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Artículo sobre don Vladimiro Rivas en el diario El Universo

El Diario El Universo publicó el artículo que reproducimos a continuación, obra del escritor Leonardo Valencia, en el cual se habla sobre el libro «Navegaciones. Ensayos escogidos», de don Vladimiro Rivas Iturralde.

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Foto: Eduardo Varas, para Primicias.

El Diario El Universo publicó el artículo que reproducimos a continuación, obra del escritor Leonardo Valencia, en el cual se habla sobre el libro Navegaciones. Ensayos escogidos, de don Vladimiro Rivas Iturralde, miembro correspondiente de nuestra corporación.

Vladimiro Rivas o el ensayista como arponero

Por Leonardo Valencia.

Resulta inevitable acercarse a los ensayos de Vladimiro Rivas –ahora que el Centro de Publicaciones de la PUCE ha editado una selección titulada Navegaciones, ensayos escogidos– con la consideración previa de que se trata de las reflexiones de un escritor de ficción. Específicamente de un cuentista con una única novela: El legado del tigre. He bromeado más de una vez, aunque en serio, que haber sido amigo de Juan Rulfo, como lo fue Rivas, no deja de tener consecuencias. Pero más allá de la asociación simple e intimidatoria, el mismo Rivas ha explicado, primero, que su amistad en Ciudad de México con Rulfo se centraba en hablar de música y no de literatura, y, segundo, en lo que toca en concreto respecto a la escritura de novelas, se considera un escritor impaciente, y eso está reñido con el largo hábito que exige la novela. Sea una u otra la explicación, a la que añadiré más adelante una tercera, lo demostrable es que en sus ensayos la mayor agudeza ocurre cuando se entrega a analizar novelas.

Navegaciones es una selección de treinta y cuatro ensayos, elegidos entre más de un centenar de textos escritos a lo largo de su trayectoria, entre los que también se analizan obras poéticas de Carrera Andrade, Dávila Andrade, Javier Ponce, Iván Carvajal, Eduardo Lizalde y Bruno Sáenz, lo que permite también trazar un espectro de la tradición y los contemporáneos en la que se ha movido la sensibilidad de su generación a lo largo de fines del siglo XX e inicios del XXI. Agudo, preciso, sugerente y lúcido alrededor de las costas de la poesía, Rivas destaca, sin embargo, cuando se lanza mar adentro con la narrativa y las novelas de gran calado. Cuando digo narrativa me refiero a los análisis que hace de los cuentos de José María Arguedas o César Dávila Andrade, a los que reprocha sus limitaciones formales; cuentos “no descuidados ni negligentes”, matiza respecto a Arguedas, y más duro sobre Dávila Andrade: “tenía mucho que decir, pero qué mal escribía”. No menor es la crítica respecto a Los sangurimas de José de la Cuadra, que se abre con unas líneas esclarecedoras: “Los clásicos de la literatura ecuatoriana, particularmente los del treinta, siguen siendo estatuas erigidas sobre el pedestal del comentario laudatorio y sin matices”, y pasa a observar un matiz específico respecto al uso del copretérito. En otro ensayo donde aborda tres novelas de Pareja Diezcanseco, Aguilera Malta y Jorge Icaza, las observaciones son de gran provecho para deslindar la fiesta nacional plagada de concesiones y dar entrada a una verdadera labor crítica. “A pesar de su ya larga trayectoria –que llegó a su fin con esta trilogía (se refiere a Atrapados)– Icaza se desconoce a sí mismo”, “Novela desigual, caricaturesca, extravagante, Las pequeñas estaturas es también una de las primeras novelas ecuatorianas que llaman la atención sobre sí misma, sobre su propio lenguaje. Y esto le venía haciendo falta a la novela ecuatoriana”.

El núcleo central, el corazón mismo de los ensayos de Rivas, son las novelas de gran ambición, las de despliegue narrativo. Los análisis más complejos y vastos los dedica a novelas como Los demonios, de Dostoyevski; Bajo el volcán, de Malcolm Lowry; La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y el infaltable Melville con Moby Dick y los acercamientos a sus novelas breves como Bartleby, Las encantadas o Benito Cereno. Lanzado a navegar en los océanos de la ambición, Rivas se despliega aquí con la mayor destreza en la comprensión del equilibrio o desequilibrio de la forma y los problemas humanos de sus autores. Puede incluso reprocharle a Los demonios el derroche de “charlatanería” de su primera parte, o señalar los riesgos de la abstracción de La muerte de Virgilio, lo que prima para él como ensayista es la correspondencia estrecha entre el logro de la forma con el conflicto que atormenta a los autores, esos demonios particulares a los que es sensible la mirada de Rivas. Si nos detenemos un poco, lo que aprecia en esas novelas y que tienen en común, a pesar de sus diferencias de época y de estilo, no digamos de construcción, es la pasión por la entrega a una cosmovisión devoradora. Cada una de ellas condensa lo que el ensayista quizá ha cifrado en la lectura de Bajo el volcán. Luego de señalar la “sed insaciable de absoluto” que tiene el protagonista, el Cónsul, Rivas da un giro hacia lo que fue la vida del mismo Lowry, en el sentido del sacrificio extremo que significó el proceso de escritura de esta gran novela, la “lección temible” que advierte en ella y en su autor. “Y digo temible –escribe Rivas– porque nos enfrenta a fondo con la verdadera responsabilidad del escritor: no hacer de la literatura un pasatiempo dominical ni un producto cómodamente trabajado que busque el aplauso de los demás, sino un compromiso en el que podríamos sacrificar nuestra vida personal y aun lo que más amamos”.

Solo ahora puedo señalar esa tercera explicación sobre por qué Rivas no ha escrito más de una novela. Es la ecuación imposible de sumar lo perfecto a la desmesura auténtica. Porque es lo perfecto y lo auténtico lo que busca en las novelas que admira, aun al riesgo del derroche inevitable de las grandes novelas. Esa dinámica lacónica lo aleja de ese campo minado e imperfecto que es la novela que se sumerge en lo más profundo de océanos incomprensibles, problemáticos, arduos, nada complacientes. Pero así es como el ojo avizor gana la perspectiva elegante del ensayista que también es Rivas, con su propia experiencia de escritura, y le permiten ofrecer ensayos que son faro de crítica irónica en medio del océano, sin ninguna costa de apoyo en el tremendismo, sin tierra firme en el horizonte, cuando parece que no pasa nada, al modo del arponero visionario que señala la superficie apacible y dice: aquí está la ballena blanca.

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