«Recuerdos del tren», por don Fabián Corral B.

De los viajes en tren me queda el recuerdo de las madrugadas friolentas en el andén de la estación, el ajetreo de los ferroviarios, el estruendo de la locomotora y los coches helados que imponían el uso de abrigos...

De los viajes en tren me queda el recuerdo de las madrugadas friolentas en el andén de la estación, el ajetreo de los ferroviarios, el estruendo de la locomotora y los coches helados que imponían el uso de abrigos y ponchos.  Veo aún, a través de los años, a los vendedores de corozos y de caballitos de palo. Veo los rostros intemporales de los “colectores”, con quepis al estilo militar, que recorrían los coches perforando los boletos y anunciando paradas.

A la agitación de la partida sucedía el traqueteo del convoy, los paisajes repetidos que suscitaban nuestra curiosidad de adolescentes. Cada parada revivía al pueblo de ocasión. Subían pasajeros que traían consigo el viento paramero. Eran hacendados arrebujados en sus ponchos de castilla, o comerciantes y pasajeros que iban a Guayaquil, almidonados e incómodos en su mejor traje.

Tras la ventanilla del coche se adivinaba la vida aldeana. En Columbe, el tren paraba junto al corral de ordeño de una antigua hacienda. En Cajabamba, “doñas” y mestizas vendían habas y papas humeantes. En Guamote, el mixto paraba largamente y se agitaba el cotarro de vendedores de tortillas y hornados.  Allí era de rigor comprar los dulces de don Lucho Armijos. En Palmira, estación famosa por la soledad y el frío, una mujer enchalinada recorría los coches ofreciendo canelazos. Su voz sonaba distante y extraña entre la modorra de los pasajeros, acoquinados por el paisaje de los arenales, transitados solamente por chagras con ponchos de colores encendidos, jinetes en caballitos parameros, que calzaban espuelas en el pie desnudo.

Más allá de Tixán, el puente de Shucus ponía una nota dramática sobre el abismo. Desde su asomo se veían   las estribaciones de la cordillera.  Después, estaba Alausí que era una estación mayor, una especie de punto de partida hacia la Costa. Los páramos y pajonales habían quedado atrás. Se anunciaba desde allí otro clima y otra realidad.  Cuando el tren descendía hacia el Chanchán, en las profundidades de las quebradas, las minúsculas huertas de café y los primeros plátanos ponían su nota distinta en las breñas andinas. La Nariz del Diablo despertaba la emoción viajera de los pocos gringos que se aventuraban en el tren. Entonces, salíamos al estribo del coche o subíamos al techo a hacer gala de audacia sobre el abismo que sorteaba la habilidad del maquinista.

En Pistishí, comenzaba el calor seco del subtrópico, que se iba acentuando a medida que el convoy serpenteaba junto al río y se metía en esos túneles mágicos que aún hoy guardan su encanto.

Huigra conservaba los vestigios de su antiguo prestigio ferroviario. Allí estaban, y están aún, las viejas construcciones y campamentos de los primeros años del ferrocarril. Sus casonas de madera y caña brava y sus corredores amplios marcaron una época en la arquitectura rural de la región. Huigra es todavía un pueblo de buganvillas, pero su gran ausencia es el tren.

Después, venía la Costa. De allá, entre montañas agrestes, venía el mixto repleto de gentes distintas, desenvueltas, bulliciosas, con los coches oliendo a piñas y a pescado.  Venía el tren con la sofocación y la humedad del trópico, con los periódicos de Guayaquil y los pasajeros de guayaberas y zapatos blancos, que se veían extraños en los andenes ásperos de las estaciones serranas.

Los que viajamos en tren, le guardamos en el recuerdo de un país que fue.

Este artículo se publicó en la revista Forbes.