A mi hermana Mercedes
Ora, niña. Cantó ya entre las ruinas
el himno de la tarde el solitario;
y envuelto en sombra el pardo campanario
dio el toque de silencio y oración.
Murió ya el día, se enlutó la tierra;
la golondrina vuelve a su techumbre;
y del ocaso a la rojiza lumbre
se recoge devoto el corazón.
Todos rezan: los niños dulcemente
con la envidiable fe de la inocencia;
el hombre con la hiel de la experiencia;
la virgen con el fuego de su amor.
Y en el hogar los respetuosos hijos,
al hermano agrupándose el hermano,
se prosternan al pie del padre anciano
y él los bendice en nombre del Señor.
Ora, amor mío: cuando así te miro,
de hinojos puesta sobre el duro suelo,
me pareces un ángel que su vuelo
va hasta el Edén, tranquilo a remontar.
Feliz, entonces, con tu gloria canto,
te sigo en la ilusión de mi deseo;
mas, si vuelvo la faz y aquí te veo,
una lágrima entúrbiame el mirar.
¡Si ahuyentar el dolor de la existencia
de tu inocente corazón pudiera,
y la estrella de paz siempre luciera,
en tu serena frente angelical…!
¡Ah, si pudiera yo, pobre ángel mío,
verter mi sangre y darte la ventura;
blanda encontrara la honda sepultura,
y bendijera de mi vida el mal!
Tú ignoras —y lo ignores siempre, niña—,
del mundo las amargas decepciones;
mas yo ¡ay de mí! conozco sus pasiones,
y su falsía y sus quimeras sé…
Mas ¡tú lo puedes…! con tu puro ruego
virtuoso porvenir de Dios alcanza;
pídele santo amor, firme esperanza
y, como el sol, ardiente y viva fe.
Ora, niña, por mí; cuando tu labio
murmura fervoroso una plegaria,
envía Dios a mi alma solitaria
un rayo de esperanza seductor;
el ángel de tu guarda casto beso
da a tu tranquila, pudorosa frente,
y por la escala de Jacob, luciente,
tu ruego sube al trono del Señor.
Cuando el árbol al roce de la brisa
parece sollozar en la llanura,
y el arroyo cruzando la espesura
con la hoja seca murmurando va;
cuando un rumor solemne, prolongado,
melancólico y tenue en lo alto suena,
y de profunda inspiración se llena
el alma ante el eterno Jehová;
di ¿no oyes, niña, en esas vagas notas
la voz con que también naturaleza
ora, velando su gentil belleza
de la neblina con el leve tul?
Por eso se hunde en meditar profundo
el espíritu al rayo tembloroso
de la luna, que alumbra el majestuoso
templo de Dios en el inmenso azul.
Y reverente el ángel de la tierra
se prosterna al decir «¡Ave María!».
¡Silencio…! ¡Majestad…! ¡En poesía
de los cielos se baña el corazón…!
En tanto el sueño vuela taciturno
por el confín lejano del oriente,
y repiten las grutas tristemente
del bronce la postrera vibración.
Y la Virgen de vírgenes sonriendo,
mientras repites otra Ave María,
se goza, te bendice, hermana mía,
y apresta una corona a tu alba sien.
¡Ah, que esa bendición descienda a tu alma,
como al jardín el bienhechor rocío,
y a coronarte vueles, ángel mío,
con flores inmortales del Edén!
Y cuando un día me recuerdes, triste,
a las preces del órgano que llora,
al resonar esta solemne hora,
¡póstrate y alza tu oración por mí!
Presto mi ¡adiós! oirás… guarda mi pecho
un germen de dolor, un mal profundo,
que no lo puede sofocar el mundo,
¡porque todo en el mundo es baladí…!
¿Perdonarás entonces, padre mío,
de mi fogosa vida a la memoria
si sólo ofrece mi doliente historia
las penas que te dio mi juventud?
¡Sí, y a mi tumba, dolorido anciano,
irás a bendecirme cariñoso,
y el ángel guardador de mi reposo
consolará tu triste senectud!