Me he pasado la vida conversando, tal vez por eso hoy aprecio tanto el silencio. Sin embargo, sigo defendiendo que los intercambios entre afines y hasta los respetuosos choques con los opositores nos regalan grandes momentos. Hay toda una gimnasia intelectual en hacerlo: desde escuchar tratando de asimilar la posición ajena hasta la ordenada elaboración de los argumentos propios.
Esta tarde, el Centro Cultural Ecuatoriano Alemán retoma las actividades que le han sido características, en una fecha señera —su exacto aniversario número 67— con una conversación en la que vamos a participar dos personas ligadas a los libros y a la Feria del Libro de Guayaquil. Admiramos la cultura alemana que se trasluce a través de la educación de sus colegios, de empresas y de iniciativas binacionales de largo desempeño en nuestro medio.
En materia de literatura de ese país, por efectos de la indispensable traducción, poco ha llegado a nuestros núcleos lectores. Todos sabemos “algo” del Fausto, de Goethe, de Kafka porque siendo checo escribió en alemán, de los premio nobel Thomas Mann y Hermann Hesse. Que un autor se haga famoso porque se filmó una película de uno de sus libros es fenómeno de nuestro tiempo; ese es el caso de Bernhard Schlink, autor de El lector (1995). En Europa, la novela fue un verdadero fenómeno de ventas, pero fue el cine que, en 2008, universalizó su historia y su condición de “un clásico moderno”.
Luego del Holocausto se desbordaron los libros testimoniales. Los sobrevivientes emprendieron la difusión de los horrores sufridos como un acto de indispensable memoria, para que la barbarie no se repitiera. Es bueno leer lo que escribe un hijo de la generación alemana nacida durante la II Guerra y que creció sufriendo sus estragos, pero mirando y juzgando la actitud de sus mayores. Por eso esta novela en tres tiempos empuja una historia que a ratos es de amor y en otros, de un ahondamiento interior de parte de un hombre que se ve forzado a entender el pasado por la vía de un vínculo personal.
Como cualquier aficionado a las novelas sabe, las narraciones en primera persona tienen una limitación: pueden abundar en los pensamientos de una conciencia, pero desconocer lo que piensan los demás. Así pasa en El lector, que cuenta los avatares de un protagonista desde los 15 años hasta la madurez, siempre desconcertado ante el cerrado silencio de la amada, ligado a ella tanto por el frenesí adolescente como por una poco común petición de ella: que le lea en voz alta libros de variada temática. Y entre amor y lectura transcurre casi un año de felicidad.
El reencuentro, viviendo un juicio contra intervenciones nazis, saca la habilidad del jurista que es el autor, para que entremos a la indispensable labor de juzgar sobre culpabilidad u obediencia, sobre sometimiento y miedo. ¿Se puede salvar la dignidad cuando hay opresión? ¿Se puede ver desde lejos a los culpables cuando se ha amado a uno de ellos? Muchas son las preguntas que se hace el personaje, en la necesidad de entender lo que ha ocurrido en su país y lo que le toca enfrentar a él.
Esta es una de las riquezas de la ficción: la de interrogar a los lectores para sacudir el polvo que la cotidianidad nos echa encima, para renovar mirada y comprensión de esta siempre enigmática humanidad.
Este artículo se publicó en el diario El Universo.