidad, no vira al análisis de fondo ni se detiene en la reseña pintoresca. Sustentan su valor la amplitud de miras, la riqueza de los datos recabados, la formulación de criterios cuya neutralidad no lastima una sinceridad poco deseosa de velar sus inclinaciones. Su erudición no es pedantería. Del mar a Barcelona, la ciudad de sus afectos, de esta a Madrid, el desembarco español le permite una revisión con ojos limpios (¿ha sido previamente meditada?), que contrasta la ciudad condal democrática e industriosa, contaminada con el virus independentista (Rubén lo diagnostica con la pupila del médico benévolo), y la capital del desvanecido imperio, Madrid, indolente, inepta para asimilar la dimensión del desastre de una guerra perdida, la de la secesión de Cuba… Ha arribado a su centro. Desde allí ha de ocuparse de la múltiple imagen española, provincialmente metropolitana. Sus notas se mueven de la impresión a la crónica, a la reflexión inteligente. A la virtud formal (su responsabilidad profesional no la eximía de una revisión; no la dio jamás), añade una palabra que, sin bajar a lo coloquial, se desnuda de perifollos. Diría que la intención del autor se deslinda de la escritura impresa, se pronuncia por un verbalismo próximo al de la plática. No suprime la armazón cambiante, caleidoscópica, el salto del tronco a las ramas, del follaje a la vara formidable. El libro en sí se torna observación caleidoscópica de la tierra y la sociedad peninsulares, especialmente madrileñas. Despliega el abanico de la villa: pasea por la legación argentina, va al teatro, lee poesía, redacta crónicas de sociedad y culturales, describe el carnaval, visita museos y exposiciones, se aficiona de letras, disputas religiosas, diversiones, toros (apuesta por el toro; no le atrae el “arte taurino”; tampoco cree prudente la prohibición de una actividad circense que desarruga los pliegues sangrientos del alma española). Su pluma pinta al rey, a libreros y editores, a los “inmortales” de la Real Academia de la Lengua, ilustres —Campoamor, Juan Valera, Menéndez Pelayo, Pérez Galdós— y deslustrados. Elabora, concede, diccionarios y otorga premios. Las Letanías quijotescas serán menos amables), roza la política, la educación, el modernismo, la mujer, la aristocracia, América y España… Desciende a la estadística, por ilustrar la penosa condición, laboral y social de las españolas. Ocasionalmente, la página se puebla de brillantes, contrapuestas imágenes, de reflejos de sol, de gemas… El supuesto despilfarro bien puede ser economía, administración sapiente. El ahorro, avaricia. España contemporánea, su apertura periodística, la variedad de enfoques y ambientes, los recortes tomados a una España de los albores de la vigésima centuria, enlazada ya, como la puntada inicial del tejido, con el presente ibérico, facilitan una introducción eficaz a la prosa de Darío. El vigía atento de un paisaje inmóvil o bullente desempeña la parte del reportero. El poeta se atiene a su misión de hablador, a su irreprimible necesidad de conducir la sensación y la idea hasta el vocablo, a la frase irreprimible. La letra colorea, por pinceladas, un lienzo dinámico: el grupo y el entorno no se ajustan a la simultaneidad de la imagen. Se desenvuelven a lo largo el tiempo, se encadenan a la sucesión natural, conveniente a la intelección, del verbo.

Historia de mis libros, aproximación en prosa a tres títulos líricos esenciales, no corresponde a un autoanálisis textual. Darío no tortura las vísceras, el corpus de su creación. Proporciona claves de su poética, de una inspiración que no se fía exclusivamente de la omnipotencia de las musas. Se apoya en el conocimiento, uno adquirido a fuerza de estudio y de universal curiosidad. Atiende a los hilos tomados a préstamo para su creación, a las influencias de las lenguas extranjeras, el francés en el vértice de la bandada (parnasianismo y simbolismo, Mendès y Verlaine), y a la voluntad de adaptar lo adaptable al castellano, de brindar al fecundo extranjerismo carta de naturalización.

A partir de Azul, Darío aplica al idioma ciertas ventajas verbales de otras lenguas. Enumera los recursos renovados de su poesía: el abandono de las ordenaciones usuales y de los clisés (el modernismo impondrá otros), la atención a la melodía interior, que contribuye al éxito de la expresión rítmica, la novedad de los adjetivos (el modernismo establecerá su propia rutina), el estudio y fijeza del significado etimológico de cada vocablo, la aplicación de la erudición oportuna, la aristocracia léxica. Poema por poema, saca a luz el aprendizaje asimilado, del Parnaso a la introducción del soneto alejandrino a la francesa.

De Prosas profanas, rememora su pertenencia a un período de lucha grupal, de defensa de las ideas nuevas, rebeldes a una pereza refugiada en el pasado y sus glorias (un eterno “Canto a Junín”). Repasa las composiciones de Prosas. (¿Hace falta mencionar las tristezas la Sonatina y los tesoros de amor de Margarita?). Azul planta los portones abiertos de un movimiento estético. La aparición de Prosas profanas anima“en nuestro continente toda una cordillera poblada de magníficos y jóvenes espíritus”. Y el alba americana se refleja en el viejo solar. Se reconoce en la tradición castellana. (Quevedo, Santa Teresa, Gracián). Afirma: “Como cada palabra tiene un alma, hay, en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es solo de la idea, muchas veces”.

Los Cantos de vida y esperanza,escribe Darío, son las “esencias y savias de mi otoño”. Recorre sus poemas, de acuerdo con reiterada costumbre. Sus versos exploran la poesía de idiomas extranjeros, la de los cancioneros antiguos y primitivos de la tradición española. El hispanismo de los Cantos es hondo. Rubén Darío ha flexibilizado el alejandrino español con el aporte francés, ha vivificado el endecasílabo y adoptado el hexámetro griego y latino. Tras las confesiones literarias, las de orden moral lastiman con una lacerada apostilla a una muy junta declaración de optimismo. No ignora el poder de los sentidos sobre una idiosincrasia calentada al sol del trópico, mestiza, donde la simiente del catolicismo ha de contraponerse a un tempestuoso instinto pagano… Lo agobia la obsesión de la muerte. Dios no ha sido para él confianza plena sino temporal refugio; la plegaria, desastrado paracaídas… No apuntala al penitente una fe suficientemente fundamentada y maciza…

Cierro la tapa. Aparto las consultas y sus dispersas conclusiones. Echo al sillón contiguo un vistazo furtivo. Nadie pesa sobre él. A nadie he de ofrecer ese coñac apetecible… La ausencia del espectro genial me autoriza a perpetrar una impertinencia. Mi primer libro había consagrado a su recuerdo un poema en prosa. Lo copio aquí. Transcribo mis balbuceos. No les he hecho variantes, salvo una, insignificante:

Memoria de Rubén

Alguien —su nombre importa poco y hasta si tuvo carne o era el viento, la confluencia de ideas vigorosas en el viento— le enseñó la palabra; sabía que en él comenzaba la música y convenía que hallara el instrumento, la pluma-flauta usada por los muertos para cantar.
Estaba hecho de tierra, tierra honda, habitada, por ello careció su canto de barreras. Como la mujer (aprendió a desmenuzarla con dientes y párpados), como el fauno que le cedió sus fauces para ayudarlo a comprender la vida (fruta).
Pero la careta del monje a la cabecera de cada fauno herido, brizna de incienso en el aliento de la última preciosa todavía pesado entre la barba y la garganta, lo turbaba. Su acento robó algo de ronqueras marinas. Príapo, el polvo y el centauro corrieron por sus vértebras, pisaron el camino del cerebro, hallaron aposento en los nervios ópticos, descendieron alucinados a las yemas de los dedos. Vio buena la existencia, sorbo de vino añejo o rostro agradable de mirar. (Su pecho, recipiente siempre abierto a la hora. El instrumento, caña en la boca durante el minuto de esparcir —¡color, semilla, voz de la imagen aprisionada entre los párpados!—, cantará cuando los labios se hayan retirado.
Muerte que pasa apenas,
verbo sobre aire).

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