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«Viracocha», por don Marco Antonio Rodríguez

Los pasos iniciales de Viracocha están impregnados de los griegos Policleto el viejo y Mirón, el genio que instauró el movimiento en la escultura. Pero pronto volvió a su comarca indígena...

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Foto: La Hora

Un día Viracocha, el ‘gran Dios’ —cuenta la leyenda—, se fue para siempre. Lloró al despedirse. Y todos lloraron. Muchos quedaron de por vida buscándolo en el sol, seguros de que el dios se había encarnado en el astro. Pero el hombre que osa ver cara a cara el sol debe morir. (El artista lleva ese nombre: Luis Viracocha, Quito, 1954).

Asciendo por la Calle de los Escultores (nororiente de Quito). Inmemorial escalera de nuestros ancestros. (Las calles son los corredores del alma y de las oscuras trayectorias de la memoria). Desde el final de la Calle, se vislumbran sendas entrelazadas como un tapiz bordado con gamas de verdes y tierras trazadas por estrategas militares. En esta zona el artista levantó con sus manos su casa con frontispicio de piedra.

Los pasos iniciales de Viracocha están impregnados de los griegos Policleto el viejo y Mirón, el genio que instauró el movimiento en la escultura. Pero pronto volvió a su comarca indígena. Él y ella congregándose como una sola criatura emergida de una mazorca de maíz. La mazorca de maíz: dadora, riente, pródiga, y coadunada a ella, hombre y mujer en el eviterno abrazo de la fecundación de la vida. Esta serie del artista segrega ternura, camino y horizonte. Viracocha hunde sus manos en el amor constelado por la sabiduría de brujos, mitos, tradiciones de su embrión indígena. La mazorca es una, el hombre y la mujer son uno, así como el amor, la vida y la muerte.

‘Eras pura noción de piedra,/ rosa educada por la sal,/ maligna lágrima enterrada,/ sirena de arterias dormidas,/ belladona, serpiente negra’. La serpiente es diosa en nuestras culturas originarias, elemento consustancial de la obra de Viracocha. Soberbia, deslizante, siempre imperiosa, se alza hacia el firmamento, desafiando el tiempo. Su ‘Puerta andina’: maderas rústicas. Sogas, cabestros, nudos. Desgarros y miedos, rostros persiguiendo la luz. Un eco de siglos se desprende de esta obra.

Cada serie de Viracocha es un haz de símbolos devenidos de la cosmogonía andina. Piezas que son meditaciones sobre la sustancia. Impulsos de vida naciente. Piedras y mármoles del silencio y la sabiduría, ascenso y luz, fecundación cósmica, reflejos seminales. Celebración del pasado en cuyo centro bullen vida y muerte, proyectándose a un mañana en el cual el tiempo se borra.

Cuando trabaja Viracocha relampaguean su abundante cabello, sus manos y rostro terrosos. Estampa de un chamán. Interacción con el espíritu de sus ancestros. Clarividencia. Posesión. En cada una de sus series afina cadencias y la gravedad va cediendo a la pesadez gracias a sus destrezas; desbastados, formas, líneas, volúmenes devienen símbolos. Tiempo revertido en extensión, y el tiempo es sólido o se concretiza en figuras y formas que extasían y convocan a acariciarlas para verificar su verdad, como el amor.

‘Serpiente labrada sobre un muro/ el muro al sol/ respira, vibra, ondula,/ trozo de cielo vivo y tatuado:/ el hombre bebe sol, es agua, es tierra’.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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