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«Viento y soledad en Delos», por don Juan Valdano

Incólumes permanecen aún unas pocas columnas del templo de Hera; no lejos de ahí, en dirección al puerto, se extiende la marmórea explanada del ágora, ámbito para el parlamento y el negocio, el palpitante corazón de la polis...

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Era temprano todavía cuando el barco en el que viajábamos yo y mi esposa llegó a Mykonos, la isla griega de los molinos de viento. No fuimos allá en busca de los inigualables placeres que ofrecen sus playas de blanca arena, ni de sus bares con terrazas frente al mar, ni de sus discotecas en las que día y noche estalla la música. Fuimos porque en Mykonos debíamos abordar un ferry que nos trasladara a Delos, pequeña isla que está al centro del archipiélago de las Cícladas y que, según el mito, fue la cuna de Apolo.

Tierra de grandes leyendas, roca emergida del mar, Delos surgió de las azules aguas del Egeo agarrada del tridente de Poseidón. Lugar escogido por Zeus para que allí nacieran Apolo y Artemisa, los hijos gemelos de Leto, la ambivalente diosa de toda luz como de toda sombra.

Hoy es un lugar de interés arqueológico, árido y abandonado donde ladra el viento, paraje desolado sin árboles ni sombra protectora y en cuya explanada se yerguen las ruinas de una ciudad que germinó hace tres milenios y de la que solo quedan muros derruidos, piedras mordidas por el tiempo, estrechas callejuelas por las que trajinó el ir y venir de una ciudad que fue próspera en esos lejanos días en los que Atenas estaba gobernada por Pericles y la pequeña isla ostentaba ser la sede de la llamada Liga de Delos.

Incólumes permanecen aún unas pocas columnas del templo de Hera; no lejos de ahí, en dirección al puerto, se extiende la marmórea explanada del ágora, ámbito para el parlamento y el negocio, el palpitante corazón de la polis; y más allá, recostado en la suave pendiente de una colina, se despliega el semicircular anfiteatro del antiguo teatro de Dionisos y en cuyo proskḗnion algún famoso actor, cada tarde de primavera, habrá recitado los solemnes versos de Esquilo, aquella escena en la que, para catarsis de los espectadores, la mendaz Clitemnestra asesina a Agamenón su marido. Flanqueado por leones de piedra en cuyas fauces ruge el viento se abre un camino que nos lleva a las derruidas puertas de la ciudad.

Hace unos tres mil años Delos debió haber sido un paraíso de verdor y vida. Homero lo nombra en la Odisea en un pasaje en que Odiseo compara la belleza de Nausicaa con una palmera que dice haber visto en Delos, “junto al ara de Apolo”. Tal visión permite al héroe evocar una de sus visitas a la isla, pues dice, “estuve allá con numeroso pueblo en aquel viaje del cual habían seguirme funestos males…” (Rap. VI, 162-165)

Bajo el deslumbrante sol mediterráneo y teniendo a nuestra vista el apacible mar de Odiseo que en suaves olas llegaba hasta la playa me atrapó, de repente, la fantasmagórica imagen del mítico héroe que sobreponiéndose a incontables desdichas enrumbaba, una vez más, su cóncava nave a la desolada orilla de la isla. El incesante quejido del viento entre las ruinas me devolvió a la realidad.

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