¿Qué puedo decir yo sobre pasillos si la experta es la historiadora y pianista Jenny Estrada, a quien he oído disertar y tocar al respecto? Solo echar mano a los recuerdos y trazar mi historia personal que puede calzar con la de otros. Repetir, acaso, verdades de cuño para asentir que la convivencia dentro de una sociedad y sus rangos impone marcas, señas de identidad dentro de las cuales hay una banda sonora que se mece en nuestros oídos y brota a cualquier estímulo.
Fui la típica niña boba que se rebeló al gusto de sus mayores y pasó por encima de tangos, rancheras, boleros y pasillos porque era “música de viejos”. Se oyeron tanto en mi casa que los textos de las canciones se fueron impregnando en la memoria a tal punto de que las repetía sin querer. Simultáneamente, fui favorecida con la materia Música tanto en primaria como en secundaria, y al pie del piano de una monjita canté aquello de “Adónde irá veloz y fatigada / la golondrina que de aquí se va”. La música clásica entró en mi reino mental adolescente a partir de Mozart.
Ingresé tarde, por tanto, al mundo del pasillo. Ya había sido “tocada” por los poemas de los modernistas ecuatorianos que fueron primeros versos, líneas cortadas al imperio del ritmo y de la rima. Arturo Borja sollozó con “¿Qué habrá sido de aquella morenita que una mañana me sorprendió mirando a su ventana? Medardo me trinchó el corazón con su reclamo “Cuando de nuestro amor la llama apasionada”. Puro impacto de la palabra hermosa. Y luego la sorpresa: escucharlos cantados, quintuplicando su fuerza expresiva con la música.
¿Qué era ese llanto armonioso, esa queja firme y elocuente que yo no puedo traducir en notas o signos de pentagrama, pero que arraigué en mi psiquis para siempre? Son pasillos, me dijeron, son composiciones heredadas de España, pero matizadas en Ecuador, en la múltiple fusión de nuestra creciente habilidad para mezclar y transformar. Mestizaje al que solo los historiadores pueden ponerle fecha, pero que sella nuestro derrotero de pueblo construido a base de conflictos y de penas.
Con textos extraídos de su cuna lírica o con letras nacidas mientras la mano del compositor rasguea una guitarra, los pasillos derraman sabiduría y consuelo. Siempre tarareo “Grato es llorar cuando afligida el alma/ no encuentra alivio a su dolor profundo” porque dice una verdad catedralicia; o me río cuando recuerdo que un alumno creía que el pasillo Manabí había introducido una palabra inglesa al referirse al “pensil de las mujeres”. Resulta admirable que el léxico florido, las imágenes poéticas galanas hayan calado tan hondo en el imaginario popular y sintonizado con sentimientos hondos e inexplicables, enlazándonos en un sentir colectivo.
Se impone escribir el nombre de Julio Jaramillo. Concentré mi oído sobre él cuando lo encontré en la literatura, tan perceptiva de cómo su estilo y su voz acompañaron las soledades y las tristezas de los humildes. Y de los señores pasados de copas, que cerraban una reunión escuchando al ruiseñor del Guayas. Hay innegable poesía en la confesión añosa de quien le dijo a una muchacha “Mas al mirarte cerca me figuro que yo soy un castillo abandonado/ y tú un rosal abierto junto al muro”. Aunque se use y se abuse de Guayaquil de mis amores, su carácter emblemático nos golpea el alma. Tesoros, nuestros pasillos.
Este artículo apareció en el diario El Universo.