Estuve allí con ellos, uno entre los apóstoles, un siervo entre los Once.
En mis ojos y el cielo de inmensa transparencia, la persona del Cristo se elevó a lo más alto.
Dejó, al pasar la puerta de un Edén invisible, un vacío encendido, una gloriosa ausencia.
Rememoran la escena catecismos y lienzos: el agitado grupo, la ilusión de los dedos que tratan de aferrar un jirón de la túnica, el labio balbuciente.
No acababa de irse, de huir de mis pupilas. Yo aún sentía su mano —¡oh, ademán de confianza!— lealmente posada sobre uno de mis hombros.
No hubo un solo discípulo ajeno a esa manera feliz de tentación: la de volver la cara, de mirar al amigo.
Ninguno de nosotros quería darle la espalda…
No quitamos la vista de la figura en fuga. Libramos a la Fe la secreta presencia.