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«Tacco y la acuarela», por don Marco Antonio Rodríguez

César era bajito y labrado en metal incorruptible. Fornido, brioso, gallardo y, a la par, tímido y escurridizo. Cuidaba con esmero su traje y corbata negros y su camisa blanca...

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Transparencia (luz y agua que no permiten el más leve error, rehúsa enmendaduras o retoques), aire menudo y palpable, penetración creadora, minuciosidad e instantaneidad: los signos claves de la acuarela. Ese fue el género visual que más cultivó César Tacco (Amaguaña, 1918-Quito, 2004).

César era bajito y labrado en metal incorruptible. Fornido, brioso, gallardo y, a la par, tímido y escurridizo. Cuidaba con esmero su traje y corbata negros y su camisa blanca. Así acudía a ejercer su magisterio, y también a su cacería de ‘temas’ para su arte. Inquilino de la vida, arrendaba un departamento en una vieja casona del centro de Quito. Risueño, discreto, silencioso; se ufanaba de ser buen anfitrión, y lo era. Quienes habían oído hablar de su coraje —valeroso ante los infortunios que padeció—, al conocerlo, daban fe de su desbordante bondad. A fines de los sesenta expuso óleos en los que descollaba la intensa luminosidad que lograba en el color. Prados y lejanías que exhalaban luz mediante un tratamiento impresionista de la materia cromática. Pronto abandonó el óleo y se dedicó a la acuarela. Hernán Rodríguez Castelo señala: “En la pintura ecuatoriana del siglo XX su nombre está ligado indisolublemente a la acuarela, de la que ha sido el mayor representante y casi el único”.

La acuarela es una de las expresiones de las artes visuales más controversiales. Para unos es género fácil, para otros prueba de fuego de los pintores. La verdad es que se inició como un arte menor: sobre pergaminos se recreaban paisajes. Fluido intimista, de raíz creativa, pocas veces exornaba salones de la realeza; de a poco, fue avanzando, y acaso no haya pintor grande que no la haya ensayado.

Los inacabables rostros de la miseria fueron germen y partida del arte de César. Mendigos, paseadoras, cargadores, alcohólatras, vagamundos, habitantes de calle, desahuciados de la vida. El espíritu del ser humano se aprecia por su poder de fascinación y de arrebato. En César el arrebato alcanza una conmoción impresionante y contagiosa. Muchos de sus paisajes y personajes exudan hambre, dolor, soledumbre.

De domingo a domingo, salvo en horas de clases, recorría la ciudad para aprehender a esas criaturas desgarradas por el infortunio que se hacinan en atrios de iglesias y conventos o en rincones de la ciudad oculta, aquella que no queremos ver, la ciudad de los vencidos. Los domingos migraba al campo para recrear sus paisajes a la acuarela y respirar otros aires.

Mientras su madre agonizaba, César se mantuvo al pie de su cama, esbozando dibujos. Emergieron decenas de pasteles. Bitácora del ser que más amó hacia su postrer aliento. Dolor y fervor. Osada ofrenda a la belleza de una vida que se apaga. Todo se mueve, bulle, circula, escala o se despeña en la vasta obra de este artista. Asomo a la muerte y resurrección de los mundos estelares.

‘Todo lo que me nombra o que me evoca/yace, ciudad, en ti, signo vacío/en tu pecho de piedra sepultado.’

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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