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«Carlos Arcos: tradición y tiempo presente», por Bruno Sáenz Andrade

Discurso de recepción de don Carlos Arcos Cabrera como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, pronunciado por el académico don Bruno Sáenz Andrade en la sesión solemne que tuvo lugar en el auditorio de nuestra Academia, el 23 de mayo de 2019.

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Discurso de recepción de don Carlos Arcos Cabrera como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, pronunciado por el académico don Bruno Sáenz Andrade en la sesión solemne que tuvo lugar en el auditorio de nuestra Academia, el 23 de mayo de 2019.

Un intelectual de valía honra al premio que se le otorga, tanto o más que ese reconocimiento le concede prestigio. El miembro de una institución como la Academia Ecuatoriana de la Lengua le presta una nobleza adicional, con su obra y su actitud, a la altura de la dignidad recibida. La investidura del académico (una medalla hace las veces de toga) no ha de confundirse con la del conservador de un museo léxico o la de un restaurador de papelotes apergaminados. El escritor galardonado por autoridades o por editoriales levanta con los dedos unos cuantos granos fugitivos de la arena de la fama y alcanza un lugar de privilegio en las vitrinas de las librerías, después de haberse sometido a los criterios y caprichos de un jurado, a una competencia de justo o injusto porvenir. El académico es elegido con el aval de tres de sus futuros colegas, luego de verse cernido por el filtro de una comisión a la que no le falta ni el abogado del diablo.  No ha presentado, no oficialmente, con probabilidad de modo alguno, su candidatura. El modelo no es el de la Academia Francesa. Hay, pese a todo, algo de azaroso, dependiente de ajenas voluntades, en el proceso de su nominación. De azaroso no solo para el candidato. La resolución de sus electores se asemeja a una apuesta, una apuesta que se diría segura, garantizada por el acervo creativo o la calidad de las investigaciones lingüísticas del candidato, pero apuesta al fin. Nadie erige una estatua al académico recientemente designado o promocionado. Convoca a un compañero de tarea a la vivencia personal y asociativa de las letras en tanto lengua activa, de uso, de vehículo de la visión y la interpretación de la condición humana, objeto de análisis y de prospecciones en la mina de la concreción verbal de la cultura y del alma común de las agrupaciones humanas.

No he de excusarme por esta introducción. Sustenta mi manera de apreciar una membresía académica que significa el ingreso a una corporación cuya materia prima es inapreciable, el idioma español nada menos, uno de los más extendidos por el mundo, casi omnipresente por encima de latitudes, fronteras, acentos, vocabularios, matrices de pensamiento organizados alrededor la columna lógica, mental, emocional encima, del habla. No pretendo rebajar la preeminencia del mérito personal, sino de proponer idéntica significación para los aportes que de cada individuo ha de esperar la institución, equipo en constitución permanente desde los tiempos de sus fundadores (menciono a Juan León  Mera, a Julio Zaldumbide, a Pedro Fermín Cevallos, su primer presidente) y de sus más destacados herederos. La integración de Carlos Arcos Cabrera, amparada por la calidad de su narrativa, ha de llenar plena y satisfactoriamente, así lo espero, la exigencia de un trabajo ya individual, ya colectivo, pero siempre emprendido hacia adelante.

Carlos Arcos, sociólogo de profesión, ha añadido al pie de su firma la palabra, “escritor”. Es autor de no menos de siete libros publicados entre 1997 y 2016, dos de los cuales (Para guardarlo en secreto y El hombre pez y las fábulas de la memoria) se adhieren al género juvenil, sin que Arcos los coloque a la cola de su creación. Vientos de agosto y El invitado han obtenido el premio Joaquín Gallegos Lara del municipio de Quito. Copio los títulos de los restantes, Un asunto de familia, Memorias de Andrés Chiliquinga y Saber lo que es olvido. Cabe destacar sus ensayos La caja sin secretos: dilemas y perspectivas de la literatura ecuatoriana, próximo a El difícil arte de la reducción de cabezas: continuidades y rupturas en la literatura ecuatoriana y El secreto de la trampa: El chulla Romero y Flores en la narrativa de Icaza. Insisto en la dicotomía del científico social y del forjador de relatos: lo hago para atenerme a la opción del propio Arcos, inclinado a favorecer su segunda naturaleza. Se siente cómodo al rehacer una combinación/oposición de realidad y de ficción creadora. Estima que la disciplina de las ciencias humanas todavía se interroga por su objeto, por su esencia, e intenta elusivas respuestas. La literatura no contesta preguntas, genera inquietudes. No vale la pena intentar comparaciones de valor, pero su actitud me recuerda a la de Sábato, cuya renuncia a la precisión de las ciencias exactas se compensa por una adhesión al controlado desorden vital de la literatura. Carlos Arcos se desliza a esta desde las dubitativas ciencias del comportamiento. ¿No bastaría hablar, aquí y allá, de la inevitable victoria de la vocación, e ignorar  justificaciones de orden racional, del rechazo a los sistemas y a la sapiencia codificada? Semejante al Adán del segundo libro del Génesis, el escritor se apropia de la simbología bíblica y asume la misión de nombrar animales y cosas, individuos y pueblos (de pasada, defendamos el derecho de las sociedades a nombrarse a sí mismas), al pecado y la virtud, a hechos y afectos, a caducidades y actualidades. Esa facultad de bautizar en idiomas diversos, de matizar y modificar, resume lo específico de la literatura. Me refiero a una secreta complicidad existencial entre el objeto designado y el verbo natal o adquirido del designador.

Ciertas características básicas de construcción, estilo y temática se mantienen a través de las historias de Arcos, no obstante su diversa localización geográfica, la intención particular y la evolución del autor. Caigo en la tentación de tratarlas de cierta manera a la suerte, sin catalogarlas, aproximándome a ellas al buen tun-tun de la lectura. Llama la atención la multiplicidad de sus escenarios. Igual pueden ser el de la gran ciudad norteamericana o europea, de la pequeña o mediana capital sudamericana, de la región amazónica… Van saltando por las páginas de un libro y de un libro a otro. Aunque el prosista alerta sabe diferenciar los elementos identificadores de la varia localización y aprovecha el extrañamiento que supone para sus criaturas la continuada reubicación, es la experiencia humana, una y diversa, la materia artesanal de esta escritura: se impone a los contrastes y los matices culturales, los confronta y los guía a lo largo y ancho de previsibles malentendidos. El traslado desde una geografía urbana a la manigua, de la muchedumbre al círculo familiar o a la soledad, de la recoleta colectividad que se supone, erróneamente, al margen del devenir, al bullicio de la urbe, tiene de recurso narrativo complementario, subordinado a la evolución de los personajes, marco de sus sentimientos, sus destinos, sus decisiones. Apenas podría sospecharse un rezago de pintoresquismo, de devoción de viajero. Se integra a las causas de las aproximaciones de apariencia casual y a los desgarradores alejamientos, de consuno con los cambios generacionales, la incompatibilidad de los intereses, la coincidencia o la oposición de las voluntades.

Algo parecido a una obstinación se apunta en argumentos y escenarios, como motivación de los desarrollos o telón de fondo: el conflicto social y político. Exhibe el exterior de los mecanismos oscuros, de la violencia que mueve al mundo al lado de los juegos del amor y del azar: las guerras del Ecuador con el Perú, la represión militar chilena; la disfrazada actividad policial peruana contra el Sendero Luminoso, desviada a la tortura indiferente y brutal de ciudadanos inocentes; las revueltas alfaristas, la guerra civil española, los levantamientos indígenas del Chimborazo… La constante del entorno histórico no se aferra a nombres ilustres, no se remite a períodos políticos oficialmente denominados, sino a la visualización de un progreso material (la agricultura, el ferrocarril, las costumbres de la colectividad juvenil), a sus manifestaciones renovadoras y a la vez pasajeras… Uno de los protagonistas de Arcos -y está lejos de ser el menor- es el tiempo, un tiempo que jamás se detiene a contemplase pues no tiene razón de hacerlo. Su único propósito es arrastrarlo todo, naturaleza, humanidad, cultura, justicia, a un presente que ha de ceder enseguida su espacio ideal a un más fresco presente.  Desde la fugacidad, desde el “ahora” deleznable es dable retomar, con la memoria, el pasado, pero, al remontar el río al ayer, Arcos lo hace con la voz del agente-paciente de lo ya transcurrido, del presente que fue.

Caro a esta novelística es el tema del sexo, un sexo transgresor. No descarta el incesto ni la homosexualidad. Saber lo que es olvido le presta un carácter de reivindicación no idealizada de la mujer. El amor se registra como un sentimiento complicado, corroído, si se quiere, por los complejos individuales y el doblez del egoísmo.  

Hay recursos propios del relato contemporáneo, de los usos actuales de la prosa de ficción, que Arcos, cuyo arte guarda afinidad con la tradición, aprovecha diestramente: las confesiones íntimas por ejemplo, las cartas… No les faltan hilos tendidos hacia los desbordamientos del monólogo interior. Frecuente es la sucesión de encontrados puntos de mira. Las versiones particulares van acumulándose -no confundiéndose- por suma o yuxtaposición, hasta redondear el panorama de la novela. Arcos las trata con libertad y fluidez, al extremo ocasional de silenciar largamente a determinadas figuras, a reducirlas a sombras expectantes durante un número apreciable de páginas. Las voces, los mensajes coexisten en el tiempo (la escritura está obligada a la sucesión) o se remontan a horarios disímiles. Las generaciones se prestan o se arrebatan el discurso. La  reminiscencia está narrada desde su actualidad. Así va configurándose una idea del tiempo que se fusiona a la realidad única del presente, un presente provisional renovable, al rebajarse a pasado, solo desde su propio instante, desde su momento vivido.

He mencionado a las generaciones en trance de sucesión. La linearidad del texto solo alcanza a sugerir el contrapunto de las melodías superpuestas y las disonancias dramáticas. La abrupta sucesión, la ida y el retorno de acentos y de rostros se asimila a una polifonía metafórica. ¿Nos invitan los libros de Arcos a imaginar una novela río condensada, una saga familiar que se niega a serlo y evita la progresión del cuento por volúmenes, por “entregas”, mediante la apreciación sintética de la cronología? ¿Propone la coexistencia de tiempos e individuos sobre el lienzo de una actualidad que es y no es la misma? El presente se vuelve la fugacidad del presente. Las novelas no concluyen, salvo por el movimiento de la mano cuando decide asentar el punto final. A la decadencia de la edad sucede un amanecer dubitativo. La manzana recién cosechada alimenta en su semilla la voracidad del gusano.

Semejante manera de inconclusión facilita a tal o cual hilo de la trama de un libro la flexibilidad para extenderse, liana testaruda o generosa, a cualquiera de los siguientes. El arco del narrador (se me perdonará el juego verbal) lanza sus personajes de una novela a las páginas imprevisibles de la concepción posterior. Es el caso de la María Clara de las Memorias de Andrés Chiliquinga, que ha de abandonarse al amor de una mujer inestable (relación sentimental causa de experiencias inéditas y de tramas no obligatoriamente secundarias)  y ha de toparse al fin con el Andrés Chiliquinga pacificado, casado, sabio (o resignado) de Saber lo que es olvido. Sería interesante la disección de dichas personalidades. Pueden ya no ser idénticas a su ayer. ¿Les ha asignado Carlos roles y caracteres desprendidos de los de su concepción original? ¿Asistimos a una evolución limada por la vida, matizada por la pluma de un fabulista cuyas perspectivas se enriquecen o se modifican?

Sometido al interrogatorio  de una entrevista, Carlos Arcos asevera: La literatura libera al creador de sus limitaciones, ayudándole a asumir todas las formas posibles de vida. Conviene añadir: sus variantes mantienen palpitantes, irresolutos, los conflictos de sus criaturas. Ni siquiera su sabiduría es definitiva. El nudo de la memoria se  desata y libera a María Clara y Andrés Chiliquinga. No equivale a una pacificación  plena, a una concesión serena a los derechos del olvido, sino a una especie de encuentro-desencuentro, a una renuncia melancólica, sin patetismo. La epifanía negativa (la des-aparición del hermano cómplice del incesto) de Un asunto de familia se remite, de perfil, a la mitología campesina del gusto de los relatistas sociales de la Generación de los 30… Roza mis labios el Aguilera Malta de Jaguar, esa narración promisoria de aventuras y mitos a medias fallida… La literatura no brinda respuestas. Tampoco la consolación del punto final. Genera inquietudes. La novelística, literatura por ende, nos planta de frente interrogaciones y jirones de iluminación.

Los ensayos de Carlos Arcos acerca de las letras nacionales y sus perspectivas se apoyan a ratos en autoridades reconocidas pero no prescinden del análisis propio, particularizado. Camina con prudencia a la ruptura de concepciones que corren en el riesgo de constituirse en mitos, circunstancia nada favorable a una conciencia predispuesta a la observación objetiva. La aventura de la reinterpretación crítica no carece de riesgos, puesto que estamos comprometidos con ella, dentro de ella, actores primero, después observadores o analistas.

Carlos alude también a la fugacidad de los textos escritos. Relaciona el fenómeno con las redes sociales, orientadas desde su concepción a servir de vehículos del instante, de lo provisional, de intempestivos borradores. Me animo a continuar, por un desvío, la reflexión de Arcos: me acerco, con temor y temblor, a la banalidad, a  la proliferación de publicaciones “consumibles”, buena porción de ellas fútil objeto de descarte, proporcionado al lector al peso, a voluntad de editoriales y librerías trocadas en empresas descaradamente comerciales. Arriesgo una broma, una bastante seria: ¡Cuántos árboles habrían cumplido mejor su destino si, en lugar de degradarse a papel, quedaban de pie, tronco, savia, follaje, dispuestos a dar sombra y frutos, a renovar la atmosfera, hasta a ser las víctimas del abrazo de algún cultor de esotéricas doctrinas!

Demás está decirlo: los libros de Carlos Arcos valen el sacrificio de algunas tablillas, de ciertas maleables cortezas. Las dos virtudes del académico, la obra cumplida y la expectativa de la creación por venir, de su aporte de estudioso y autor, reconocidas no sin lucidez por nuestra institución, constituyen la promesa de futuras cosechas estacionales, de inéditas floraciones.

Bienvenido a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Carlos Arcos, escritor. Escritor, así lo proclama, con orgullo y con la simple llaneza de la vocación, su pie de firma.

Bruno Sáenz Andrade.

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