No lo sabe tu oído. Escucha, por costumbre, los ruidos de la calle.
Atiende al intercambio de noticias banales, a las admoniciones
irónicas del sabio, al pregón zalamero del charlatán de feria.
A veces, lo conmueven la pasajera herida del verso o de la música.
(¡Oh, el andar con premura, la impaciencia del ala!)
No ha aprendido a saciarse con la voz de la ausencia.
Aceptas (no lo sabes) la incomunicación, la falta, la rotura del hilo imaginario.
Sientes la rara urgencia de tocar aldabones: llamas a la memoria,
a los recios portones de la imaginación, a tu libre albedrío.
Buscas en tus bolsillos. Subes a los desvanes, a revueltas estancias.
Tu ignorancia no impide que la boca de un hombre se abisme hasta el silencio.
Se ha ido un jirón del verbo: la sílaba, la lengua facunda del maestro,
el familiar saludo, la huida del amigo, la pregunta (¿una calle?
¿un bar? ¿un monumento? ¿el pan del mediodía?) del caminante anónimo.
Te resignas. La pérdida pesa poco, no llaga, no sisa tus haberes.
A la súbita siega, a la mudez, respondes mordiéndote los labios.