El Español en el Ecuador (Madrid, Revista de Filología Española, anejo LXI, 1953), de don Humberto Toscano Mateus, antiguo miembro de esta Academia, está considerado como un estudio imprescindible sobre el uso de la lengua española en cualquier país de América. En las páginas 13 y 14 de esta obra encontramos dos párrafos de Federico González Suárez, quien también fuera miembro de la corporación, que nos recuerdan la naturaleza y la belleza de nuestro Ecuador. Es un momento ideal para recordarlo:
Pocos países presentarán —dice González Suárez— una configuración física tan particular como el Ecuador. La gran cordillera de los Andes, que atraviesa el continente americano desde el istmo de Panamá hasta la Patagonia, conforme se acerca a la línea equinoccial, se divide en dos ramales, que siguen paralelamente la misma dirección, desde el nudo de los Pastos, al Norte, en Colombia, hasta más allá de Ayavaca, al Sur, en el Perú: entre uno y otro ramal se extienden varios nudos, formando mesetas elevadas, valles profundos y llanuras extensas: desde abismos hondísimos, donde prosperan vegetales propios de climas ardientes, el terreno se va encumbrando gradualmente hasta la región de las nieves eternas, de tal modo que, en un mismo día, se pueden recorrer puntos en que reinan los más variados climas, pasando de los calores sofocantes que enervan en los valles, al ambiente tibio de las quebradas y luego al frío de las mesetas y cordilleras. Los ríos descienden de cerros elevadísimos y se precipitan por cauces profundos, abiertos muchas veces en rocas graníticas: ya nacen de lagos solitarios en lo más yermo de los páramos; ya se forman poco a poco de hilos de agua, que gotean de peñascos húmedos al pie de los nevados, o de arroyos que brotan en los pajonales; muchas veces, y es lo ordinario, el cauce es tan profundo y tan agrestes las pendientes que lo forman, que las aguas corren encerradas sin formar casi playas en sus orillas.
Los ramales de las grandes cordilleras se abren, dejando, como en Tulcán, espaciosas llanuras en medio; se acercan, aproximan y confunden, formando, como en la provincia de Loja, un verdadero laberinto de colinas, de valles, de cerros, de cañadas y de riscos enormes: se levantan y empinan en conos gigantescos, cuya cima se pierde en las nubes, como en las provincias de Pichincha, León [ahora Cotopaxi] y Chimborazo; se humillan y doblegan, haciendo altozanos dilatados, llenos de ondulaciones, como en el Azuay: y de trecho en trecho tienden cordilleras intermedias, que enlazan y unen las dos principales. Apenas habrá, por eso, un país cuyo suelo sea tan accidentado como el del Ecuador: el agrupamiento de montes, de cerros, de colinas; las llanuras, los valles, las pendientes dan a la superficie del terreno un aspecto tan variado, que, a cada instante, se presentan nuevos y sorprendentes panoramas».
De Historia del Ecuador, de Federico González Suárez. Quito, 1890, tomo I, pp. 27-28.