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«César Arroyo: entre el modernismo y la vanguardia», por Francisco Proaño Arandi

Intervención del embajador don Francisco Proaño Arandi en conversatorio sobre César E. Arroyo, realizado en la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el miércoles 30 de octubre de 2019.

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Intervención del embajador don Francisco Proaño Arandi en el conversatorio sobre César E. Arroyo, realizado en la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el miércoles 30 de octubre de 2019.

Constituye un acierto de Gustavo Salazar, destacado polígrafo, investigador de la cultura nacional y estudioso profundo de la cultura y de figuras prominentes de la literatura ecuatoriana, el haber propuesto este conversatorio, justamente en el seno de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, para recordar y exaltar a César E. Arroyo, un escritor que desempeñó un papel protagónico en el primer tercio del siglo XX del Ecuador y que, sin embargo, no consta en el canon de nuestra literatura, pese a su importancia como ensayista y eximio cultor de la crónica, poseedor de una escritura que debe relievarse como una de las más altas, por sus calidades estéticas, de aquella época, una época en la que brillaron prosistas como Gonzalo Zaldumbide -amigo de Arroyo-, Nicolás Jiménez o José Rafael Bustamante y en la que hizo sus primeras armas alguien que devino cimero en esos géneros: Raúl Andrade[1].

Es hora ya de resaltar el lugar que César E. Arroyo tiene en la literatura ecuatoriana, por variadas razones. Por sus crónicas, género en el cual vertió lo medular de su obra y sus dotes poéticas e imaginativas; por su actividad literaria y suscitadora, ya que gran parte de su vida de crítico literario y viajero dedicó a difundir, en especial en el Ecuador, las nuevas corrientes artísticas que en su época aparecían en las latitudes europeas y latinoamericanas; y, finalmente por su condición de representante conspicuo de la prosa modernista, si bien debe considerársele, más bien, una figura de transición: entre sus orígenes románticos, su formación intelectual dentro del modernismo y su simpatía ulterior por los vanguardismos que aparecieron en Europa y América en las primeras décadas del siglo XX.

Un estudioso de su obra, el escritor Efraín Villacís, señala:

“El estilo literario del autor de Las catedrales de Francia se expande o retiene entre un romanticismo pomposo donde brotan relatos de tragedias melancólicas, épicas anécdotas con reminiscencias de historia antigua, un doméstico naturalismo a lo Menéndez Pidal hasta cierto modernismo lírico, hasta la casi escueta descripción periodística”[2]

Otra faceta de Arroyo digna de resaltarse es la labor de difusión de los valores culturales ecuatorianos que desplegaba en los medios europeos (España y Francia) en que le tocó vivir como diplomático y hombre de letras. Factor decisivo en esta labor constituyó su quehacer cosmopolita y su amistad con destacados intelectuales contemporáneos suyos, entre ellos, José Vasconcelos, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Amado Nervo, Alcides Arguedas, Rafael Cansinos-Assens, Francisco Villaespesa, Andrés González-Blanco, etcétera, junto con ecuatorianos insignes como Benjamín Carrión, Jorge Carrera Andrade o Gonzalo Zaldumbide, también presentes en la Europa de los años veinte y treinta del siglo pasado.

Hay dos aspectos de su vocación literaria en los cuales, según se ha dicho, pudo darnos una obra más sustantiva, si no fuese porque ambas fueron superadas por su dedicación a la crónica, al ensayo y a la intensa interrelación personal con intelectuales como los mencionados[3]. Como poeta, nos dice Isaac J. Barrera que en la época de la revista Letras, órgano del movimiento modernista, Arroyo “fue el más lírico de los jóvenes de ese tiempo”. “Anunciaba –añade– la publicación de unas Flores de Trapo, que nunca llegó a publicar y que no sabemos siquiera si las escribió. Aparecieron, es verdad, en varias revistas, versos de hermosa composición, pero que apenas dejan adivinar lo que hubiera sido era cascada romántica encerrada en estrofas”[4].

Como novelista publicó, en 1924, Iris, una novela corta de indudable factura modernista, prologada por Benjamín Carrión, quien, a más de calificarla de “novela imaginífica”, resalta en ella “la exaltación lírica, un haz destellante de imágenes que se desbordan de las páginas del libro, como una cascada de gemas multícromas de un surtidor fantástico de Las mil y una noches[5]. Tal como en el caso de la promesa poética de Arroyo que destaca Isaac J. Barrera, Ángel F. Rojas, en su estudio sobre la novela ecuatoriana[6], señala:

Quienes, como Medardo Ángel Silva en María Jesús, César E. Arroyo en Iris o Isaac J. Barrera en su novelita El dolor de soñar, nos dieron cumplida muestra de su capacidad de narradores, pudieron haber compuesto excelentes novelas. No lo hicieron así: el modernismo ecuatoriano, que tuvo poetas magníficos, buenos ensayistas, críticos magistrales, sociólogos penetrantes e ironistas terribles, hurtó su colaboración a la novela.

En contrapartida, fue un notable cronista. Cabe al respecto relievar su labor de periodista en diversos medios ecuatorianos y españoles, de 1906 a 1936, entre ellos, los diarios quiteños El Día y El Comercio, la revista Caricatura, Letras, la revista ambateña Ecuatorial, que dirigió, La Idea, y lógicamente la revista Cervantes, en Madrid, de tanta repercusión en los medios intelectuales hispanoamericanos y que Arroyó ayudó a fundar, de la que fue primero codirector y, más tarde, director. A fines de la segunda década del siglo pasado, hacia 1920, esta revista se constituyó en uno de los órganos de difusión del vanguardismo hispanoamericano.

Entre sus libros de crónica resaltan: Retablo (1921), “recopilación de preciosas crónicas suyas, aparecidas entre 1913 y 1919, varias de ellas en la revista Cervantes[7] y Catedrales de Francia (1933), libro en el que desplegó su pulida y poética prosa y su visión de viajero ilustrado y cosmopolita. De estas dos obras, Jorge Carrera Andrade dijo: “La creación literaria era para él un acto de fervor, como se puede ver en sus libros de Retablo y Catedrales de Francia, serie primorosa esta última de estampas vivas e iluminadas. Arroyo poseía un estilo rico, animado y musical que insuflaba en todas las cosas un soplo de nobleza y de romanticismo. Compuso verdaderos poemas en prosa sobre asuntos históricos y personajes de España y de Francia”[8].

Deben citarse también sus ensayos: Manuel Ugarte (1931), Galdós (1930), Romancero del pueblo ecuatoriano (1919), Ensayo sobre Lope de Vega (1936) y, entre otros, la serie de semblanzas de varios poetas mexicanos contemporáneos que publicara en la revista Cervantes.

En la escritura de entonces, hablamos de los años correspondientes a las dos primeras décadas del siglo XX y aún más tarde, dejaba su impronta la prosa de dos eximios representantes del modernismo: Rubén Darío y José Enrique Rodó. Y, junto a la elegancia y claridad de esa prosa, llegaba también la reivindicación de la herencia hispánica, en contradicción con lo que significaba en aquellos momentos la emergencia imperial de los Estados Unidos para los pueblos latinoamericanos. En el caso de Arroyo es indudable que su escritura se corresponde con la que inauguraron, en las postrimerías del siglo XIX, junto con Martí, esos dos grandes de la literatura.

Ello explica la adhesión de Arroyo a la tradición hispánica, la asunción de una verdadera misión exaltadora de la hispanidad, en lo que coincide con su contemporáneo y amigo, Gonzalo Zaldumbide.

Diríamos más bien que Francia y España están presentes en el imaginario de César Arroyo, puesto que vivió más que nada en esos países durante largos y fecundos años. Prueba de ello son sus crónicas y semblanzas: Galdós ante su estatua, Galdós en América, Concepción Arenal, Maeterlink en España, El Cristo de Velásquez, Evocación romántica (sobre el suicidio de Mariano José de Larra) y otros, en Retablo; y en diversas antologías: La catedral de París, La vida poemática de Eugenia de Montijo, La sonata fúnebre de Valle Inclán, ensayo biográfico y crítico sobre Lope de Vega.

Frente a estos textos y en especial aquellos de materia biográfica, como los dedicados a figuras singulares de mujeres en el libro Siete medallas, o a destacados poetas y escritores como Luis G. Urbina, José Juan Tablada, Amado Nervo, Enrique González Martínez o Manuel Acuña, el prosista que es Arroyo nos recuerda al Rubén Darío de Los raros, obra que seguramente leyó. El tono, el ritmo, la detenida inmersión en la obra y vida del personaje retratado, todo hace recordar a Darío. Casi resulta una feliz coincidencia que así como Darío, en Los raros, incorpora la figura de un místico medieval, Fray Doménico Cavalca, Arroyo por su parte incluye en su galería de semblanzas la dedicada a otro personaje de fines del Medioevo, el gran pintor Alberto Durero, de acentuada y aun dolorosa religiosidad en sus cuadros.

Junto a su hispanismo, Arroyo mantuvo también una profunda preocupación por la cultura de América y fundamentalmente la de su patria, el Ecuador. Muestras de ello son sus ensayos, algunos de ellos vertidos en conferencias, sobre Montalvo, Rodó, Olmedo o el que dedica a investigar la huella del romance español en el romancero de América. En contradicción con el pensamiento de Gonzalo Zaldumbide, Arroyo concibe la realidad de lo que denomina “el alma hispanoamericana”. Dice en su ensayo-conferencia sobre el Romancero en América:

“Clima, sangres aborígenes de las que en el Nuevo Mundo ha quedado un grueso sedimento, sangres de inmigración que a raudales acuden a fecundar estas comarcas; diversidad grandiosa de escenarios naturales, restos de idiomas extintos que retoñan en los brotes de vocablos indígenas, que por designar objetos netamente americanos no encuentran equivalente en nuestra lengua; voces ancestrales, tradiciones y leyendas; todos los elementos, en fin, de un mundo nuevo actuando de consuno, han moldeado el alma española, la han modificado y han dado una resultante magnífica: el alma hispanoamericana, la cual se patentiza en una literatura considerable que, siguiendo la evolución natural y lógica de todas las literaturas, se encuentra hoy culminando su primera etapa: la edad lírica, que no puede presentarse más radiante ni más fascinadora”[9].

Gonzalo Zaldumbide, de acendrada vocación europeísta, se manifiesta opuesto a esta concepción de Arroyo, en el mismo prólogo de Retablo, escrito por pedido del autor. El gran prosista acepta como a regañadientes que pueda existir en formación un alma hispanoamericana, “pero esta alma –enfatiza, refutando a Arroyo– aún no se destaca inconfundible y distinta en su literatura; no llegará nunca –agrega– a ser real y tan diferente de la española y de la europea occidental, que baste a informar una literatura substancialmente diversa.”[10] Zaldumbide argumenta que la literatura producida en Latinoamérica a lo largo de su historia, desde la Colonia hasta los días en que escribe sobre ello, no ha sido más que reflejo de la europea, tributaria de esta. “¿Hay algo de americano en el pseudo – clasicismo de los cantores de la Independencia, movimiento, sin embargo, el más capaz de revelarnos a nosotros mismos y hacernos tomar conciencia de nuestro ser?”, pregunta. Y luego de señalar que la tristeza que aprendimos con el romanticismo fue la europea, “con todos sus sedimentos de sensualismo e intelectualismo, expresa:

“En cuanto a la tristeza indígena, ni es la nuestra, ni aparece en nuestra literatura sino como nota aislada, que a nosotros mismos nos suena a folklore, y nos parece ajena, aunque no extraña”.

De alguna manera, Zaldumbide señala una realidad: la literatura que se hizo en América desde la Conquista y durante la Colonia fue impuesta por el colonizador, en tanto que las culturas indígenas hubieron de replegarse y ocultarse casi en un proceso de resistencia que solo hoy, a fines del siglo XX y principios del XXI, sale a la luz, cobrando protagonismo tanto en el acontecer cultural, como en el escenario político. Pero Arroyo, de todos modos, no deja de señalar algo que es mucho más significativo que lo que pensaba Zaldumbide: la evolución de una cultura, de un lenguaje, de un habla incluso, traspasados, marcados por la interinfluencia de lo indígena y lo español, lo que llamamos cultura mestiza. Arroyo se nos aparece algo desgarrado íntimamente entre su culto a lo hispánico y su intuición, y seguramente anhelo de que llegue a concretarse lo que denomina “el alma hispanoamericana”, de la que Zaldumbide descree. Esta intuición, este anhelo, explican también la preocupación de Arroyo por aportar a un desarrollo del proletariado indígena de un país como el Ecuador, tradicionalmente explotado y humillado. De allí su ensayo El Libro de la Tierra, con prólogo de Gabriela Mistral, libro inédito –entiendo–, en el que propone con visión humanista, alternativas al problema de la tenencia de la tierra, básico para una posible redención de la situación del indio.

Por otra parte, Arroyo siguió con entusiasmo las teorías de su amigo mexicano José Vasconcelos, acordes con el pensamiento liberal de la época. Para coadyuvar a este en su campaña presidencial publicó en París el ensayo México en 1935: el presidente Vasconcelos (1929), una suerte de novela política anticipatoria y radicalmente optimista. Como se conoce, Vasconcelos no llegó a ser presidente.

Su adhesión a la teoría de la “raza cósmica” de Vasconcelos, nos revela a un Arroyo liberal progresista, que cree en la fusión paternalista de la civilización blanca, europea, con la aún bárbara -en el pensamiento vasconceliano-, condición americana e indígena. En ello coincide con Benjamín Carrión, con quien mantuvo estrecha amistad.

En 1922, en el Teatro Edén, de Quito, dictó una célebre conferencia que luego sería reproducida como un estudio mayor en la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria (enero-junio de 1923), sobre el tema La nueva Poesía: el Creacionismo y el Ultraísmo. Allí expuso sus ideas y las propuestas estéticas de la vanguardia europea e hispanoamericana, lo que constituyó un acontecimiento en el medio cultural de ese entonces. Según Humberto Robles[11], si bien este ensayo de Arroyo es “uno de los textos críticos de mayor alcance que se han dado en el Ecuador sobre el tema, texto digno de figurar entre los más rigurosos e informados que en torno al asunto se habían producido en el mundo hispánico hasta ese momento”, debe señalarse que, “si Arroyo tenía aspiraciones de magisterio no lo consiguió”, puesto que pronto la situación política del país cambiaría, al impacto de sucesos como la masacre obrera en Guayaquil de 1922 que prepararían el advenimiento del realismo social naturalista en el Ecuador. La vanguardia ecuatoriana, sin embargo, produciría obras de primera importancia, como las de los poetas Alfredo Gangotena, Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero o Hugo Mayo, y la narrativa de Pablo Palacio.

En su cruzada a favor de las vanguardias, la posición de Arroyo debe considerarse ante todo estética y abierta a las novedades que hacia 1920 renovaban profundamente las corrientes literarias en Hispanoamérica y en Occidente en general. Es, sin duda y sobre todo estética, pero reveladora de una intuición que entreveía la necesidad de un cambio en las formas y técnicas literarias acordes con los nuevos tiempos. En efecto, lo que sucedía en el fondo con el advenimiento de las vanguardias era una profunda subversión en el ámbito de la cultura frente al positivismo, que había sido la expresión a lo largo del siglo XIX de la burguesía triunfante. A partir de la tragedia que fue la Comuna de París, la frustración y la escisión entre las clases influyó en la necesidad de buscar un nuevo lenguaje distinto a la sintaxis positivista, y esa búsqueda dio como resultado las vanguardias. Arroyo describe muy bien en su discurso titulado “La nueva poesía: el Creacionismo y el Ultraísmo” (conferencia que dictó en Quito, en el Teatro Edén, en 1922), el nuevo lenguaje vanguardista al hablar sobre la escritura de Apollinaire:

“En Francia el nuevo movimiento se iniciaba en años anteriores a la guerra (la I Guerra Mundial) y los audaces jóvenes propulsores a cuya cabeza se agitaba el raro espíritu de Guillaume Apollinaire, víctima de la guerra, fueron preparando con sus ensayos el movimiento revolucionario de la poesía de las trincheras. Son los poetas del espíritu nuevo. Un cierto humorismo retozón y atrabiliario, que no está reñido con del sentimentalismo más doloroso, caracteriza esos esfuerzos de transición. Apollinaire intencionalmente rompe la continuidad rítmica disponiendo los versos agrupados caprichosamente, según la inspiración del momento y faltos por completo de puntuación”[12]

Arroyo escribió también teatro. En la revista Letras, No. 35, enero de 1916, publica el texto dramático El caballero, la muerte y el diablo, que luego se escenificaría en Quito mismo. Igualmente, también en Letras (No. 2, agosto de 1912), publica La Canción de la Vida, paso de comedia inspirado en una poesía de Francisco Villaespesa.

De este somero examen de sus obras, podemos señalar que, más que nada, se trata de un ensayista y cronista que descolló en un momento, asimismo, de transición, cuando el modernismo, sobrepasados ya en el Ecuador los ecos románticos y el costumbrismo, afianzaba aún su influencia en diversas latitudes americanas y, al mismo tiempo, golpeaba con fuerza en los oídos de los jóvenes intelectuales de entonces la llamada de las vanguardias. A la vez, los factores político-sociales y la evolución de la literatura en general anunciaban la irrupción de la novela regional a nivel latinoamericano y del realismo social de denuncia, concretamente en el Ecuador.

Si nos atenemos a observar el estilo de sus obras centrales, esto es, sus crónicas, las semblanzas que nos ha dejado sobre figuras literarias de su época y los ensayos de crítica literaria, queda claro que Arroyo es, ante todo, un escritor modernista, consecuente, en el avance de nuestra literatura, con el momento en que le tocó vivir.

Nunca abandonó su admiración por España y su impronta dejada en el ámbito de la cultura hispanoamericana. Hugo Alemán nos ha dejado una semblanza vívida de Arroyo, en la que trata de sus preocupaciones de siempre sobre Quito y el Ecuador, y explica, a la vez, su amor por España, país en el que finalmente murió. Mientras España se desangraba en el primer año de la guerra civil, Arroyo agonizaba en Cádiz. Así nos lo cuenta Alemán[13]:

Mientras tal ocurría, frente al Mar Atlántico, en predestinado suelo gaditano, el autor de Retablo y de tantos otros libros perdurables, entregaba el alcázar de sus pensamientos y el último latido de su corazón, como excelso tributo, por los años de plenitud que la Madre Patria le prodigara. Ella había captado, íntegramente, su sensibilidad de hombre y sus predilecciones de escritor. Por ello, acaso, en silenciosa dádiva, España le otorgaba hospedaje sepulcral!

Francisco Proaño Arandi


[1] Cabe también citar a Isaac J. Barrera, Julio E. Moreno o a Alejandro Andrade Coello, autor de una semblanza de José Enrique Rodó con ocasión de la muerte del gran escritor uruguayo.

[2] Villacís, Efraín (2007). El oscuro tránsito de Césare, introducción a la antología César E. Arroyo, Sonata para Valle Inclán y otros ensayos. Quito: La Palabra Editores, Fonsal, p. 9.

[3] Gustavo Salazar, quien ha llevado a cabo una sostenida investigación sobre la vida y obra de Arroyo, no se explica, según dijo en una reciente conferencia en Madrid, como aquel se daba tiempo para estar en tantas partes casi a la vez: ya en México, ya en Lima, ya en España, ya en Quito.

[4] Barrera, Isaac J. (1979). Historia de la Literatura Ecuatoriana. Quito: Libresa, p. 1124.

[5] Carrión, Benjamín (1924). Pórtico a Iris. Quito: Editorial Artes Gráficas, pp. III-IV. Reproducido en La voz cordial, correspondencia entre César E. Arroyo y Benjamín Carrión, La palabra editores, FONSAL, Quito, pp. 135-136.

[6] Rojas, Ángel F. La novela ecuatoriana. Quito: Clasicos Ariel, No. 29, p. 143.

[7] Salazar, Gustavo (2009). César E. Arroyo. Madrid: Cuadernos “A pie de página”, No. 2, p. 6.

[8] Carrera Andrade, Jorge: citado por Rodrigo Pesantez Rodas (Visión y revisión de la literatura ecuatoriana, Frente de Afirmación Hispanista, T.1, México, 2006.

[9] Arroyo, César E. (1921). El Romancero en América, conferencia leída en el Ateneo de Madrid en el curso “Figuras del Romancero”, incluida en Retablo. Madrid: Biblioteca Ariel, pp. 7-8.

[10] Zaldumbide, Gonzalo (1921). Prologo a Retablo. Madrid: Biblioteca Ariel, p. IX.

[11] Robles, Humberto (1989). La noción de vanguardia en el Ecuador. Guayaquil: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, pp. 27-36.

[12] Arroyo, César E. (1922). La nueva poesía: el Creacionismo y el Ultraísmo. Reproducido en La noción de vanguardia en el Ecuador, Humberto E. Robles. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar-Corpporación Editora Nacional, 2006, p. 91.

[13] Alemán, Hugo (1994). Presencia del pasado. Quito: Biblioteca de la Revista Cultura, Banco Central del Ecuador, p. 147.

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