Y Sheherezada
se instalaba
en una silla destartalada
entre las dos camitas
de los hermanos
y narraba cada noche
el cuento de dormir.
Y cuando crecieron
Sheherezada
leía a la luz escasa
de una lámpara
usada
las interminables historias
de las mil noches
y una.
Pasó la vida.
La voz de la princesa
que imaginaba cuentos
se ha callado.
Solo queda en el aire
la magia de algún eco
de surtidor
o de canción extraña
entonada por esclavos
bajo los naranjos floridos
un jirón de esos velos
bordados
de las favoritas
o el brillo de los ojos
melancólicos
de un sultán taciturno.
(De Río de la memoria, 2004)