¿Ha advertido usted, lector, que, de un tiempo a esta parte, aquello de la “sociedad civil”, que fue el comodín de todo foro, argumento del debate y nota dominante en tantos libros y entrevistas, ha desaparecido del vocabulario de académicos y de gente que presume de culta y del habla del hombre común, que apelaba también a ese argumento? De pronto, la “sociedad civil” se ha transformado en la gran ausente. Y lo curioso es que muchos de los que propiciaron la discusión a partir de su romántico concepto, ahora ni la recuerdan. ¿Qué pasó?
Ocurrió lo que era probable, o más bien, lo que debía suceder: que a la sociedad civil se la entendió como argumento político útil para construir un Estado grande, como argumento para encubrir los apetitos de poder y escalón para subir. Y nunca se la vio, sinceramente, desde la perspectiva del “otro yo de la política”, del espacio del individuo autónomo para crecer, de la familia para vivir y de la cultura para crear. No se la vio como la generadora legítima de costumbres, opinión, valores, arte, literatura. Me temo que nunca se asoció con suficiente fuerza su concepto con lo fundamental: las libertades.
El problema va más allá de la curiosidad intelectual en torno al destino de la “sociedad civil”. El tema alude a una realidad innegable: hay países con estructuras débiles e instituciones precarias, con poca o ninguna memoria histórica, en los que la política coyuntural lo invade y destruye todo, copa espacios desde el recurrente asunto de las elecciones y de la acción de los gobiernos, hasta las ferias de libros y las exposiciones de fotografías. Y en esto, la propaganda es un agente poderoso que construye un nuevo imaginario, una distinta visión, ya no desde los ciudadanos, ya no desde la escuela o la universidad, sino desde la perspectiva gubernamental, partidista, ideológica o electoral.
Lo grave es que todo se empapa de la lógica del poder que se ejerce, o del poder al que se aspira, y se lo hace en forma excluyente, ya desde la izquierda ya desde la derecha, pero siempre con visos de verdad absoluta, de tesis indiscutible. Y la sociedad civil se transforma en lo que ahora es: un pasivo receptor, una palabra que se recuerda cuando conviene.
El tema es significativo, al menos para mí, porque cultura, costumbres, tradiciones, procesos sociales y modos de vivir; religión, moral y diversión, son tareas que, con notables excepciones —los socialismos, por ejemplo—, nacieron, prosperaron, decayeron y renacieron desde la sociedad, desde la familia, la escuela, la universidad, la cátedra, el libro o la película. Son patrimonio de los individuos, espacio de las personas. De allí la virtud de la creatividad y el secreto de la diversidad, porque los actores, los creadores, son muchos y son libres.
El tema es importante, porque cuando hay “sociedad civil”, las libertades trascienden del concepto de concesiones del Estado, y se las entiende como potestades personales, sin los cuales las comunidades se vuelven uniformes y domesticadas, y los ciudadanos, buenos y satisfechos consumistas, y pasivos cómplices.
Este artículo apareció en el diario El Universo.