Sucedían los sesenta del siglo XX. Andy Warhol, el Sumo Pontífice del arte pop y Ultra Violet, creaba la escena más explosiva desde la fisión del átomo: “Somos el arte vivo en carne y hueso”, proclamaban. Pop llamaron los medios a la propuesta. Ocurría en Nueva York, nuevo centro del mundo. Violet (Isabelle Collin Dufresne), millonaria francesa, entraba como tornado en Nueva York, erigiéndose en superestrella de Warhol.
Pop: apócope de popular, arte pop: apropiación de las imágenes sagradas de la cultura urbana de masas. Warhol trabajó un arte con intencionalidad pública que renuncia al elitismo de la abstracción. Figura poliédrica: artista, performer, cineasta, escritor de fácil legibilidad y filósofo, a su pesar.
Warhol actúa sobre objetos del consumismo: Coca-Cola, sopa Campbell o sus ídolos de escayola. Su arte, vivo en estructura y figuración, colores simples y brillantes y aprovechamiento de imágenes de la publicidad. Repudió la belleza ideal y buscó una respuesta estética en los anagramas del supermercado.
Su cosmos fue un tiovivo para peleles enquistado en un descomunal artefacto succionador: Nueva York. En su Factoría albergó a quienes querían ser famosos, y fama buscan los poderosos de toda gama. Calvo, albino, miope, huraño, solo, nihilista, católico, decía que la gente “debería enamorarse con los ojos cerrados”; Arthur Danto cuenta que Warhol evitaba los espejos.
Su duodécima casa estaba bajo la influencia del sol a la hora de su nacimiento (0:00 horas). Warhol fue ese sol de medianoche, el sol negro. Acaso por eso sus adoradores no supieron si su dios fue o no artista. Se lo comparó con el divino Amadeus. Warhol demoraba una hora en filmar una película de una hora y Amadeus cuatro días en cuatro conciertos. En pleno mundo capitalista enarboló sus propios íconos: no Cristo, no Washington o Whitman, sí Marilyn, la pequeña Madre de Dios. Warhol eleva el copón ofreciendo a la cofradía norteamericana: “Mi alma glorifica a Marilyn…”
Este artículo apareció en el diario El Comercio.