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«Siete vidas» (Gabriela Kizer)

Conocí la tristeza / una lluviosa mañana de enero / poco antes de cumplir cincuenta años. / Yo, que creí que me las sabía todas, / comprendí de pronto que mi amante / no me quería tanto como decía. / No se aguaron mis ojos...

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Conocí la tristeza
una lluviosa mañana de enero
poco antes de cumplir cincuenta años.

Yo, que creí que me las sabía todas,
comprendí de pronto que mi amante
no me quería tanto como decía.

No se aguaron mis ojos
(eso ya había ocurrido la tarde anterior
y la tarde anterior).
Tan solo le pasé un trapo con Maderol
a la mesita hindú de la sala
y luego un trapo seco
para que no se le fuese a empegostar
la caja de cigarros.
Pero fue un gesto escéptico, casi frío.

Miré sus lámparas y el amor
con que las había puesto hace nada.

Supe también que la palabra «empegostar»
es un americanismo y no figura
en el Diccionario de la Real Academia.

Repasé su piel, su ser, su rostro,
enteramente su cuerpo en la memoria,
y reconocí asimismo cuánto me los sabía.
Cuánto y cómo me los sabía.
Pero me dio flojera buscar la palabra
que reflejara esa intensidad.

Uno tiene derecho a sus venganzas,
me dije.

Durante toda la mañana
el sol estuvo saliendo y ocultándose.

Supe, por último, que seguiría buscando en sus ojos
la palabra definitiva,
que mi amor no caería de pie.

Pensé en los amores que tienen siete vidas
e intenté precisar por cuál íbamos.
Tal vez por la quinta, me dije,
quedan dos.

Fuente: Zenda.

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