Como algunos de ustedes, en mi adolescencia me aventuré en la lectura sin una guía rigurosa; ello, a mí como a ustedes, nos dio la oportunidad de leer sin orden ni concierto y descubrir autores que con el tiempo se nos olvidaron o se nos volvieron entrañables.
Esto último me sucedió con César E. Arroyo ―junto con muchos otros autores nacionales y extranjeros que son parte de mi pasión como lector―: en primer lugar lo leí en mi juventud, pero hace exactamente 25 años, cuando preparaba mi primer libro de investigación ―Cartas a Benjamín (Quito, Distrito Metropolitano de Quito / Centro Cultural Benjamín Carrión, 1995)―, mientras leía las 4.000 cartas del archivo personal de Benjamín Carrión, surgió el nombre de Arroyo y lo revisé prolijamente; y desde aquella fecha no he dejado de volver a su obra y difundirla.
Ahora me permitirán entrar en tema:
César Emilio Arroyo (1889-1937) es una de las figuras más destacadas de la literatura ecuatoriana de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, en nuestro país es casi un desconocido pese a dos interesantes escritos que Renán Flores Jaramillo dedicó a su obra: un artículo publicado en la revista Cultura (1982) y el prólogo a la segunda edición de Catedrales de Francia (Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1987), más una valiosa aproximación a su obra por parte de Efraín Villacís en su introducción a la antología Sonata para Valle-Inclán y otros ensayos (Quito, Universidad Alfredo Pérez Guerrero, 2007), aparte del volumen La voz cordial: correspondencia entre César E. Arroyo y Benjamín Carrión (1926-1932) que publiqué aquel mismo año con dicha institución. La Cancillería ecuatoriana le tributó a Arroyo algunas páginas de manos de Francisco Proaño Arandi en el volumen Diplomáticos en la literatura ecuatoriana (Quito, AFESE, 2015).
I
Arroyo llegó a España en 1912 invitado a conmemorar el centenario de las Cortes de Cádiz; contaba con 23 años y con el aval de unos cuantos poemas y crónicas periodísticas publicadas en la prensa ecuatoriana. Al poco tiempo se instaló en Madrid; desde allí se convirtió en asiduo colaborador de los diarios ecuatorianos El Día y El Comercio, a los cuales proveyó de una serie de artículos que cobijó bajo la sección “Mirando a España”.
Epígono del Modernismo, Arroyo publicó un volumen que recoge ensayos y artículos que agrupó bajo el título de Retablo… [1921], con prólogo de Gonzalo Zaldumbide; le seguirán otras obras dedicadas a sus temas más entrañables: España, México, Francia o Ecuador; y una obra que terminó convirtiéndose en dos (inconclusas e inéditas en libro), de las cuales una parte apareció en una revista con el título “Ensayo sobre la Constitución política mexicana”; afortunadamente esta(s) obra(s) obtuvieron prólogos ―por separado cada una― de José Vasconcelos (1926) y Gabriela Mistral (1928). Arroyo también fue autor de una cursi novelina titulada Iris (1924), prologada por Benjamín Carrión (nuestra contribución a la “novela semanal”, tipo de narrativa muy en boga en lengua española a principios del siglo XX).
Aparte de su obra de articulista y ensayista, Arroyo compiló y publicó en Barcelona tres libros básicos para la bibliografía nacional: Sus mejores prosas [1919] de Juan Montalvo, Parnaso ecuatoriano. Antología de las mejores poesías del Ecuador [1920] ―Arroyo cedió la mención de responsabilidad al periodista español José Brissa― y Poesías de José Joaquín de Olmedo [1920]; estos dos últimos, publicados en Barcelona, incluyen La victoria de Junín de Olmedo, aunque algunos expertos, casi cien años después, con mucha ligereza, sostengan que este poema nunca se publicó en España hasta que lo hicieron ellos en el siglo XXI, incluso desconociendo que Marcelino Menéndez Pelayo lo difundió en Madrid en 1894, con un amplio estudio.
En 1914 Arroyo fue nombrado cónsul del Ecuador en Vigo, y hasta su muerte en 1937 desempeñó el mismo cargo en otros destinos: Madrid, Santander, México, Marsella, Lima, Ginebra y Cádiz.
De su primera estancia en la Península un contemporáneo suyo registró esta curiosa anécdota: Ramón María del Valle-Inclán estaba reunido con sus seguidores en su famosa tertulia literaria, digamos que por el pasadizo de San Ginés, y rememoraba por enésima vez una última versión de la pérdida de su brazo derecho; en esta ocasión, según el creador del marqués de Bradomín se debió a que tuvo amoríos con la mujer de un filipino, quien, al descubrir la afrenta, armado de un sable alcanzó a mutilar la extremidad del ofensor, ofreciendo que la siguiente vez que se lo encontrase no solamente perdería el brazo que le quedaba… Por coincidencia Arroyo se acercaba gritando: “¡Don Ramón! ¡Don Ramón!…”; y entonces el autor de Luces de bohemia concluyó su historia exclamando: “¡Ahí viene el filipino!”, mientras corría en sentido contrario; al maestro español le parecía grotesco relatar que había perdido la mano en una simple reyerta con el periodista Manuel Bueno, por lo que se divertía ficcionando cada vez que veía oportuno narrar la aventura.
Una fotografía de Arroyo fue tomada hacia 1918 por el prestigioso artista de la cámara Alfonso Sánchez García, considerado con su hijo Alfonso Sánchez Portela como los fotógrafos españoles por antonomasia y que hicieron famoso su nombre de pila, ALFONSO. Son clásicas las fotos que tomaron a Benito Pérez Galdós, Antonio Machado, José María del Valle-Inclán, Pío Baroja o Federico García Lorca, así como a una serie de políticos y además a algunos aspectos de la cultura y hechos históricos españoles. Curiosamente, este retrato de Arroyo no consta registrado en el amplio catálogo de los fotógrafos, actualmente en poder del Estado español.
Radicado en Marsella hacia 1925, el despacho y residencia de Arroyo se convirtieron en sitios de paso obligado para los hispanoamericanos. Sus convidados permanentes fueron José Vasconcelos, Gabriela Mistral, Manuel Ugarte, Benjamín Carrión, Palma Guillén, Jorge Carrera Andrade, Homero Viteri Lafronte y Carlos Pellicer, entre otros ―con varios de los cuales mantuvo un valioso trato epistolar―, hasta el punto de que algunos de ellos recibían su correspondencia personal en el Consulado del Ecuador en este puerto francés; allí preparó y/o publicó importantes libros de ensayos como Catedrales de Francia, Galdós, Manuel Ugarte y México 1935: el presidente Vasconcelos.
En sus tres cortas estancias en el Ecuador Arroyo realizó valiosos trabajos de promoción y difusión de la literatura y autores extranjeros con quienes tuvo contacto. En 1917, en su tránsito por México, preparó una sección titulada “Galería de modernos poetas mexicanos” en la que realizó aproximaciones a la obra de Nervo, Tablada, Icaza, Urbina, etc., además de integrarse con las jóvenes generaciones ecuatorianas; en 1922-1924 llegó para hablar de los autores vanguardistas en lengua española: Creacionismo y Ultraísmo, Huidobro, Tablada, Cansinos Assens, Gómez de la Serna y Gerardo Diego. Fue director de la revista ambateña Ecuatorial; y en 1932, cuando fue profesor de literatura española en la Universidad Central del Ecuador y censor del Teatro Sucre de Quito, fue miembro del jurado en un concurso de música nacional que premió a una jovencita que llegaría a ser uno de los íconos de la música popular ecuatoriana: Carlota Jaramillo; miembro del Grupo América, dirigió algunos números de la revista homónima y creó el semanario El Día Literario, en el que publicó, en mayo de 1931, como primicia, “Primera mañana de mayo”, primer capítulo de Vida del ahorcado de Pablo Palacio.
Su desempeño diplomático y a la vez sus funciones de difusor de las literaturas de los países en donde representó al Ecuador le hicieron recibir en 1931 las “Palmas Académicas de Francia”, especialmente por su serie Las catedrales de Francia, que recogió en libro en 1933. Su hispanofilia le fue reconocida por el Gobierno republicano de Niceto Alcalá Zamora en 1932, con la medalla de la Orden de Isabel la Católica.
Mencionaré que el polaco Stanislaw Pazurkiewicz, estudioso de las letras en español, a través de una carta a Alfredo Gangotena, en 1936 le manifestó: “Acabo de recibir de mi amigo, el señor César Arroyo (en Cádiz) las apreciables señas de usted” (Bajo la higuera de Port-Cros. Edición en español de Cristina Bermeo Salazar. Quito, Universidad San Francisco de Quito, 2016. p. 259).
Sus últimos años coincidieron con el inicio de la Guerra Civil española mientras desempeñaba el cargo de cónsul del Ecuador en Cádiz; actualmente van saliendo a la luz una serie de documentos que evidencian el importante papel que cumplió como representante intelectual de nuestro país en el extranjero, pero aún falta difundir más ampliamente su obra, parte esencial de nuestra cultura y tradición.
II
En agosto de 1916, con cierto retraso, para conmemorar el tercer centenario de la muerte del autor del Quijote, Francisco Villaespesa fundó en Madrid Cervantes, Revista Mensual Iberoamericana. Junto a él, figuran como directores Luis G. Urbina y José Ingenieros. Fiel a su subtítulo, la revista acogió a numerosos autores de ambos lados del Atlántico. Su estética rectora fue la modernista.
El vínculo entre Arroyo y el autor de Los nocturnos del Generalife se estableció a mediados de 1913, en plena bohemia madrileña; como telón de fondo las reuniones de café en Pombo, en El Colonial, El Gato Negro, El Universal y muchos otros; con los sainetes de Carlos Arniches, las astracanadas de Pedro Muñoz Seca, los éxitos teatrales de Jacinto Benavente, Miguel de Unamuno y los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero y las corridas de toros realizadas por Machaquito, Bombita y El Gallo.
Abierta una brecha en el mundo intelectual europeo por Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo, los hispanoamericanos llegaron a montones. Respaldados por el prestigio logrado en el siglo anterior por Andrés Bello, Juan Montalvo, José Martí, Faustino Domingo Sarmiento y por el lado del afianzamiento de los nacionalismos con Simón Bolívar y José de San Martín, se publicó profusamente a autores hispanoamericanos, salieron revistas o diarios sobre todo en París, Barcelona y Madrid.
En aquel entonces Arroyo alternó febrilmente con los “espíritus del 900” a que se referirá Cansinos Assens; este retrató el Madrid de aquel entonces en La novela de un literato: allí caricaturizó las tertulias, los grupos y todo lo que se coció en aquel ambiente enfervorizado con la presencia de espíritus tan disímiles y fogosos, delicuescentes, egocéntricos: José María Vargas Vila, Rufino Blanco-Fombona, Manuel Ugarte, Alberto Guillén; mesurados: Alfonso Reyes; bohemios: Amado Nervo, los ya mencionados Darío y Gómez Carrillo; conciliadores o contemporizadores: el propio Arroyo y Andrés González-Blanco; impetuosos: Ramón Gómez de la Serna y Rafael Cansinos Assens; de tránsito: Jorge Luis Borges, y los de último cuño, iconoclastas: César González Ruano y Guillermo de Torre.
Arroyo colaboró en la revista Cervantes desde su primer número, de agosto de 1916, y fue secretario de redacción durante esta primera etapa, que concluyó en el número 14, correspondiente a septiembre de 1917, que fue el último de este periodo, situación que obedeció a la partida de Villaespesa a México, en donde el poeta sacó un número excepcional de la revista con autores aztecas; Arroyo lo acompañó en su viaje, poco más de un mes, en su tránsito al Ecuador, en donde difundió ―conferenciando en el Teatro Edén en el Pasaje Royal― aspectos de la literatura hispánica y azteca ante las nuevas generaciones ecuatorianas.
En abril de 1918 revivió la publicación, que en julio pasó a llamarse Revista Hispano-americana Cervantes; en esta segunda etapa ―nueve números― tuvo dos directores: de la sección española el crítico, ensayista y traductor Andrés González-Blanco ―introductor de la obra de Eça de Queiroz al español―, y de la sección americana César E. Arroyo. Esta colaboración duró hasta el número de diciembre del mismo año, sin que su orientación hubiese variado de la inicial.
Fue en enero de 1919 cuando Cansinos Assens ―crítico literario, promotor cultural y sobre todo el reconocido traductor que llegará a ser de obras maestras de la literatura universal, entre ellas de Goethe y Dostoievski―, sucesor de González-Blanco en la dirección de la sección española, publicó el “Manifiesto Ultra”; a partir de este número el autor de El divino fracaso enrumba la revista. La orientación que adoptó en esta tercera y última etapa sirve de catalizador del cambio de sensibilidad. Aunque por convicción y formación ambos directores, como creadores, no abandonaron su postura modernista, el sevillano logró que la publicación promocionase y se convirtiese en el eslabón entre el modernismo y las vanguardias en lengua española, concretamente el Ultraísmo y el Creacionismo; a cargo de la sección americana continuó Arroyo.
Mientras Arroyo dirigió la revista junto con Rafael Cansinos Assens ―24 números―, el más joven colaborador, Guillermo de Torre, se encargó de la sección de reseñas de títulos que llegaban a la redacción de Cervantes; y en su penúltimo número, de noviembre de 1920, una de las más valiosas colaboraciones fue la de Jorge Luis Borges, con su versión al español de poetas expresionistas alemanes que incluía notas suyas.
Como corolario de esta publicación existe un documento firmado en enero de 1921 mediante el cual José María Yagües, mecenas de Cervantes desde el principio, y Cansinos Assens ceden los derechos de la revista y de la editorial adjunta “Biblioteca Ariel”, que llevaban adelante, en la cual publicaron libros novedosos, con la cláusula de que conservarían el nombre de la revista, siempre y cuando continuasen con su publicación; aparece rubricado por los mencionados y los otros dos firmantes son Antonio Ballesteros de Martos y César E. Arroyo.
El pluralismo que siempre conservó la revista desde el inicio hasta el último número, el 47, permitió que continuasen autores de la escuela precedente. De ecuatorianos aparecieron trabajos de Gonzalo Zaldumbide; los decapitados: a Medardo Ángel Silva se le publicó junto a Tablada; tres poemas de Hugo Mayo entre otros vanguardistas en el número de octubre de 1919. Arroyo reseñó el primer poemario de Gonzalo Escudero, Los poemas del arte; comentó generosamente la aparición de La Idea: revista de los adolescentes Escudero, Carrera Andrade y Arias; felicitó la llegada de Camilo Egas a realizar estudios en la Academia de San Fernando de Madrid, etc.
Esta fue la primera y más rica, literariamente hablando, estancia de Arroyo en España, entre 1912 y 1921. En su continuo trajinar como diplomático no dejó de gestar y dirigir revistas en su país y en el extranjero, además de hacer algunos deliciosos libros de crónicas y de prosas poéticas como un “cronista apasionado de las cosas bellas”.
Si bien la revista fue española, el papel que desempeñó nuestro ensayista a lo largo de su historia fue determinante. En 1916 se cumplieron los cien años de Cervantes, y mis palabras constituyen un homenaje a César E. Arroyo, gran gestor cultural, que falleció antes de cumplir los cincuenta años y que representó de manera tan destacada a nuestro país en los lugares en los que sucesivamente le tocó residir, como diplomático y como intelectual.
III
Con esta breve exposición hemos comprobado que, sin disponer de la tecnología de la cual ahora nosotros hacemos gala, Arroyo logró a través de su esfuerzo personal potenciar las instituciones públicas del Estado ecuatoriano en cada destino que le tocó asumir; y se esforzó asimismo por establecer puentes intelectuales que hoy nos permiten apreciar otros aspectos de nuestra cultura.
La Ronda, 30 de octubre de 2019.
Gustavo Salazar Calle.
Una versión anterior de este texto fue publicada en Letras del Ecuador. n. 205. Quito, abril de 2016. pp. 18-19.