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Discurso de incorporación de don Marco Antonio Rodríguez en calidad de miembro de número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua

Compartimos con ustedes, desde los archivos de la Academia, el discurso de orden pronunciado el 18 de julio de 2012, con el que don Marco Antonio Rodríguez se incorporó en calidad de miembro numerario.

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El miércoles 18 de julio de 2012, en sesión solemne que tuvo lugar en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, don Marco Antonio Rodríguez pasó a ocupar la silla C de la corporación al incorporarse en calidad de miembro numerario. En aquella ocasión pronunció el discurso «Palabra y arte», que reproducimos para ustedes.

Palabra y arte

Por don Marco Antonio Rodríguez.

Al principio fueron las voces del viento y de las aves. Los seres primitivos temían hablar o desconocían esa capacidad y se comunicaban por señas o gruñían igual que los primates. Sobreviene a mi memoria la espléndida escena inicial de 2001: una odisea en el espacio, la magistral película de Stanley Kubrick. Un simio lanza un hueso hacia lo alto que va girando sobre sí mismo en cámara lenta. De repente, un corte insonoro nos muestra una nave espacial rotando de forma similar. Kubrick no solo encoge el tiempo, sino que omite la historia de la humanidad mediante un solo efecto visual apenas perceptible. «La imagen es todo», diría más tarde Eugenio Trías, tomando esta genial escena como referente para dilucidar sobre el tiempo que vivimos.

El eco, entonces, como génesis de la palabra. Los gritos y susurros, aullidos y clamores de la naturaleza enseñaron a hablar al hombre —música y plegaria—, por eso se habla del fondo onomatopéyico de las construcciones poéticas primigenias. Pero antes de la palabra hubo libros y dibujos (arte). El ser humano arañaba en las cavernas intemporales para grabar su testimonio —múltiple y único— del vivir sin comprender por qué la naturaleza era indócil y caótica, los impulsos del instinto, el enigma de la cópula —o del amor—, la enfermedad, la vejez, la agonía y la muerte, pero también la alegría propia del paraíso terrenal, pasado o por venir, como lo advierte Baudelaire —según lo imaginemos como teólogos o políticos—; pero también —acaso— aquello de Heidegger percibido en forma primitiva y lejana: ¿qué es ser y qué clase de ser tenemos? Amor y horror. «Todos quienes han querido hurgar en lo que pretendieron decir los hombres de las cavernas han enloquecido —cuenta una leyenda hinduista—, y regresan a la vida con la cabeza al revés». ¿Castigo por pretender descifrar las zozobras iniciantes del ser humano?

Circunscribiéndolo todo Dios —o los dioses, en la China milenaria adoraban a siete—, comienzo y fin del alborozo y el dolor de vivir. Tierra y sueño: las sustancias humanas. Pero, ¿por qué el vivir se unimisma en el morir y en su intervalo el amor es más dolor que júbilo? «Amé más al deseo que a su logro anhelado», revela Gonzalo Escudero, y en los versos conclusivos del poema: «Hubo algo más en mi deseo de secreta añoranza/ y un designio de oscura sumersión en la nada». La avidez desaforada por alcanzar la felicidad mediante el amor. Felicidad terrestre: conciencia de caer y de un más allá donde hallemos la eternidad. ¿Un mundo de idénticos y la inmortalidad serán, acaso, las creaciones más perversas del hombre? Porque, por esos dos caminos, ha ido la humanidad, consciente o no, a través de los tiempos.

El mito es imaginación pura; exultación y derrota de la inteligencia del ser humano ante los enigmas que le circundan; espejo disociador de imágenes que se confunden en miedo y huida lúdica del ser empavorecido, incapaz de explicar los fenómenos naturales: el agua, el fuego, el aire, la propia tierra de la que está hecho, el cielo navegado por astros; o misterios humanos como el amor —el amor no es fruto que germina en la naturaleza, es lo más humano que existe y, por tanto, una obra de creación incesante que va más allá de la vida—. Después vendrán filosofías, literaturas y ciencias para procurar una definición de amor y erotismo, pero siempre rastreándolos en regiones divinizadas. Freud, tal vez, ha sido quien mejor oteó los horizontes del amor y del erotismo a través del prisma de la biología y la poesía.

Condensamos en una sola palabra todo el significado y la trascendencia que esta puede tener, expresar y exigir, en nuestros soliloquios (no me refiero al monólogo teatral sino a aquellos términos que proferimos cuando estamos solos y a veces creemos —ateridos de espanto— que hemos perdido el juicio), o en nuestros diálogos más íntimos que rezuman amor, palpitan de tedio o mueren de olvido, o en forma de las intimidaciones más definitivas que incita el orgullo lacerado o que proyecta nuestra resolución irrevocable, terminal. Dos grandes de la lírica universal con distintos registros y profundidades: «Palabra ya sin mí, pero de mí,/ como el hueso postrero,/ anónimo y esbelto de mi cuerpo;/ sabrosa sal, diamante congelado de mi lágrima oscura…». Octavio Paz. «El pez habla a su Dios en la burbuja/ que es un trino en el agua,/ grito de ángel caído, privado de sus plumas./ El hombre solo tiene la palabra/ para buscar la luz/ o viajar al país sin ecos de la nada…» Jorge Carrera Andrade.

La «Palabra» se ha erigido, por virtud de los tiempos de pronunciarla o escucharla, en el símbolo de correspondencia humana más definidor. Sin embargo y por testimonios de cuantos la han vejado, también se ha logrado que se empequeñezca a desleal merced a atropellos, veleidades y hasta de dispuestas falacias. Mentir y fingir: los dos verbos que conjugan los políticos —con las excepciones de rigor—, y los pueblos, cuyo destino inmediato está en sus manos, se atiborran de sus vaciedades, y la imagen de la que hablaba en los primeros párrafos hace de las suyas. Dictadura del marketing. Política del espectáculo. Liderzuelos que sufren incontinencia verbal pero que entretienen: al fin y al cabo —como diría Monsiváis— no tenemos nada más qué hacer los fines de semana, salvo visitar los gigantescos supermercados que se multiplican sin tregua, no interesan los orígenes de las fortunas de los supercapitalistas. Las principales taras de nuestras democracias caudillistas podrían agruparse en estas categorías: pervivencia del caudillismo entre los nuevos dirigentes democráticos; opacidad, agonía o muerte de los partidos políticos, y lejanía abrumadora entre representantes populares y electores; impunidad generalizada; ausencia de controles jurídicos, pues estos yacen a los pies de los autócratas; violencia organizada.

Volvamos a la palabra edificante

Cernuda, el poeta de la esencialidad, nos dice: «No es el amor quien muere, somos nosotros mismos». ¿Podemos hablar del pesimismo de Cernuda como lo han hecho varios de sus críticos? Creo que no. Pero sí del poder de la poesía y de la vida. Glorificación de los dominios de esa atroz hermosura que nombramos vida. Palabra poesía que se hunde como una daga en nuestra realidad y, al mismo tiempo —relámpago brevísimo—, que alumbra las tinieblas del corazón humano. Más que a conocernos, la poesía de Cernuda nos ayuda a reconocernos. Y entre los nuestros, Francisco Granizo: «—¡Ay Amada!/ —reza el poeta: su obra es una perpetua oración sangrante— en la ruina de la palabra estás/ y en la palabra estabas y antes,/ mucho antes,/ en el principio cuando solo/ fue la boca hambre y grito…». Emboscada y acoso del imposible amor. Gozo, agonía y crucifixión: la poesía de Granizo. El poeta es quien no tiene otra opción en la vida (condena y liberación). ¿Pidió Granizo alguna vez comentarios o tributos, lo hizo Cernuda…? Jamás. El poeta genuino dice y eso le basta. ¿Por qué nombro a un poeta de fama planetaria junto a un poeta ecuatoriano apenas conocido? Mi afán no es comparar —ejercicio vano—, lo hago porque ya nos hemos irrogado suficiente daño con dos de nuestros más insensatos estereotipos: nuestro sentimiento de minusvalía y nuestra mezquindad.

Poetas de la gravedad física, de la inmensidad geográfica, de la fragosidad de regiones, de las ciudades y del hombre planetario: Neruda y Carrera Andrade; de la tristeza del hombre consustanciado y desarraigado de su lugar de origen: Vallejo y Dávila Andrade; del lenguaje críptico con vuelo místico: Góngora, John Donne, Gangotena; del criticismo social: Rimbaud, Gelman, Adoum, Euler Granda. De los dioses de las religiones, pasamos al dios del marxismo, luego al dios del mercado, ahora vivimos asidos al dios de la tecnología. La palabra se ha volatizado en el mundo de la trivialidad. ¿No se han reducido hasta la insignificancia los libros universales, hispanoamericanos y ecuatorianos en las recientes tecnocráticas reformas educativas?

La palabra a punto de zozobrar, sus manos decrépitas pero siempre renacidas asoman pidiendo salvación, pues el resto de su cuerpo se convulsiona en el cieno de Internet: Google, YouTube, MySpace, Facebook, Twitter… Cuidado: nunca en contra de estas herramientas tan significativas para el desarrollo de las sociedades; estoy opuesto cuando no están al servicio de la humanidad, cuando subyugan a legiones de hombres y mujeres de todas las edades y los constriñen a dialogar mediante el celular, omitiendo las miradas no obstante estar sentados en una misma mesa. O usando el SMS, mutilando las palabras a gusto o a disgusto. Pronto no seremos capaces ni siquiera de balbucir. Involución, deshumanización. Las nuevas generaciones serán informadas pero carentes de conocimiento.

La Palabra es término elegido que se envilece, voz jurídica y ética que decae o extenúa a merced de convencionalismos y falacias, práctica que genera comunicaciones genuinas lo mismo que instituye discrepancias y aniquila verdades inermes. Dominio e inutilidad se hallan en las fronteras de la palabra, y es ella, de acuerdo con la autenticidad, limpidez y grandeza de preceptos de quienes la pronuncian y de quienes la oyen y la despliegan, cuando se la aprecia en sí misma, en caso contrario, es demolida por obra de cualquier frívolo poder o severo significado aparente. Estamos ante una de las amenazas más ominosas y generales que enfrenta la especie humana pensante y las camarillas embusteras de los que aplican el uso espurio de la palabra y el comentario tergiversado y superfluo de su real significado.

Me refiero, por ejemplo, a los calificativos grotescos, irrisorios, ridículos que desde el poder se utilizan para humillar a propios o extraños. El insulto puede ser recurso válido, pero para ser insultador hay que tener talento en abundancia. Unamuno llamó a Montalvo «el gran insultador de América», y lo fue; pero ciertos usos no pasan de ser sino míseras argucias que develan ignorancia, descaro o novelería. Y la construcción de postulaciones lingüísticas adefesiosas. Una perla: la moda introducida respecto de la utilización de los las, ellos ellas, nosotros nosotras, unos unas, malos malas… para abolir —mediante tamaña extravagancia— el machismo. El sonsonete estaba incorporándose al inefable imaginario de nuestro pueblo. Una mujer ilustre, Susana Cordero de Espinosa, mediante un editorial nos emplazó a comprender que el machismo es un estado del alma, todo lo demás es hojarasca pura y simple. Por cierto, los burócratas, incluidos los pocos intelectuales funcionales que nunca faltan, siguen con la cantaleta.

A propósito, no solo en nuestros países sino a nivel mundial, los intelectuales (sabios, escritores, científicos, artistas…) ya no están a la vanguardia de la historia, han cedido su voz a tecnócratas y marketineros, encuestadores y estadísticos, yuppies y magnates de la guerra o del cine. Léase De la cultura en América y Cultura Mainstream de Frédéric Martel y se constatará que descolonizar la cultura es una utopía miope y pasadista. Lo que sí podemos hacer los pueblos ambiguamente llamados tercermundistas es encarar nuestra constante superación. ¿Cómo lograr esa utopía?: mirando hacia y desde nuestras entrañas, no copiando, no plagiando, buscando afirmar nuestros valores y gestando paradigmas propios. La verdad es que a partir de los noventa del siglo que dejamos, las instituciones tradicionales o actores clásicos entraron —en estampida— a un período (vayamos a saber cuánto tiempo durará), en un espacio de cuidados intensivos. Así lo señalé, simple y escaso mortal como soy, en una publicación especial de Excélsior de México cuyo extracto se publicó en diario Hoy del Ecuador, el 1 de enero de 1993. «Estado, iglesias, democracias, imperialismos, fuerzas armadas, universidades, partidos políticos, sindicatos, intelectuales…», escribí, «nadie sabe si saldrán librados de esta metástasis». Mi aserción, por cierto, no era original, valiosos pensadores ya lo habían afirmado con argumentos indesmentibles. ¿Qué hacer? Por allí han formulado propuestas imprecisas, no obstante sus saberes, filósofos y escritores de la dimensión de Fuentes, Sánchez Vázquez, Bolívar Echeverría, Jorge Edwards, Sabato, Vargas Llosa, Gregorio Klimovsky… en nuestra América. Lista variopinta para no asustar a nuestros tardomarxistas.

El «cambio civilizatorio»

La caída del Muro de Berlín marcó, simbólicamente, un punto de inflexión drástica, uno de los más fuertes de todos los tiempos. Viraje del tiempo histórico en el ámbito planetario. Mundialización. Inicio de un formidable cambio de época. A partir de este hecho se desataron, a ritmo de vértigo, una serie de acontecimientos, entre los cuales se destaca el derrumbe del marxismo como sistema actuante de ideas: arraigo y circulación de postulaciones en instituciones y sociedades y la conmoción del llamado «estado de bienestar» que en muchos casos fue desmantelado. Lo ocurrido fue hace rato calificado como «cambio civilizatorio». La realidad, por primera vez en la historia, va más rápido que nuestra capacidad para imaginarla, peor aún para conceptualizarla. Nada es definitivo, si alguna vez pudo alcanzarse esta condición. Todo es provisional. Lo efímero es mucho más tangible en la edad que vivimos. Prolifera una energía terca y feroz, moviéndolo todo: actos, usos, costumbres, política, cultura, de un lado a otro, como un tiovivo para peleles. Las legiones de indignados no se reducen a Occidente sino a todo el planeta Tierra, salvo, aún, nuestros países. ¿Por qué? Por nuestra irreductible asincronía histórica (retraso, desfase). Y nuevas guerras se vienen a galope. ¿Visión catastrofista? Ojalá lo fuera. Lectura de un tiempo en el cual el vacío va constituyéndose en el eje de la historia.

Revolución: futuro y retorno. El porvenir es la expresión predilecta del tiempo cíclico: proclama el retorno de un pretérito arquetípico. La práctica revolucionaria —ruptura con el pasado cercano y reinauguración de un pasado antiguo—. Vuelta de los tiempos. Y en el sentido originario, vuelco del universo y otros elementos. Se trata, por tanto, de algo inmensamente más profundo con que lo asumen los políticos de una generación. Engels elevó a categoría suprema el «comunismo primitivo» de Morgan, lo propuso como la etapa iniciante de la evolución humana. Comienzo y origen. Cimiento y simiente del tiempo. Fin del mal tiempo e instauración del nuevo. No obstante lo aseverado anteriormente, el «cambio civilizatorio» acaso sea ese pasado que es, a su vez, un incesante principio.

Poesía y poetas

Poetas. Siempre han sido y serán innumerables. Me refiero a los que son y a quienes pretenden ser. Muy pocos quedan luego de la criba despiadada del tiempo. No hay nadie ni nada invencible, salvo el invicto tiempo. Dictaba clases en una universidad de la cual fui uno de sus fundadores. En su biblioteca figuraba un tratado de economía política al cual acudían con especial interés los estudiantes de Ingeniería Financiera. Confieso mi curiosidad por todo lo que concierne a los libros, motivo por el cual un buen día tomé en mis manos el grueso volumen y empecé a hojearlo. A manera de epígrafe de su capítulo 4 leí: «¿Sabía usted que, por lo que respecta al mercado, son poesías lo que más se ha producido? No es extraño entonces que los poetas tengan que parecer más negociantes que los mismos negociantes, pues les es mucho más difícil dar salida a sus productos». Y en un material anexo, se insistía con sevicia en el tema. «Para la conciencia posmoderna —se afirmaba— la poesía es desecho que carece de precio. Onanismo mental. Energía y tiempo que forman objetos vanos. Malversación de los valores del hombre. Poema: residuo de un ocio que pudo ser creador…». Ojalá este apunte fuera ficción pero no lo es y el tratado sigue en pie. Dejo a los internautas que develen los nombres de los famosos autores (son dos). En el tiempo de esta constatación se hablaba de Internet como del fin del mundo de los mayas, pero apenas fue hace un decenio.

Ningún país logró establecer el socialismo, ninguno la democracia. Lo que sí podemos afirmar es que lo social pervivirá adherido a la condición humana mucho más allá de quienes sostienen que lo social fue un sueño, un mito, una fantasía, una propuesta contradictoria y conflictiva, pues, de cualquier modo, lo social existió en la revolución como un hecho tangible, real, así haya sido intermitente y aislado. En defensa de la poesía no se me ocurre algo más sobrio que la proclama de Archibald MacLeish: «los seres humanos siempre necesitaremos de un poco de poesía y de un poco de libertad para poder vivir». Lo dijo cuando enfrentó la cacería de brujas del imperio del norte. Y respecto de la libertad, simiente y razón de ser de la vida, qué expresar, sino que está consustanciada a todo lo que somos y hacemos… Pero, ¿la libertad, es uno de los absolutos humanos en pos del cual ha ido la humanidad a través de los siglos y aún no la ha encontrado, al igual que la paz, la justicia, la igualdad…? ¿Estos valores, estarán en el fin del mundo, como los puertos y el horizonte? Solo quienes pierden la libertad tienen conciencia de lo que es, y quienes creen que es imposible que se la suprima están a punto de perderla. En su inolvidable novela Un hombre, Oriana Falaci averigua en qué medida el hombre puede y debe resistir a los poderes omnímodos una de cuyas mayores obsesiones es coartar las libertades.

Dios, palabra y libro

Darwin excluyó a Dios desde la biología, Hawking desde las leyes de la física, Nietzsche predijo la muerte de Dios desde su locura… Apenas ha habido pensador en la historia que no se ocupe de Dios en sus infinitos rostros. «¿Por qué la mayoría de filósofos posmodernos que empezaron a reflexionar sobre Dios: Althuser, Primo Levy, Deleuze, Weininger, Mailander, Roland Barthes o André Gorz… se suicidaron?», le preguntaron a José María Mardonés a propósito de su libro Habermas y la religión. ¿Coincidencia, casualismo, punición…? «Por culpa de Dios, afirmó Mardonés, o por culpa de su Idea…» Y concluyó con una interrogante: «¿Fueron los nuevos mártires sin saberlo?» Como quiera que fuese, dichosos los que no han hurgado en cuestión de tanta trascendencia. Me refiero a los intelectuales ateos que, no obstante, aplauden cuando algún astrofísico de la dimensión de Hawking niega a Dios, como en efecto aconteció con el biólogo Richard Dawkins, el biólogo ateo que brincó de gusto cuando apareció El gran diseño, obra en la cual Stephen Hawking anula la existencia de Dios. ¿Qué le pasa a Dawkins?, reaccionaron sus adversarios, ¿tanto se ocupa de Dios que celebra su inexistencia y no se ocupa de la raíz del libro de Hawking?

Dios como hacedor del universo. Dios como alguien o algo a quien o a que asirnos en nuestro desvalimiento. Dios como metáfora. Dios como invención humana por nuestros miedos y cobardías. Dios en la deriva de toda angustia, así no lo hallemos nunca. Dios para encontrar un culpable de todas nuestras aflicciones. Dios como la perpetua diferenciación en los elementos: agua, tierra, fuego, éter. Dios vida, finitud, muerte y retorno. Dios como el Gran Todo del que nada sabemos. O Dios para aherrojarlo de nuestro lenguaje y sepultarlo en nuestra memoria. Así, ad infínitum. «Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,/ y en tu nada recoge estas mis quejas,/… ¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande/ que no eres sino Idea; es muy angosta/ la realidad por mucho que se expande/ para abarcarte. Sufro yo a tu costa,/ Dios no existente, pues si Tú existieras/ existiría yo también de veras». Quizás estos versos de Unamuno nos iluminen sobre un asunto enraizado en los meandros más ocultos de nuestro ser. Búsqueda, laberinto y clausura.

Siempre la palabra

Los muros de las sepulturas, las hojas y la piel sirvieron para que el ser humano primitivo rasguñe y deje prueba de sus angustias e ingenuidades. Pero antes de los libros, hubo otros libros. Sí, antes de las líneas y dibujos sobre objetos de sílex configurando firmas, hubo libros. La imposible definición de lo que es un libro, y lo que es una edición, vuelve aún más fascinante el abismo que comunican los lenguajes. Un mismo trance que es a la vez voz final, bramido y lamento de libertad: la apariencia, cuando el espacio es infinito. Ningún límite del pictograma a la letra, tampoco del dibujo a la palabra. Ninguna especificidad en los estatutos que resumen el mundo, ni en la estructura o el soporte para hacerlo. La aventura de Gutenberg nos dio la probabilidad de la sucesión, pero antes hubo manos multiplicando —¿remisa, rabiosamente?— grafismos e ilustraciones. Otros modos de asir y difundir lo que se conoce, los tránsitos del sentimiento, el único procedimiento para entender. Camino, reclusión y luz inextinguibles. No, no conoceremos nunca en su debida profundidad qué es un libro, una edición, ni si quizás siempre permanecieron con nosotros, velados de tan surtidas maneras. Mimetización y asombro. Honda y bella locura. Ni el fuego ni el riesgo incorpóreo de fotones e interfaces consumarán nada. Resucitarán los ecos —aun sin palabras—, las líneas, en iconografías o escrituras, las páginas sobre murallas sepultadas, la corteza o el papel, portadas-tornos para abrirse y cerrarse —cilindros, ovillos, grapas, llaves—. Sí, vendrán otras Casas de Libros, otros Archivos mesopotámicos, otras Alejandrías… Porque «de los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más admirable es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Solo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria», lo dijo Borges. Así es. Y porque, en suprema instancia, la palabra da al ser humano la condición diferencial que lo inviste y distingue y que resulta ser manifestación del pensar y del querer, la posibilidad del convencimiento, la justificación del amor y del odio, la explicación del apetito, la excusa de la falta, el órgano vivo del cerebro, del corazón y de la voluntad. La palabra es el poder del espíritu sobre la violencia. Por eso sobrevivirá al tiempo del vacío que vivimos.

El primer libro

Alguien afirmó que el primer libro fue el hombre. A veces pienso que la inmortalidad se arraiga en el angustioso anhelo de comunicación del hombre y la mujer, y de estos con los otros, fervor que hilvana el acontecer del tiempo y llena de sentido a la evolución en todos los órdenes. Tradiciones, usos y costumbres, leyendas, rituales, instintos, sensaciones, voliciones, individuos y sociedades cumplieron el papel que los libros lo harían después. ¿No es una verdad cada vez menos rebatida que las historias de la Biblia, La Ilíada y La Odisea, El Ramayana, La Eneida, entre otros clásicos de la cultura universal, fueron contadas mucho antes de que llegaran a manos de quienes les dieron el corpus de libros? La historia de los libros no tiene par —dice Mircea Eliade—. Los libros nudos que llevaban en claves legibles y exactas (en nuestras culturas madres se usaron); los libros eternos; los libros-cintas; los libros pergamino, iluminados por los colores que develaban el ferviente amor de los monjes medievales; los libros cuero, los libros papel… Después de los libros electrónicos, ¿qué vendrá? No interesa, los libros se extinguirán cuando se extinga el último hombre, que es decir el último libro.

El primer decenio del siglo XXI

En los inicios de los sesenta del siglo XX, se extinguió el modernismo (más de cien años de vida). El experimentalismo y el abstraccionismo en la pintura, las postrimerías de la representación en la narrativa, las películas de los grandes maestros de la edad de oro en el cine, la corriente modernista en la poesía, las dos grandes conflagraciones mundiales, revoluciones, eclosiones sociales y los frágiles movimientos liberacionistas en política trazaron, entre otros fenómenos, el epílogo terrible y espléndido de una de las épocas más fascinantes de la historia. Lo que ocurrió después fueron hechos secuenciales de mayor o menor intensidad: el pop (extravagancia no exenta de genialidad) impuesto por Andy Warhol, el gay albino, paranoico y calvo, cuya extraña obsesión fue la de convertirse en máquina; John Cage y su irrupción fracturadora de todos los cánones musicales; los Beatles y los Stone resolviendo el clasicismo en lo popular; el punk y el rock de la nueva ola y, en política, de reciente data (1996), el socialismo siglo XXI formulado por Heinz Dietrich Stefan.

Al fondo de este espectacular escenario, fijando algunos ejes de la posmodernidad: la computación y la cibernética, el pensamiento cuántico y las prótesis; los cracs bursátiles y el cibersexo; el realismo virtual, la robótica y la clonación, el neolenguaje. Mientras tanto, desvanecido el socialismo en los países que supusieron practicarlo, la aldea global enarbolaba las fórmulas del nuevo liberalismo. ¿Son estas recetas las que conducirán a la dignidad, a la justicia, a la libertad y a la paz que tanto hemos buscado los seres humanos? ¿O estas postulaciones son meros pases de mano como lo quiere Habermas, meras entelequias? ¿Prosperará el llamado socialismo siglo XXI de Dietrich Stefan y será esta fórmula ideológico-política la que redima a la humanidad? ¿América, la más nuestra, sigue siendo conejillo de Indias?

Pero, por otro lado, la miseria de los países ultimundistas no es un estado mental. Sustentarlo es infame y absurdo. El finalismo de Fukuyama no pasó de ser sino un anuncio desde la espectacularidad, y el capital, al más puro estilo virtual, se colocó más allá del entramado de la producción y del activismo político, autonomizándose y reflejando un mundo a su imagen y semejanza. Ya no existen vanguardias que constituyan el trasunto de nuestra capacidad de anticipación y, por consiguiente, a una postulación de crítica radical en orden de un ejercicio revolucionario. La revolución marxista pasó, sin embargo, todo aquello que no se ha desplazado de sí mismo libra el derecho a un retorno. Así, la revolución no acabará de desaparecer, pero su esencialidad no dejará que emerja nada en su lugar. Por lo demás, ¿vivimos la era de la transpolitización, grado cero de lo que fue la política —como advierte Baudrillard— y el debate de ideas se ha ausentado para dar paso al espectáculo, al delirio y a consolidar regímenes estrambóticos? La verdad es que, en nuestra región —las palabras Latinoamérica, latinoamericanidad e Hispanoamérica están siendo cuestionadas por intelectuales de las nuevas generaciones, ¿aquellos que se fueron a tentar fortuna en el viejo continente?—, se ofertan revoluciones y se asfixia día tras día con un conservadurismo que recuerdan ominosos regímenes inquisidores donde imperaban crispadas marionetas ambulatorias refocilándose en su imagen. Los métodos han cambiado por el auge de las tecnologías, pero los fines son los mismos: supresión de las libertades, aberrante culto al poderoso, guerra de eslóganes, distorsión de la historia, inoculación del miedo para amedrentar a los pueblos, exclusión de las minorías (las naciones indígenas, por ejemplo), dogmatismo, pensamiento único, corrupción, impunidad…

Palabra, arte, amor y muerte

La palabra ante el amor retoza, travesea, trepida, se alboroza, aun cuando —muchas veces— se extenúe y desfallezca; ante el arte se torna cómplice, vibra, se torna pasión y vaso comunicante; pero ante la muerte, nunca es meditada, acaece. Esta imagen extemporánea nubla el silencio que debemos guardar ante la muerte: alardear la palabra como una impudicia, un decoro mancillado, luce imperdonable. Sin embargo, urge habitar esa puerilidad, esa verbosidad liviana, impúdica, para quedar en paz con uno mismo. La palabra ante la muerte irrumpe desde una cavidad inexpresable, pero, desmembrada del tiempo, ajena a la memoria. No obstante, es una palabra que se oculta en la nostalgia para cerrar el vacío o, al menos, para menguarlo. La nostalgia en la palabra de la muerte no es sino un consuelo ante la flaqueza de la memoria, es la derrota de la escritura ante lo inasible de la ausencia total. «Morir es hacerse a un lado,/ ocultarse un momento, estarse quieto,/ pasar el aire de una orilla a nado/ y estar en todas partes en secreto…». Jaime Sabines. El poeta rodea la muerte, no hurga con su palabra, no puede, no debe. Temor y temblor. Aproximación y ofrenda. O Neruda: «La muerte está en los catres:/ en los colchones lentos, en las frazadas negras/ vive tendida, y de repente sopla:/ sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,/ y hay camas navegando a un puerto/ en donde está esperando, vestida de almirante…». Bellísima y candorosa visión. Acercamiento no exploración. Honda y sensible voladura de un estado de ánimo, no sondeo en las profundidades. Afán singular de eludir la muerte conquistándola como el amante que ve a la distancia a su amada y no es capaz de caminar hacia ella. O, por fin, Jara Idrovo: «maniatado en el torrente de la duración/ así te quise ver/ viejo y roñoso Efraín/ piedra confundida/ entre el estruendo de la desesperación/… por la dorada lepra del otoño/… tanto ir y venir de la conciencia al mundo / y al fin quedarse extraviado/ en el dédalo de las palabras/ ¿hay algo más que roer el hueso del tiempo/ bajo el silencio de las estrellas?» El poeta ronda, solo —él, el tiempo y la muerte (siempre próxima)—. Rodea su conciencia, olisquea sus intersticios, constata su fugacidad: tiempo consumido. No va más allá. Alguien, algo, le conmina a soslayar la esencia.

Del amor

El tiempo amoroso no permite ajustar el impulso y el acto, hacerlo coincidir. Miedo padecemos los humanos en este tiempo, así no sea revelado sino apenas secreto, más aún, tan solo presentido. La pasión amorosa es un delirio, pero el delirio no es extraño, todos hablan de él, está ya —a fuerza de pronunciarlo— sumiso a nuestras veleidades. Lo que sigue siendo un enigma —así la ciencia nos haya develado el microcosmos de la endorfina— es la «pérdida del delirio», porque, perdido este, se ingresa de bruces en el duelo real, es la «prueba de la realidad» lo que nos muestra que el objeto amado ha cesado de existir. Pero en el duelo amoroso, el objeto amado no está muerto ni distante. Somos nosotros quienes decidimos que su imagen debe apagarse. Durante este irrazonable duelo, sufrimos dos condenas opuestas: sufrir porque el otro esté presente (sin cesar, a pesar suyo, de herirnos), y dolernos porque esté muerto (tanto al menos como lo amaba). Cierta filosofía fácil para aproximarse a lo expresado afirma que el amor es eterno mientras dura.

Puesto a explicar lo que somos los seres humanos, hallamos que, por encima de cualquier singularidad, lo mejor que nos identifica es, acaso, nuestra necesidad de lo sagrado, así esta se resuelva en las búsquedas imposibles que realizamos durante la vida (libertad, paz, justicia, igualdad). La mayoría, por cierto, vive aferrada a la fe de un dios. (La frase de Breton: «Mi ateísmo es una creencia»). O el caso de Voltaire, el filósofo ateo por antonomasia, que murió gritando: «Ahora se me echará al infierno». Confieso que mi agnosticismo revela desazón por no poder creer, más que una convicción. Tal vez, por eso, creo que todos los seres humanos estamos condenados a un dios: no importa cuál sea la forma en que este apremio se manifieste: desde un ser supremo a la consagración de la metafísica, pasando por las deidades frívolas: poder, ambición, egolatrías, vanidades… El físico nuclear Franz Capra sustenta que es fácil probar esta evidencia entre los resultados de las filosofías y los de la moderna física atómica, provocándonos con esta aseveración: «Los pueblos primitivos —asegura—, a los cuales se les sustraía de sus rituales religiosos, se depauperaban de tal modo que llegaban a desaparecer. Igual sucedería con la humanidad de este nuevo siglo, aunque el proceso sería fulminante, tal es su vacío…».

Eros, cuentan los griegos, dios perverso cuyas flechas no respetaron ni a su madre ni al mismo Zeus, amó a una hembra mortal, Psiquis. Esta debía sufrir castigo divino, era esclava no ama de sus deseos, pero emergió de los espacios de Plutón y Proserpina —esa zona no constituía el infierno sino un sitio de muerte pero también de raíces—, y logró unirse a Eros. Eros: luz y tiniebla. Psiquis jamás pudo verlo —la pasión ciega—. Su entrega (acto de ceder) es la esencia del erotismo. Desate de nuestros sentidos. Gozo. Éxtasis de nuestros instintos. No perpetuación. Fusión dócil o borrascosa de dos cuerpos (las dos, figuras inocentes) para acceder a la única muestra de infinito que se nos es permitido aquí en la Tierra.

«Como el toro me crezco en el castigo,/ la lengua en corazón tengo bañada/ y llevo al cuello un vendaval sonoro./ Como el toro te sigo y te persigo,/ y dejas mi deseo en una espada,/ como el toro burlado, como el toro». Miguel Hernández. La palabra del poema convoca a la carne que viene desde el fondo de la memoria, desde el fondo insondable de lo que no pudo ser. Es la soledad que no se nombra pero que escinde de un solo golpe nuestro ser. La alfanje que parte, pero que, sin embargo, trama el retorno de aquello lejano que sin haber sido fue. En la clausura del amor burlado, a instantes del olvido, emerge el espectro del amor. Después del jadeo inevitable, cuando empieza el silencio —el más solitario por ser el más extraño—, después del acto amoroso (halo de muerte), el hombre regresa, raudo y perplejo, a la caza del amor. «Amada, descendiendo/ por tus aguas y tierras, sollozando,/ me estoy como viviendo,/ reclamos afilando/ a mi vivo morir que va tardando». Francisco Granizo.

Descenso al amor: infierno y paraíso. Hundimiento en la carne por la carne que es el vivir y el morir. Por eso, quizás, no acierta Baruch de Spinoza al enunciar que del amor o del ser amado solo brota alegría. Amor es dolor engendrado en la exigencia de perfección que inconscientemente demandamos del «otro». Sin embargo, tememos la perfección porque intuimos que es la muerte. «Te amo como a mí muerta…», exclama la amante a su amado en Matador, el filme de Almodóvar, antes de consumar su ansiado ceremonial de morir matándolo. «El erotismo es la aprobación de la vida hasta la muerte», confirma Bataille. El amor, en cambio, es, por sobre todo, elección, acecho y dominación del ser amado. El fin: cautivarlo en cuerpo y alma hasta que esa esfera se desgaste o estalle. «Mi amor es mi peso —dice Agustín de Hipona, el más amantísimo de los hombres— Mi amor es mi peso. Por él dondequiera voy». Camino. Horizonte. Espejismo más que visión. Espesura, pérdida, trofeo y censura. Gozo, delirio, tedio y morada.

Nada sabemos sobre nuestras pasiones, solo que están con nosotros desde el principio de nuestras vidas. Más fuertes que nuestra naturaleza, nuestros usos o nuestros pensamientos. No nos pertenecen. Nos poseen. Nos preceden y, por eso, deciden nuestros gustos, aberraciones, fantasías y deseos. Las más ocultas y las más inicuas son las más poderosas. Por ellas, de algún modo, transitan ciertos amores turbulentos. No hay un solo amor, hay amores, no existe un solo olvido, existen olvidos. El atroz estigma que desciende contra la esquiva, inasible y hostil imagen de la amada que nos dejó (traición y regocijo único, el placer inexpresable —erotismo extremo— de la huida clandestina). Poesía, poetas. La poesía es lo que queda y nos levanta, el juicio de la lejanía. Y nuevamente, una verdad paulatina, creciente y perpetua: poesía, urgencia de lo ignorado. «Tú, solo Tú en los desvaneceres/ últimos de la llama de este candil de barro./ … Tú, la pluma ligera y la brizna volátil/ y el copo de sol ebrio en el pinar de asombro,/ mientras una caricia húmeda como un dátil,/ se resbala en la piel de uva dulce de tu hombro…/ Tú, la alondra azorada sin olas y sin nombre/ que enciendes dos luciérnagas en tus pezones rubios…». Gonzalo Escudero. Aunque después de ese resplandor, torna la perpetua luz lóbrega del tiempo que sigue y pasa, esculpiendo el olvido.

Mil configuraciones del amor que convergen al mismo doliente y jubiloso final: amor y muerte. Las únicas paralelas que se juntan son las humanas. Desde que nacemos algo hemos de amar. Amamos en presente y en ausencia. Amamos el sosiego que nos transmite un vientre núbil, como de luna nueva o de sonaja recién fundida. Amamos un árbol. La zarandeada cometa de nuestra infancia. El violín en el que amaba nuestro padre. Una mano de mujer atada a la de otro hombre… Los diferentes motivos que se nutren con nuestro amor nos dan la cautela necesaria para no ceder a este los atributos de aquellos. Aunque al final solo queda el sueño. Sueño de ser, vivir, amar, morir. Ensueño de soñar lo que será. Tomás de Aquino trató de enseñar que amor y odio son dos núcleos de lo concupiscible. El amor es deseo de algo bueno en cuanto bueno, dijo, el odio una repulsión de lo malo en cuanto tal. A eso va en buen romance el santo. Velada intención de prohibir. Ánimo de confinar el amor. No existe interdicción alguna para el amor, pues nada más fecundo en su frágil, efímera naturaleza que este. De la infinitamente humana incertidumbre comenzó la inasequible creencia del amor, comenta desde su ácido humor depresivo Cioran.

Pero, ¿cuál es entonces la inmanente materia del amor sino la compasión? Ortega y Gasset mantiene que el hombre es primordialmente amor resuelto en los demás. En sus zonas más secretas y ásperas, en nuestras oquedades —donde subyacen la maledicencia o el orgullo más insensato—, hay amor. ¿Será verdad tanta belleza? Quizás aquella secta religiosa que Bataille quiso fundar pueda arrojarnos alguna luz sobre tema tan escabroso. Fascinado por el sacrificio humano creó la Acéphale(descabezado), pero la ceremonia inaugural suponía que alguien decapitara a su símbolo. Roger Callois fue el encargado. Se negó a decapitar al hombre a quien habían vendado sus ojos y que estaba dispuesto al sacrificio. ¿El hombre es capaz de morir pero no de matar? Que respondan los reyes de las guerras.

¿Puede el hombre saber si es amado o se conforma con amar él, solo él, con tal de no sentirse en soledad absoluta y urde en su memoria la ilusión de sus amores? «Bienvenido aquel que sin fijarse en mis ramas ni en mis frutos llegue a mí solo por amor, por ansia de tenerme y de mirarme con enamorada rabia», proclamó Miguel Hernández. Sueño de tierra somos. Reclamante entraña de arcilla. Gimiente y alborozado légamo. Se ha comparado la poesía con la mística, el erotismo y la sensualidad. Sí, la poesía se asemeja a la mística, así como al erotismo y a la sensualidad, pero las divergencias que hay entre ellas son grandes. La más fuerte: la significación o, para expresarlo de otra manera, el objeto o fin de la poesía. Es decir, aquello que el poeta nombra. La vivencia mística (vale aclarar que en esta incluyo las cofradías ateas, el budismo y sus corrientes, así como las creencias primitivas) alberga el elemento de un valor trascendental. En cambio, el ejercicio poético persigue sustancialmente el lenguaje. No importan razas (la ciencia actual está examinando a fondo la existencia de una sola), religiones, políticas, clases sociales, convicciones, el poeta nombra a las palabras, y, si se quiere, de manera tangencial y elusiva los objetos que estas señalan. En la poesía el sentido está imbricado a la palabra, es, por sobre todo: Palabra. En el discurso religioso, científico, filosófico, político… el sentido está más allá del lenguaje.

In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum. En el principio y en el fin —¿eso dice San Juan en el comienzo de su Evangelio?— fue la Palabra: alfa y omega del ser humano. La palabra es violación del tiempo (eternidad). Por eso es perturbador que la palabra se haya desvanecido en el mundo hueco de lo light (de qué modo se está aventajando a nuestro idioma que —si no estoy equivocado— un anglicismo describe mejor que cualquiera de nuestros vocablos la puerilidad de nuestra época). Los libros que se hacinan en librerías y bibliotecas de colegios y universidades: aquellos que solo requieren avivar nuestra connatural codicia. Codicia en su más amplia y siniestra connotación (pragmática y espiritual). Son los famosos manuales de autoayuda que se refocilan persuadiéndonos de que la felicidad está allí en el próximo libro de los mismos autores; esoterismos a mansalva; colonias de hermosos ejemplares humanos que el instante menos pensado se tornan en vampiros buenos y malos (réplica de las películas del viejo oeste), niños superhéroes de todas las condiciones. Y entre Coelhos, Cuauhtémoc Sánchez, Chopras y Og Mandinos, aparece —por decir un nombre— Basho, y los esnobistas de todas las edades adquieren insufribles poses, sin saber que la poesía del japonés es un camino hacia una beatitud instantánea que no excluye la ironía ni significa cegarse ante la realidad y sus miserias. Leyenda o no, Vera de Kohn me refirió alguna vez que alguien que se sumió en Basho (de escaso coeficiente intelectual se supone), convencido de que estaba en trance de levitación, fue a parar a una clínica de recuperación mental.

¿Quiénes leen en nuestro tiempo los libros que preguntan y confunden, libros que desazonan y alientan, pero que, sobre todo, inducen a pensar y a ampliar nuestros conocimientos? ¿Quiénes leen a Joyce, Miller, Genet, Céline, Coetzee, Perec, Pynchon, Auster… Blake, Celan, Carrera Andrade, Granizo Ribadeneira… Muy pocos. Y entre los filósofos de cepa Kant, Spinoza, Heidegger, Pascal, Nietzsche, Sartre…? Tal vez en las facultades de Filosofía. Los autores que están a la vanguardia son aquellos que nos transportan a la excelencia humana, reducida a ejecutar los negocios más veloces y suculentos o a la perfección que, en realidad, no es más que un camino inacabable o, en todo caso, aquellos que entrañan la conmovedora vanidad de esperar, a finales de cada año —como propone Magris— un año más feliz que los anteriores, a los que también se esperó a su vez con la confianza de que traían consigo una felicidad que nunca llegó. Palabra, poesía, poetas, pensamiento. Poetas del amor, de la vida y de la muerte; poetas de la poesía, de la soledad o del compromiso con el hombre nuevo (la peor poesía: la política. Neruda en sus desastrosos poemas políticos se torna panfletario, cartelista, ni siquiera político porque nunca fue militante). Poetas de Dios o del demonio, de la crueldad inocente (Sade) o de la nostalgia que no es sino la tristeza leve: Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Medardo Ángel Silva… La fiesta es lo que se espera, dijo Roland Barthes. Los poetas mueren esperando la fiesta de la palabra que está siempre más allá. «Un poema debe ser palpable y mudo/ Como una fruta redonda…/ Un poema debe ser sin palabras/ Como vuelo de pájaros/ … Un poema debe ser igual a:/ No es cierto/ … Un poema no debe significar/ Sino ser». Archibald MacLeish.

Palabra y Arte

El mar es el singular de los mares —apunta Félix de Azúa— pero el Arte no es el singular de las artes. El Arte (con mayúscula) y las artes son dos espacios diferentes. Tanto como el Tiempo y los relojes. (¿A quién se le ocurrió que el Tiempo podía ser enclaustrado en los relojes?) Las respuestas emergen de inmediato: antes de Cristo o después de Cristo. Lo cierto es que en las jornadas revolucionarias de julio, en París, lo cuentan varios autores —entre ellos Fuentes— apenas edificaron las barricadas y luego de explicar que los adoquines que desarraigaban de las calles era una estrategia para hallar el mar, los grupos subversivos anduvieron disparando a los relojes, tratando en vano de detener su desalmado paso silencioso, para que en ese instante —y ningún otro— se haga la eternidad. Pero en ese mismo fugitivo instante, este se desdoblaba, dejaba de ser ajeno, solo para empezar a ser objeto de nostalgia de una posible esperanza. (La esperanza es el catalejo del náufrago que ve visiones por el trance de desesperación que vive).

Solo el Arte es libre y orienta su destino. Los artistas, bajo la anterior premisa, no pasan de ser sino reclusos que creen actuar por cuenta propia, pero no es así, alguien —algo— superior a ellos, guía sus realizaciones. Por alguna de esas perversiones a las que nos tiene acostumbrados la historia, lo que había sido refugio de iconoclastas, elegidos, enfermos del alma, esto es, las artes plásticas o visuales —como se las llama ahora— han acabado convirtiéndose en la representación misma de la Razón. Y esto no es nuevo, movimientos epigonales de Dadá o los herederos de Marcel Duchamp (para muchos refinados intelectuales artista superior a Picasso o Van Gogh), devinieron en corrientes regidas por la Razón: conceptuales, minimalistas, la abstracción excéntrica, el arte corporal, el povera, el land art, el body art, el grafiti, el fotorrealismo, el videoarte, y otros precedidos por ese inefable neo antes de enunciar alguna escuela del pasado. El declinio de estas tendencias en los países primermundistas es un hecho consumado, pero en los nuestros —en especial Ecuador, Perú, Paraguay y Bolivia— han empezado recién. El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural, de Anna Maria Guasch, es, quizás, el mejor compendio de lo último que ha surgido en artes visuales. Rescato unas frases de su Prefacio. «Los estudios sobre el arte que genéricamente llamamos contemporáneo —señala Guasch— responden por lo común al calificativo de “literatura caliente”, a una literatura generada al filo de los acontecimientos epocales, desde las exposiciones de tesis hasta la propia trayectoria creativa e individual de los artistas. Los catálogos, las monografías, los artículos de reflexión, los ensayos sobre la modernidad o la posmodernidad, las críticas de prensa, los textos de edición, etc… configuran un campo de estudio —y, a la vez, un método de análisis— fragmentario…». Es decir, la palabra uncida al Arte, azuzándolo, inquiriéndolo, acicateándolo, abrazándolo…

Los famosos curadores de arte, críticos de novísimo cuño, reseñistas, gaceteros, no se diga teóricos o estudiosos, seguirán moviéndose en el pródigo universo de las palabras para aproximar al lector a todo lo que surja en nombre del arte. Dos casos dignos de mención. Entre las formas del arte procesual surgió el arte del cuerpo por los sesenta del siglo XX. Vito Acconci (Nueva York, 1940), pontífice del body art, no se ha fatigado en proclamarse que, por sobre todo, él es poeta. Y lo mismo acontece con Christo, tal vez el más célebre instalador del mundo. «Yo escribo poesía y es lo que mejor hago», repite cada vez con mayor énfasis. Su mayor mérito, cuando aún vivía su compañera —artista también— Jeanne-Claude, no cobrar un centavo de dólar. Su arte convoca millares de curiosos frente a sus hermosas y gigantescas instalaciones que, por cierto, duran un parpadeo. (Arte efímero: todo lo que han traído las últimas vanguardias). Muerta Jeanne-Claude, las creaciones de Christo cuestan cantidades exorbitantes.

Mediado el último decenio del siglo XX, Pierre Bourdieu relataba: «Está de moda proclamar por todas partes, con mucha bulla, la muerte de los intelectuales, es decir, el fin de uno de los últimos contrapoderes críticos capaces de oponerse a las fuerzas del orden económico y político. Y los profetas que anuncian la desgracia son reclutados, evidentemente, entre los que solo ganarían con esa desaparición: esos plumíferos a los que su “impaciencia por verse impresos, interpretados, conocidos, ensalzados”, como decía Flaubert, los empuja a toda clase de transacciones con los poderes del momento —políticos y económicos—, quisieran desembarazarse de los que se obstinan en defender o en encarnar las virtudes y los valores amenazados, pero todavía amenazantes para su inexistencia». Hasta aquí la cita. Los intelectuales funcionales son pocos, pero siempre están allí, diluyéndose alrededor de los soberbios (casi todos) poderosos de turno. El compromiso de los intelectuales es —lo he mantenido siempre— con su obra y con la dignidad. Los otros son los bufones del siglo XXI.

Apostilla

Palabras: nunca astros inanimados, luz peregrina. Piélagos de confusión y destellos. Inagotables senderos sin finales. Guías de exploración y rodeo por nuestros infinitos humanos. Descifradoras de enigmas. Continentes de pavor, exasperación y sosiego. Turbulencias y calma. Conmoción y reposo. Rastreadoras de otros infinitos. Venablos. Ritmos. Silencios. Nacimientos. Agonías. Muerte. Todo para llegar a ese ningún sitio que son todos los sitios, aquí y ahora. O en alguna parte y otro tiempo. Disgregación y fusión. Simulación y sinuosidades. Marismas. Estuarios. Vidas. Amores. Olvidos. Sueños y conjuros. Palabras que nos llevan hacia estadios circulares, aquellos que exaltan al centro de nosotros mismos, pero también verticales, aquellos que carecen de retornos. Palabras: comienzos, abrazos, adioses. Contraseñas, fuego y nieve, escombros y consuelo.

El ser humano y la palabra. Uno y plural. ¿Arte de dos, amalgamado, pero identificable, diverso? La separación no es todavía incisiva. Las raíces terrestres y las raíces celestes se unen sin usurparse, mutuamente, los límites. Pero el todo se abre, inexorable. En el tiempo que vivimos, ya no tenemos ninguna necesidad de exponer un contenido en la forma del arte, este, el arte, es para nosotros, por el lado de su destino supremo un pasado. Comunión y regreso al principio. Recomienzo: arma y escudo, refriega, vorágine y quietud, todo en uno; agua trepidante y convulsa: bella, turbulenta y mancillada bitácora de nuestros hallazgos. Amor regocijo. Amor dolor. Amor carne, espíritu y quebranto. Art en couple: arte de dos, que grita amor, que calla amor, que exuda amor, que vive amor, que muere amor. En los fondos, congregados —no conciliados— siempre ella y nosotros. Rumores, aires, balbuceos, memorias, estremecimientos, huellas de rostros, el vital y mortal abrazo del deseo y la metamorfosis que, durante un instante de éxtasis, procrean la eternidad. Nupcias sempiternas de espacio y tiempo. Movimiento.

Y, ¿el hombre y la mujer?: signos que el vaivén universal dibuja y suprime, erige y anula. Relatorio de un mundo sabio y sólido de vastas perspectivas y de infinitas distancias. El misterio de la vida, del amor y de la muerte que se prolonga y perpetúa, y las señales inequívocas de su destrucción para volver a iniciarse o para empecinarse en su fin.

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