pie-749-blanco

«Damas», por doña Cecilia Ansaldo

Cuando se quiere distinguir a una mujer, se la denomina dama. La palabra, como tantas, viene de antiguo y está ligada a la escala de superioridad social. Era la compañera del domino o señor, y desde allí...

Artículos recientes

Cuando se quiere distinguir a una mujer, se la denomina dama. La palabra, como tantas, viene de antiguo y está ligada a la escala de superioridad social. Era la compañera del domino o señor y desde allí, por derivaciones lingüísticas, la tenemos en español, laxa y ubicua para señalar no solo rango social sino un arquetipo de conducta femenina. Por tanto, ser llamada dama suena a requiebro porque se le reconoce a la mujer desde porte físico —ese imponderable que llaman “clase”, sin ponerle apellido— hasta conducta intachable.

Como la palabreja tiene historia, a mí me da por reparar en el eufemismo “damas de la noche”, portadora de flagrante contradicción, cobarde como muchos de los sintagmas huidizos, que no llaman las cosas por su nombre. La profesión más antigua del mundo está allí, frente a los ojos de todos y mientras la ciudadanía no toma en cuenta a sus practicantes porque prefiere mirar hacia otro lado, la mitad de la humanidad solicita sus servicios. La prostitución es una realidad mundial, que cuenta con legislación según el país que la integre a su orden colectivo o la deje operar en la clandestinidad.

Cada época ha dejado registro de sus prostitutas en obras históricas y literarias y el cine nos ha permitido verlas con sus vestidos distintivos, en sus cuartitos con lamparillas rojas en los dinteles o gozando del favor real, cuando han tenido la suerte de moverse en cortes y serrallos. Casi siempre la elección de esa práctica proviene de una desgracia: una violación, un abandono, la pobreza extrema. Por eso resulta más paradójico ligarlas a los festejos, a la alegría, al baile, a menos que en la mascarada que ejecutan para captar a los clientes, un rostro que ríe prometa los regodeos del placer. Jamás olvido a Sonia Marmeladov, la santa pecadora de Dostoievsky, que callejea dentro de la más aguda tristeza.

Lo cierto es que detrás de una mujer que se vende hay una actividad económica que, en los casos de clubes y cabarés, puede ser un auténtico negocio. Leo que en España se mueven cinco millones de euros diarios con la prostitución y la trata, dado su carácter de puerta de Europa y de la enorme proliferación de proxenetas, entregados a engañar muchachas para engancharlas en una gigantesca red de explotación. Las migrantes son las principales víctimas de esa cacería con redes invisibles, como bien lo retrató Javier Cercas en el primer capítulo de su novela Independencia (2021).

El tema sale ocasionalmente en los medios de comunicación, en términos que no movilizan acciones sociales. Los escritores se acuerdan de las “damas de la noche” y las integran a sus ficciones. La calle Salinas, de Guayaquil, aparece en varias novelas de autores que conozco. Las chicas trans se ofrecen en la calle Hurtado a partir de las ocho o nueve de la noche. ¿Acaso, me pregunto, frente a frecuentes avisos en las redes de niñas y adolescentes desaparecidas, no estará operando una banda de trata que las secuestra y recluta para sus nefastos menesteres? Sé que también hay prostitución masculina, pero el problema es dominantemente un problema de mujeres. Proviene de una matriz de oferta y demanda, porque donde hay compradores potenciales habrá productos. Y cuando se cree que el cuerpo de las mujeres es mercancía, siempre habrá comerciantes dispuestos para el negocio.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

0 0 votes
Article Rating
0
Would love your thoughts, please comment.x