Basta reparar con detenimiento en una acción que repetimos para captar sus significados. Hace días disfruté de una excepcional película en una sala de cine donde había solamente dos personas. ¿Qué ha sucedido, me pregunté, para que décadas después de consumir este maravilloso espectáculo llegáramos a esto? Y claro, afloran las respuestas en medio de un aluvión de recuerdos. Soy asidua al arte cinematográfico desde mi infancia y podría dar cuenta de las salas de proyección de una Guayaquil tranquila, de la clase de películas que consumíamos de los sesenta en adelante, de las costumbres de una comunidad que escuchaba el himno nacional dentro del cine cuando era fecha cívica.
Hay que aceptar que acudir a ver una película —siempre dos en las funciones de dos, seis y ocho de la noche— era el entretenimiento supremo. Tal vez las fiestas estaban por encima de ello o pasear en vehículo por el bulevar. Los programas siempre tenían público y se dividían entre luneta y galería, con muy módicos costos. El cine de barrio era un lugar importante y los vecinos de una de estas edificaciones los teníamos como punto central de nuestros intereses. Yo consumía cine mexicano, argentino y, naturalmente, el que llegaba de Hollywood, con una temprana preferencia por el drama. “En los problemas radica la vida”, se decía, y yo lo creía puntualmente.
Cuando la tecnología fue llenando de pantallas nuestra vida doméstica, las historias en audiovisuales se instalaron para siempre, robándonos eso sí, el rito de la asistencia a la sala enorme —se abría un telón antes de las proyecciones—, del codeo en la oscuridad y la frecuente vibración emocional a costa del traslado imaginativo que nos permitían las imágenes. No voy a renegar de la comodidad del que fuera famoso “cine en casa” en la medida del tamaño de las pantallas. Pero cuando quiero apreciar de verdad el arte que consiguió el movimiento por medio de la repetición de las figuras, asisto a una sala y me dejo llevar por la ola de emociones. Le entrego a una buena película concentración, oído atento, ojo ágil, trato de darme cuenta de que la banda sonora me manipula, de que los encuadres y la posición de la cámara me sitúan, de que los colores —el marrón amarillento, la oscuridad verdosa, los azules difuminados— crean estado de ánimo. Y que consumir cine exige información previa y análisis crítico posterior. Todo eso le damos.
Por estas razones, que una función dedicada a Tár, de Todd Field y con la enorme Cate Blanchet como protagonista, en uno de sus más memorables papeles, consiguiera dos espectadores, me anonadó. ¿Dónde están los guayaquileños que tendrían que ver en vilo esta cinta, exclamé, para recrear la Quinta sinfonía de Mahler, para entender lo que el ego y la vanidad pueden hacerle a una estrella de la música clásica, para admitir que no se puede jugar con personas por el capricho de verlas sujetas a la admiración y el oportunismo? La cinta corrobora que el patriarcado es un sistema que se mantiene sobre las bases de un modelo de conducta y que ese modelo bien puede encarnarlo una mujer.
Sé que tengo que repetir la película porque muchos diálogos exigen ser repensados, porque la defensa de Bach brinda extraordinarios argumentos, porque la soberbia del talento y del éxito construyen y derriban al ser humano.
Este artículo se publicó en el diario El Universo.