Hay lectores muy aficionados a las biografías, las que a veces adoptan las cualidades de una novela para conseguir los más anhelados efectos de todo lo que se publica: atención, curiosidad, interés. Las existencias concretas de los seres humanos son susceptibles de indagaciones casi invasivas, para contar el avatar exterior y la cadena de hechos voluntarios. Parecería que la talla de un personaje histórico queda confirmada cuando una biografía se ha ocupado de su paso por la vida.
Mi temprana proximidad con ellas empezó —no podía ser de otra manera— con María Antonieta y María Estuardo, de Stefan Zweig, estimulada por mi madre. Desde entonces, las consumo al ritmo del azar o bajo la idea de que algunos libros son para descansar, ratificando el placer de leer. Si me pongo a recordar títulos podría hacer una lista demasiado larga, pero tengo mis perlas incandescentes: Bolívar, de William Ospina; Rimbaud, de Enied Starkie; George Sand, una mujer como yo, de Silvina Bullrich.
Ahora soy capaz de apreciar mucho más que la fidelidad a unos hechos, tan abiertos a múltiples fuentes desde que contamos con Google. Ahora busco qué ha hecho un biógrafo con los materiales de su investigación más allá de la obligada cronología: las vidas tienen un orden en el tiempo que casi nadie transgrede en su relato. Solo muchas novelas nos obligan a saltar la linealidad. Sin embargo, un buen escritor mitiga los pasivos pasos del rey Cronos: infancia, juventud, madurez, muerte, y nos regala una organización textual que exija una dinámica de combinaciones. La introducción de testimonios —cuando el biografiado todavía tiene sobrevivientes— es una punta de lanza que permite avanzar por asociación y acotación.
Las biografías no son necesariamente ejemplares (aunque con esa intención las monjitas me hicieron leer vidas de santos). Toda la gama de la condición humana genera seres, cuyo devenir se materializó en acciones rectas o torcidas, en lúcidas decisiones políticas o en desastradas iniciativas de destrucción. Aficionada a revisar los gobiernos de los emperadores romanos, conozco de la perversión senil de Tiberio, así como de las locuras de Nerón. He girado en torno de Carlos V el Habsburgo, me ha carcomido la impaciencia frente a Napoleón.
A veces, me he preguntado si la curiosidad respecto de un ser humano tiene algo de morboso, si recoge esa actitud tan chismosa, socialmente hablando, de hablar sobre los demás y buscar sus nexos familiares. Ese ingreso despiadado a la intimidad de quien está muerto para hurgar entre sus debilidades, constatando que mentía, que tenía escasa higiene, que acosaba a sablazos a sus amigos, anota ribetes a una personalidad, pero es irreverente. Que lo sea, me objetará alguien, que la tarea de biografiar está atada a la verdad y se enriquece precisamente develando secretos y arrostrándole al fallecido su carga de carne débil y hasta putrefacta.
¿Y las autobiografías? ¿Existe quien sea capaz de “contarlo todo” en aras de un desnudamiento penitente o, por el contrario, de un exhibicionismo fetichista? ¿Valen los esfuerzos de las estrellas de cine que contratan escritores y dejan su versión de vida, en primera persona, porque han sufrido acoso y tergiversación? Para responder estas preguntas están los libros, los preciosos y discutibles libros.
Este artículo apareció en el diario El Universo.