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«Una tarde con Agatha Christie», por don Óscar Vela D.

Así, nos encontramos en la elegante corte con una magnífica puesta en escena de esa novela que yo no recordaba haber leído, aunque siempre pensé que en mis años más jóvenes había devorado todas sus obras...

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Ese día primaveral en la etapa media del invierno londinense empezaría con una agradable caminata a lo largo de Portobello Road Market, la calle más famosa de Nothing Hill, rodeados de antigüedades y chucherías que tientan a los curiosos como si se tratara de los tesoros robados por viejos corsarios ingleses cuando regresaban a tierras británicas tras aquellas largas temporadas de bandidaje.

Y es que casi todo lo que se ofrece en ese mercado callejero son de una u otra forma joyas apetecidas y anheladas por sus visitantes, no tanto en el sentido económico (aunque muchas pueden valer miles de libras) sino más bien en el sentimental y de añoranza: aparatosas cámaras fotográficas de inicios del siglo XX, máquinas de escribir, discos de acetato, obras de arte, los primeros balones de fútbol o de rugby, guantes de boxeo, catalejos, balanzas, vajillas, manteles, adornos, cuberterías finas… En fin, reliquias familiares revestidas de esa pátina invisible que invita a imaginar infinidad de escenas que las habrán visto pasar por sus manos, que las habrán poseído o desechado, que las habrán deseado, hurtado u ocultado por razones que posiblemente nadie descubrirá jamás.

Tras un abundante desayuno inglés y un botín exiguo de recuerdos únicos de Portobello Market, nos dirigimos a Kensinton, un barrio elegante de calles señoriales, embajadas, restaurantes y pubs refinados, hasta que terminamos en el pintoresco Covent Garden, con su plaza llena de artistas callejeros, de bares con terrazas al aire libre, con sus tiendas de moda, artesanías y su majestuosa Royal Opera House.

Deambulamos por el West End, sin apremios, encantados por la magia de una ciudad que ha asimilado la modernidad, pero que nunca deja ser lo que fue siempre: elegancia, orden, señorío, cortesía, serenidad, pero también desenfreno, pubs, cervezas, single malts, gin tonics y gente de todo el mundo, porque el día en Londres puede ser tan flemático como sus habitantes de origen, pero la noche es una suerte de aquelarre con reminiscencias de Wilde, Woolf u Orwell.

Y es que resulta inevitable transitar por las calles de Londres sin evocar deliberada o involuntariamente a Shakespeare en el Puente de Londres, a Conan Doyle imaginando escenas y rincones para dar vida a Sherlock Holmes en algún rincón de Winchester Walk, a Dickens siguiendo los pasos de Oliver Twist por los callejones de la ciudad vieja, por lo que habrá sido y aún es Borought Market, la Torre de Londres, Westminster y el eterno, gris y caudaloso Támesis.

Sin embargo, en algún punto de aquella caminata, apretamos el paso porque esa tarde habíamos hecho una cita nada más y nada menos que con Agatha Christie, la Duquesa de la muerte, la Dama del misterio, la Reina del crimen. Debíamos atravesar Hungerford Bridge para pasar al otro lado de la ciudad, flanqueados por el desangelado London Eye y acudir así a las dos y treinta de la tarde, con puntualidad inglesa, al London County Hall, en el que se ha montado una corte inglesa que funciona desde varios años como un teatro en el que se representa la obra Witness for the Prosecution, novela de Agatha Chistie que en español se tradujo como Testigo de cargo.

Así, nos encontramos en la elegante corte con una magnífica puesta en escena de esa novela que yo no recordaba haber leído, aunque siempre pensé que en mis años más jóvenes había devorado todas sus obras.

De modo que habíamos cumplido con uno de los objetivos de aquella visita a Londres, visitar a Agatha Christie, a través de sus personajes y de su historia, en una sala de audiencias en la que el juez, sus asistentes legales, el jurado, el acusado y sus acusadores, los abogados de la defensa y el fiscal con sus testigos de cargo, resolvieron en un par de horas un singular caso criminal que, como casi siempre me sucedía con sus obras, tenía un giro imprevisto que hacía casi imposible anticipar quién fue el verdadero asesino.

Este artículo se publicó en la revista Forbes.