Le decían “país de paz” y presumíamos que, con todas sus pobrezas, era un sitio para vivir y trabajar, que era nuestra casa, que sus calles eran la ruta al vecindario donde habíamos asentado nuestros hogares, que sus plazas eran espacios para estar y para reconocernos, que nos rodeaban hombres y mujeres buenos y respetuosos, con las puntuales excepciones de siempre. Que era una república.
Vivíamos aferrados a las creencias de que aquí había espacio para la esperanza, y que con dificultades y discrepancias, al final, estaba un proyecto compartido y un sentimiento de algo parecido a la patria. Que, pese a todo, la bandera aún nos convocaba con la misma ilusión que nació en las escuelas.
Hoy nos queda el dolor por la muerte injusta, bárbara, de un hombre valiente y bueno. Y ahora dudamos de nuestro destino.
Nos queda el luto y la tentación de hacer el réquiem por este Ecuador sin dirigentes, sin compromisos, sin gobierno y sin confianza. Nos queda esa tentación, pero no, no cabe ceder a ella. Hay que seguir adelante, asumiendo lo que queda de esta Republica ruinosa, asumiendo que hay que recoger sus pedazos y rehacerla con nuestro trabajo, con nuestra opinión, con nuestra tenacidad, y con el ejercicio de una ciudadanía que también parece evaporarse entre las mentiras, los temores, y el desasosiego de esta hora.
Mi homenaje a un hombre valiente.