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«De la academia colegial a las letras nacionales», por Gonzalo Ortiz Crespo

Discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, correspondiente a la Española, leído en la sesión solemne del miércoles 20 de noviembre de 2019.

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La bondad de los directores y miembros de la Academia Ecuatoriana de la Lengua me ha concedido este honor inmerecido: el ascenso a miembro de número de ella, la más antigua y respetable institución cultural del país, con su historia de doce docenas de años y muchas más docenas de realizaciones. Me emociona ser desde esta noche miembro de pleno derecho de la academia, donde ocuparé la silla i, que honró hasta su sentido fallecimiento, hace poco más de un año, nuestro inolvidable amigo y admirado diplomático, don Miguel Antonio Vasco.

La tradición de leer en acto público un discurso de ingreso, como formalidad necesaria, sea para que una persona ingrese como académico correspondiente, como lo hice hace algunos años, sea para que un académico correspondiente pase a ser miembro de número, como hoy, nace de un convencimiento común a esta y a todas las Academias de la Lengua Española: la necesidad de abrir las puertas a la sociedad, dado que su principal objetivo, su misión, como se dice desde hace unos lustros, es el estudio y la difusión del idioma y su defensa, no en el sentido de convertirse en jueces que deciden lo que es bueno y malo, porque no hay bueno y malo en lo que habla la gente, sino la defensa de la unidad de la lengua española, de su integridad, en medio de la constante adaptación de la lengua a las necesidades de sus hablantes.

Siendo tan alto el cometido de la institución y tan seria esta tradición de leer los discursos de ingreso, discursos que además se imprimen y publican en las memorias anuales de la Academia, se comprenderá la responsabilidad que ha de ponerse en su preparación.

La academia es un cuerpo científico y literario, independiente de la política, y así lo fue desde el inicio. Tuvo entre sus miembros fundadores a conservadores garcianos, a furiosos antigarcianos y a los que entonces se llamaban “liberales de orden”. A lo largo de su casi siglo y medio de existencia han sido miembros suyos personalidades de todas las tendencias políticas. Esa es una de las razones, para que destaque con mucho frente a otras corporaciones que han declinado su independencia y se han puesto al servicio de gobiernos autoritarios.

El honor que se me confiere tiene especiales características porque, como dije, ocuparé la silla i, que hasta su muerte el 29 de mayo del año pasado, fue honrada por la actividad de nuestro admirado amigo, el Dr. Miguel Antonio Vasco, hombre fino, que ocultaba en una suerte de recato una inteligencia superior y que, en la elegancia discreta de su persona y en su refinado buen gusto en el obrar y decir, transparentaba no solo su carácter de estudioso sino de hombre de acción. Funcionario de carrera del servicio exterior ecuatoriano, realizó sus estudios de Derecho en la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad Central del Ecuador, con mención entre los mejores egresados.

Fue embajador ante el Gobierno del Uruguay y la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc, actual Aladi), con sede en Montevideo; embajador ante los Gobiernos de Perú y Colombia; embajador y representante permanente ante la Organización de

Estados Americanos y, después, representante de la Secretaría General de la OEA ante el Gobierno del Brasil. Antes había desempeñado las funciones de secretario en nuestras embajadas en Venezuela y Brasil; consejero-Encargado de Negocios en México y Portugal y ministro de la Embajada en Chile.

Cuando ejerció la representación nacional ante la OEA (1987-1992), que coincidió en buena parte con el Gobierno de Rodrigo Borja, pude apreciar de primera mano las destacadas cualidades que desplegó al presidir nuestras delegaciones a las asambleas generales o sesiones extraordinarias de la Organización o del Consejo Interamericano Económico y Social y las comisiones especiales u ordinarias. Fueron notables sus presidencias del Grupo de Trabajo que elaboró la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas (1992) y del Grupo de Trabajo de Jefes de Misión que preparó reformas a la Carta de la OEA, entre ellas la referente a la promoción y defensa de la democracia (1991).

En el Ministerio de Relaciones Exteriores desempeñó diversos cargos, entre ellos los de Jefe de Gabinete del Ministro; jefe de Gabinete del Subsecretario; secretario de la Junta a Consultiva de Relaciones Exteriores, y director general de varios departamentos como los de Actos y Organismos Internacionales, Cultura, Soberanía Nacional y Protocolo.

Concurrió como presidente o miembro de delegaciones nacionales a numerosas conferencias internacionales, sobre todo las referidas a los campos en que fue destacado experto: el Derecho del Mar, el Tratado Amazónico, el Grupo Andino, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, la Comisión del Pacífico Sur. Sus conocimientos de economía hicieron que se le escogiera para que representara al Ecuador en reuniones ministeriales de energía, comunicaciones, de la Cepal, de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y Desarrollo (Unctad) o la conferencia internacional que fundó la Organización Mundial de Turismo. Siempre recordaba que representó al Ecuador en la Primera Reunión Informal sobre desnuclearización de América Latina (México, 1963), que abrió cauces a la negociación del Tratado de Tlatelolco, instrumento vinculante sobre esta materia.

Sus conferencias, tanto en las academias diplomáticas como en los institutos militares y en varias universidades, no solo del Ecuador sino del exterior, donde fue invitado, eran un dechado de sabiduría y claridad. Pero no solo fue un conferencista ocasional, también fue profesor universitario estable. Por ejemplo, dictó la cátedra de Derecho Internacional en las universidades Central del Ecuador y San Francisco de Quito y en la Academia Diplomática del Ecuador, y fue miembro del Centro de Investigaciones y Proyectos de la Universidad Internacional del Ecuador, donde también coincidimos, pues fui decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Comunicación de dicha universidad.

Miguel Vasco fue autor de un “Diccionario de Derecho Internacional” y del libro titulado “Atalaya Diplomática”, que integra, como volumen 7, la Biblioteca del Pensamiento Internacionalista del Ecuador. Publicó numerosos artículos de prensa sobre temas internacionales en la página editorial del diario “El Comercio”, de Quito, así como ensayos sobre la materia en varias revistas. Y fue columnista de prensa también en el exterior: por ejemplo, mientras representó a la OEA en Brasil, mantuvo una columna en la página editorial del “Correo de la Mañana”, el principal periódico de Brasilia.

Recibió las más altas condecoraciones del Ecuador, Argentina, Brasil, Colombia, Chile, México, Uruguay, Venezuela, así como de Bélgica, España, Portugal y Rumania.

Me siento pues, doblemente honrado al ocupar la silla de Miguel Vasco, cuya memoria siempre nos acompañará.


Retorno ahora mi mirada al cuerpo al que me integro de pleno derecho: son hoy 20 los miembros de número; seré el vigésimoprimero. De esos 21, una tercera parte, siete de nosotros, nacimos en 1944 (los académicos Aguirre, Proaño, Pazos, Rivas, Sáenz, Freile y yo) y uno más, Araujo, en 1945.

Esa coincidencia me llevó a pensar en mi generación. Una generación que en su adolescencia y primera juventud vivió la transformación de la sociedad ecuatoriana, de su molde tradicional del sistema hacienda-huasipungo y el bipartidismo conservador-liberal, a una sociedad urbana, capitalista, petrolera, pluripartidista; que pasó del indigenismo y del realismo social en literatura al expresionismo y el abstracto en pintura y a la experimentación formal en la narrativa y la poesía, con un tránsito de compromiso social, muchas veces marcado por el ideal socialista, y por lo tanto inclinado a la denuncia, pero que desembocó, ya en los setenta y ochenta, en un cuidado cada vez mayor por la expresión, en el hecho creativo en sí mismo y en la estética tanto en el arte plástico como en las letras.

Y al pensar en mi generación, reflexioné en el privilegio de haber sido compañero de colegio de tres de estos académicos de número: Francisco Proaño Arandi, secretario de esta Academia, con quien estuvimos en el mismo curso del colegio; Diego Araujo, tesorero de esta Academia, y Bruno Sáenz, miembro de la Comisión de Lexicografía, que estudiaron en los años inmediatos. También estuvieron en el colegio esos años, aunque aún no son académicos de la Lengua, otros escritores destacados de hoy, como Benjamín Ortiz y Alejandro Moreano, compañeros de bancas, y, de los cursos siguientes: Vladimiro Rivas, Alfonso López, Manuel Federico Ponce y algunos otros. Este privilegio, el de haberles conocido e intimado en las aulas y patios colegiales, me llevó a pensar que era hora de pensarnos colectivamente, no para definirnos como un grupo literario, porque existen indudables disparidades, pero sí, al menos, para trazar el camino que hemos seguido desde un núcleo formativo común a todos nosotros. Por ello escogí el tema de este discurso: “De la academia colegial a las letras nacionales”.

Una aclaración, especialmente para los miembros de la Academia: ya en su discurso cuando se incorporó como miembro de número a esta corporación, Bruno Sáenz Andrade trató de autores nacidos en 1944. En aquel discurso, pronunciado en septiembre de 2014, Bruno trató, con mucha más autoridad que yo, de cuatro creadores que vieron la luz en 1944: tres narradores, Abdón Ubidia, Francisco Proaño y Vladimiro Rivas, y un poeta, Julio Pazos. Se repetirá, por tanto, la referencia a Proaño y Rivas, y se añadirá la del propio Sáenz.


Encuentro la invitación en una de mis viejas carpetas. Es un díptico en cartulina, perfectamente conservado, que, en su portada, con viñetas en tinta plateada, reza: “La Academia Literaria en el Año Centenario del Colegio San Gabriel”. Y a la vuelta: “Teatro del Colegio, Jueves 3 de Mayo, 3 p.m. Sirve de invitación”.[1]

Me emociono al encontrarla. Me vienen en tromba los recuerdos de ese año centenario, que lo celebramos por todo lo alto en 1962, pues el colegio se fundó en 1862. Pero, más todavía, cuando leo adentro, a doble página, el contenido: “Sesión Solemne acerca del tema: La Novela en el Primer Cuarto del Siglo Veinte 1891-1928”, seguido del anuncio del programa: “Himno Nacional.- Primera Parte: Introducción al Siglo Veinte, Sr. Benjamín Ortiz Brennan.- Segunda Parte: Incursión en algunas grandes novelas: -La saga de Gosta Berling, de Selma Lagerloff (1891), Sr. Byron Morejón Almeida; Los Campesinos de Ladislas Reymont (1903-1909), Sr. Francisco Proaño Arandi; La Montaña Mágica de Thomas Mann (1924), Sr. Gonzalo Ortiz Crespo. Tercera Parte: Los Revolucionarios: Ulises, de James Joyce (1922), Sr. Bruno Sáenz Andrade; El Castillo de Franz Kafka (1920-1923), Sr. Vladimiro Ribas Iturralde: En Busca del Tiempo Perdido de Marcel Proust (1913-1928), P. Hernán Rodríguez Castelo. Cuarta Parte: Ensayo de Clasificación de la Novela en el Primer Cuarto del Siglo Veinte. Conclusiones”. Siguen, en letra más pequeña, dos notas. Una dice: “Habrá unos minutos de foro abierto, bajo la dirección del P. Hernán Rodríguez, quien resumirá las conclusiones”. Y la otra: “Concluirá la sesión con la entrega de premios a los triunfadores del concurso “20 de Abril” del Año Centenario, acerca del tema “Un día en la vida gabrielina”. Primer premio: Emmo. Sr. Carlos María de la Torre, Cardenal Arzobispo de Quito”. El último número del programa es el “Himno del colegio”.

En esa sola invitación han salido ya algunos nombres conocidos: Benjamín Ortiz, Byron Morejón, Francisco Proaño, Bruno Sáenz, Vladimiro Ribas y Hernán Rodríguez Castelo. Este personaje, tan conocido y meritorio, era nuestro profesor de Literatura y director de la Academia Literaria colegial, quien, en realidad no era “padre”, porque no se había ordenado (ni se ordenaría) de sacerdote y entonces seguía siendo estudiante jesuita y estaba en sus años de magisterio. Muy pocos años después habría de dejar la orden y se convertiría en uno de los más grandes estudiosos de la literatura y las artes plásticas ecuatorianas del siglo XX, además de ensayista, autor de obras de dramaturgia y narrativa y subdirector de esta academia, hasta su infausta muerte a los 83 años, el 20 de febrero de 2017, luego de haber ascendido y descendido del volcán Ilaló, como hacía todos los lunes. De los demás participantes, también Proaño, Sáenz, y yo estamos hoy en esta academia. Cuatro de los siete nombres de esa sesión solemne.[2]

¿Qué era esa academia, la Academia Literaria del colegio San Gabriel? Se trataba de una verdadera institución de los colegios jesuitas, aunque en el San Gabriel, por alguna razón, había desaparecido, y fue revivida por Hernán Rodríguez en el año escolar 1959-1960, originalmente como un club (que se llamó primero Bohemio y luego Pickwick)[3] y luego ya como una academia formal.

El origen más remoto de las academias literarias de los colegios jesuitas se halla en la Ratio Studiorum, el famoso plan de estudios promulgado en 1586 y que rigió dos siglos, hasta la supresión de la orden en 1773, y que privilegiaba el estudio de las letras, la filosofía y la teología. Las letras incluían gramática, literatura y retórica, y servían para dominar las formas expresivas, tanto escritas cuanto orales. Para cultivarlas, se recurría a los clásicos y solo a los clásicos, por lo que se insistía en el aprendizaje del latín y el griego.

Pero la educación jesuítica no es para nada un conjunto de reglas y materias, de métodos o de temas fijos, sino que es, y me parece que no hay otra forma de definirla, “educación dada por jesuitas”. Por eso, los planes de estudios evolucionaron, sobre todo a raíz de la restauración de la orden en 1814, cuando empezaron a abrirse hacia la literatura contemporánea y a alejarse, poquito a poco, de las humanidades clásicas, sin apartarse de la convicción, esa sí invariable, de que el primer deber de la educación es cultivar el poder de las palabras junto con inculcar la virtud moral ––las dos columnas, si cabe decirlo, del humanismo occidental––. Esta tradición de humanismo literario siguió como eje de los colegios jesuitas, y por supuesto de los planes de estudio de todos los buenos colegios secundarios, no solo de los jesuitas. Y esto por la convicción de que quien adquiere el dominio del lenguaje y posee valores morales tiene las llaves para abrir las puertas de cualquier conocimiento futuro y puede seguir educándose a sí mismo el resto de su vida.

Hubo otra dimensión en la educación jesuítica que fue importante para nosotros y ha sido destacada en varias ocasiones: la convicción de que nuestro colegio formaba líderes de la sociedad, futuros dirigentes que, idealmente, promovieran la cosmovisión cristiana. Esa responsabilidad, que no dejaron de machacarnos día tras día, chocaba, sin embargo, con la realidad en el San Gabriel de fines de los cincuenta e inicios de los sesenta. El colegio ya no podía seguir formando solo a la élite de la derecha católica, porque el bipartidismo conservador-liberal, centrado en la pugna entre confesionalismo y laicismo, se hundía irremediablemente. A cambio de eso insurgía, aún sin saberlo bien nosotros, la cuestión social. Estábamos en el colegio y fue desde allí que vivimos ese parteaguas de la historia de América Latina, la Revolución Cubana. Hay que agradecer que, en medio de la confusión de la hora, los profesores que tuvimos, tanto jesuitas como seglares, nos obligaban a explorar nuestros valores morales y las consecuencias sociales de nuestras decisiones. No sé si preveían que, en efecto, se desarrollarían luego profundas diferencias políticas entre los exalumnos, pero lo que sí quedó sembrada en el alma de todos fue la convicción ignaciana de que cada ser humano debe vivir según su filosofía.

Hernán Rodríguez Castelo era un producto de esa educación ignaciana: él mismo había sido alumno del San Gabriel y para entonces llevaba siete años en la orden jesuítica, pero era, a la vez, producto de sus padres, ambos maestros, y apasionado humanista, gran andinista y estricto (tal vez demasiado estricto) inspector de disciplina de quinto curso. En esos años 1959 a 1962, fue profesor de varias materias y en varios cursos: de redacción en primero y tercero; de literatura en cuarto, quinto y sexto; de filosofía en sexto. Recuérdese que, en aquel tiempo, había una materia de Redacción, que era distinta de la de Literatura, y para la que había notas, bomberos, suspensos y aplazados y, en teoría, hasta se podía perder el año. En esto, obviamente, la situación de hoy es muy distinta: no solo que desapareció la materia de Redacción sino que las propias clases de Literatura han decaído enormemente. Y los resultados están a la vista: la gran mayoría de ecuatorianos escribe muy mal, porque nunca tuvieron en sus años escolares y de colegio una guía mínima sobre cómo redactar; nada de técnica y mucho menos de estilo; nunca unos ejercicios de descripción, de narración y muy rara vez alguien que les corrigiera y, menos, les estimulara a escribir mejor. “Eso de tener que ganar el año en redacción; tener notas bimensuales y trimestrales de redacción eran poderosos estímulos” (Rodríguez, 194, nota 175).

Recuérdese, también, que había especializaciones en sexto curso, por lo que las materias de literatura y filosofía que dictaba Hernán en ese curso eran para quienes optaban, optábamos por la especialización de Ciencias Sociales.

Hernán se tomaba muy en serio sus clases y, sobre todo, la corrección de las redacciones. Porque eso era, realmente, como él mismo dice, “enseñar a escribir: entusiasmar por la escritura, urgir, estimular. Casi acosar” (Ibíd., 99, nota 83). ¿Y dónde lo dice? En sus Diarios del “San Gabriel” 1959-1962, un valioso libro que recoge los apuntes diarios que escribió en esos años de maestro y al que le puso notas al pie 25 años después, cuando ganó el concurso convocado para celebrar, precisamente, los 125 años del colegio.[4] Y en otro lugar asevera que corregir 50 exámenes de Literatura le llevaba media hora, una hora a lo sumo, “es exacto y sencillo. Pero corregir redacciones supone recrear la belleza que plasmó el pequeño autor, supone buscar, gustar, adivinar… y luego corregir, ayudar, animar…” (Ibíd., 226). Lo que quiere decir que “para emocionar a los alumnos con la redacción, el profesor debe ser el primero que asuma ese quehacer con emoción; solo si el profesor toma la cosa en serio, muy en serio, sus alumnos la tomarán en serio” (Loc. cit., nota 202).[5] Lo aplicaba también a su tarea en las clases.

Hoy me convencí de que el ideal del profesor no es el esquema y la claridad y el orden (digo, del profesor de literatura…) sino la vida, la emoción, la “inspiración”. Y recordé al P. Aurelio, viejo maestro, que cerraba el libro y empezaba a darnos vida suya. Aquello me pareció siempre lo mejor de sus clases.

(Ibíd., 244)

Hernán también era maestro y guía en las conversaciones con sus alumnos: sugería lecturas, se interesaba por los problemas de los adolescentes y, en ocasiones, invitaba a sumarse a él y a algún grupo que ascendería al Rucu Pichincha o a otras montañas. Todo, en su justa medida, tal vez con un trato un tanto lejano, para no intimar demasiado con ninguno. A través del Club Pickwick, cuya idea central era conversar sobre libros, sin trabas, en libertad, con buen humor, creamos un Club del Libro, que básicamente era una biblioteca selecta de libros de literatura en el que, para ingresar, se debía aportar con un libro, “lo que le daba derecho a leer todos los libros llegados por igual camino al Club”.

Todo comenzó en 1960 por su deseo de incentivar la lectura, pues le preocupaba que en el colegio los niveles de lectura estaban bajos. Para ello, Hernán buscó primero a los buenos lectores. Lo cuenta así, en una nota al pie de una entrada del diario de febrero de 1960:

Y le dijeron: en tal curso hay uno que se pasa sólo leyendo. Y dio con él: Francisco Proaño Arandi. Gran lector en realidad. Después supo que había otro en otro curso. Y lo halló también: Vladimiro Rivas Iturralde. Otro gran lector. A los dos propuso el proyecto ––aún vago y con harta probabilidad utópico–– de devolver al “San Gabriel” a sus antiguos niveles de lectura.

(Rodríguez, 104, nota 88)

La tarea que se planteaba, y en la que desde el comienzo estuvimos alumnos de todos los cursos, incluía una cuestión de fondo: ¿qué libros debía leer un chico de 12 años?, ¿y uno de 15?, ¿y uno de 17? Estas preguntas fueron el origen de una de las líneas de investigación de Hernán Rodríguez a lo largo de su vida: elaboró entonces una primera lista de unas pocas decenas de libros por edades, que se exhibió en la cartelera del club, por la razón de que queríamos que esos fueran los libros que los nuevos socios del club aportaran y, más tarde, aumentando el número, sería sección fija de la cartelera de la Academia Literaria. Pero Hernán no se detuvo allí y fue completando estas listas: en España publicó, en 1965, una de 300 libros en una revista de docencia y, más tarde, dos folletos: “Un niño quiere leer” y “El universitario que no sabía leer”. La lista creció a 700 entradas en Grandes libros para todos (editado primero en Quito, luego en Bogotá en 1975, y más tarde en La Paz en 1980), y lo culminó, con ese afán enciclopédico que le dominaba con El camino del lector, publicado por el Banco Central del Ecuador en 1988, y en el que describe y comenta 2.500 libros.

Pero, regresando a los inicios, a ese 1960, pronto tuvimos en el Club del Libro varias docenas de libros. Se trataba, en realidad, de una biblioteca ambulante, que residía en un escritorio con cajones con llave, a cargo del bibliotecario, encargo que la mayoría del tiempo lo tuvimos Pancho Proaño, Benjamín o yo.

El 29 de marzo de ese mismo año 1960 se tuvo en el colegio un concurso de oratoria. Lo promovió el Dr. Jorge Salvador Lara, nuestro profesor de Historia, quien además dirigía la Academia de Oratoria. Según el diario de Hernán Rodríguez,

el tribunal, con unánime aplauso, consagró como mejor orador a Quevedo. Su dictamen decía en detalle: Quevedo 58 puntos (sobre 60); Miguel Pinto 55; Luis Dávila 54; Marco V. Lara 53; Leonardo Alvear y Gustavo Franco 49; Benjamín Ortiz 47; Iván Calisto 43.

(Ibíd., 118)

Esta era otra de las tradiciones del San Gabriel: la oratoria. En el colegio siempre nos recordaban que de sus aulas habían salido oradores de talla continental: Carlos Alberto Arroyo del Río, José María Velasco Ibarra, Camilo Ponce Enríquez. Y nosotros veíamos y oíamos a nuestro profesor, que era ya y seguiría siendo por décadas, otro de los grandes oradores parlamentarios y académicos del país, Jorge Salvador Lara.

No eran los únicos actos. En la semana de fiestas patronales, del lunes 25 de abril al domingo 1º de mayo de 1960, tuvimos varios otros: el del Ascencionismo, las finales de los campeonatos de fútbol y básquet, y la primera sesión solemne de la Academia Literaria, ya oficialmente renacida, aunque todavía sin estatutos.

La academia era muy parecida a lo que hoy llamamos un “taller literario”. Los miembros entrábamos por nuestro amor a la literatura y, en la primera parte de cada sesión, discutíamos la obra de algún autor especialmente llamativo, mientras en la segunda parte sometíamos nuestros trabajos al juicio de los compañeros y a las observaciones del director. Nos propusimos también organizar en 1960 el concurso histórico-literario “20 de abril”, y lo dividimos en dos categorías: mayores y menores. Justamente en la sesión solemne de las fiestas patronales se anunciaron los triunfadores. No resultó tan brillante como nos imaginamos, pero fue un inicio, del que salieron nuevos concursos, como el de cuento para inicios del siguiente año escolar, y la convocatoria, con suficiente antelación, del concurso de ensayo “20 de abril” para 1961 cuyo tema fijamos como “Historia de cien años del colegio San Gabriel”, a fin de que hubiera material para sustentar el año del centenario. Para quienes sí resultó emocionante esa primera sesión abierta de la academia fue para los alumnos de primer curso que recibieron sus premios: Julio Velasco, Manuel Federico Ponce (a quien Rodríguez califica como de “la figura de redacción de toda la sección B”), Édgar Godoy y José Ignacio Donoso.

Hernán Rodríguez resumía, en esa última semana de clases, su filosofía como maestro:

Tal vez sea la última vez que les hable de redacción y estilo. Por eso, mi encargo. Un alto porcentaje de ustedes, un ochenta por ciento, llegará, si sigue con este empeño, a escribir con elegancia. Podrá expresarse eficientemente en la vida (Y piensen que la vida les va a exigir esa expresión eficiente de lo que sienten y piensan. ¡Cuántos hombres de los que han llevado adelante la campaña electoral no sabían en sus días de colegio lo que se les iba a exigir en oratoria y estilo! Acaso el factor decisivo del triunfo de un candidato haya sido su brillantez de estilo…).[6] Otros de entre ustedes, casi un veinte por ciento, pueden llegar a ser escritores. Pueden llegar a emocionar a cientos de lectores, pueden llegar a plasmar en palabras, la belleza y la hondura del pensamiento humano. Esos tienen un tesoro en sus manos, tienen simiente de luz, y deben hacerla germinar.[7]

(Ibíd., 151)

¿No es suficiente ese párrafo para entender lo que Hernán y todo el colegio, pero sobre todo Hernán, hizo por nosotros? Esa intensa preocupación de Hernán por sus alumnos, sobre todo por los que él veía que podían ser futuros escritores, le llevaba incluso a negociar con el profesor de matemáticas, Ing. Carlos Echeverría, lo que llamó “canje de prisioneros de guerra”: “ayudaba a un alumno malo en literatura pero excelente en matemáticas, a cambio de que el profesor de matemáticas ayudase a un alumno malo en matemáticas pero excelente en literatura” (Ibíd., 159).

Claro que en el ejercicio del magisterio fue dándose cuenta de que no todo dependía de él, y ni siquiera del esfuerzo de los estudiantes. “Ahora sé”, decía en su diario al comenzar el año escolar 1960-61, “que a nuestra intención y voluntad se nos deja bien poco. Lo demás, la marcha, el avance, la historia íntima, la gran formación la hace la vida” (Ibíd., 167). Con todo, al recibirnos en quinto curso, año en el que iba a ser nuestro inspector, nos dio una arenga en que nos animó a cosas grandes, al tiempo de advertirnos que era el último año de la vida ordinaria del colegio, que sexto era casi un preuniversitario. Por tanto, era el último año de salón de estudio, de filas, de castigos…

Ese mismo primer día de clases, 13 de octubre, tuvimos la primera sesión de la Academia Literaria. Y Hernán lo registró, con ilusión, en su diario:

Asistieron solo diez, pero los más entusiastas.- Les recordé, creyendo que el número les habría mal impresionado, que hará algunos años se reunían en Guayaquil cinco jóvenes. Y que hoy son los representantes de la novela ecuatoriana: José de la Cuadra, Gil Gilbert, Aguilera Malta, Gallegos Lara, Pareja Diezcanseco.- Ustedes son la minoría. La selección, el equipo que representará al colegio mañana en la literatura, el arte, la política.

(Ibíd., 170)

Ese destino tan grande no parecía abrumarnos; al contrario, nos entusiasmaba. Y ser representantes del colegio habría de empezar a cumplirse antes de lo que imaginábamos, ese mismo año escolar en los primeros Concursos del Libro Leído organizados en Quito, en otros certámenes y en actos literarios más formales.

Por su parte, en el año 1960-61 la vida de la Academia Literaria fue adquiriendo una forma cada vez más institucional: directorio, estatutos, sesiones con orden del día, discurso de ingreso de los nuevos miembros (ver Ibíd., p.170, nota 148), temas de discusión fijados con antelación. Las sesiones podían prolongarse hasta más allá de las siete de la noche, lo que implicaba hacer cuota de un sucre para el taxi, pues ya no había buses a esa hora (ver Ibíd., 271).

No era el único espacio literario: ya he hablado de las clases de literatura, de las de redacción y del Club de Oratoria, pero falta hablar de las obras de teatro, algunas dirigidas por el propio Hernán, de la Comisión de Prensa del curso ––que emprendería en los años 60-61 y 61-62 la ardua tarea de sacar adelante el número de la revista anual llamada “Mi Colegio”, con comisiones de redacción, económica, de avisos, de imprenta, cada una de las cuales trabajó con eficiencia––, y de la Comisión de Prensa de la Academia Literaria, que tenía a su cargo el periódico mural, tarea que coordinaba yo. Los de la Academia también solíamos ayudar en la cabina de transmisión del colegio, poniendo música y haciendo comentarios, grata tarea que se volvía delicada cuando había inauguraciones de campeonatos, con desfiles y madrinas y padres de familia en el colegio. Relata Hernán que en una sesión de la academia estábamos junto a José Miguel Alvear, presidente de la academia, sentados, como en mesa redonda “Saltos, Benjamín Ortiz, Gonzalo Ortiz, Guzmán, etc. etc. Todos ellos se merecen una pequeña recensión. Todos ellos apasionados por escribir, leer, hablar, mientras otros fuman y ven cine, son promesas para mañana”. (Ibíd., 192).

“Ven cine” dice aquí, como despreciándolo, pero el cine no era del todo malo. Al contrario, para el propio Rodríguez era una pasión y nosotros nos afanábamos en verlo del bueno, tanto en el teatro del colegio (que en 1962 habría de estrenar la gran pantalla de Cinemascope y los nuevos proyectores y en donde organizaríamos proyecciones y festivales, con el propio Hernán) como en los de la ciudad, especialmente en uno de nuestros sitios favoritos, la Alianza Francesa, adonde concurríamos en grupo.[8]

En esos años de ilusiones de vivir y de aprender, todas esas experiencias eran importantes pero la de la Academia Literaria se destacaba. También para nuestro director: “Hoy fue la sesión de la Academia Literaria y no la pierdo por nada”, anotaba. “Hablaron hoy Leonardo Alvear y Jaramillo.[9] Alvear con su modo entre solemne y cómico, con madera de actor o demagogo, y un corazón de una bondad sin límites” (Ibíd., 221).

En enero de 1961, el Ecuador se sorprendió con la súbita muerte del P. Aurelio Espinosa Pólit SJ, el gran humanista ecuatoriano, destacado miembro también de esta Academia Ecuatoriana de la Lengua. Para la comunidad jesuita del colegio fue un golpe muy duro. Fuimos todos los alumnos de quinto curso a la misa de honras, y algunos al entierro en Cotocollao. Pero nuestro homenaje, el de la Academia Literaria, fue recorrer todos los cursos del colegio hablando del P. Aurelio.

El trabajo de más aliento, antes de la tesis de especialización que nos esperaba en sexto curso, fue el ensayo que escribimos en quinto para el concurso “20 de abril”. Benjamín Ortiz y yo nos lo tomamos tan en serio que nos pasamos varios días revolviendo la Biblioteca Ecuatoriana de Cotocollao, en especial en las cortas vacaciones que se tenía en la Semana Santa, para extraer material de primera mano sobre el tema de la historia de los 100 años del colegio. Hernán lo recoge:

20 de abril. Último plazo para la entrega de los trabajos del concurso. Los menores en su ‘Historia de un milagro’; los mayores en su ‘Historia de cien años del colegio San Gabriel’, dan los últimos retoques, escriben con emoción su ‘seudónimo’ y depositan ––con una vaga inquietud de que tal vez se pierda o tal vez no lo recojan a tiempo–– el sobre en el buzón de la prefectura.

(Ibíd., 305)

Sin ser extraños a lo que acontecía ––en esos mismos días por primera vez un hombre, Yuri Gagarin, circunvaló la Tierra por el espacio exterior; se produjo la invasión de Bahía de Cochinos; en el Ecuador crecían las presiones para que el presidente Velasco rompiera relaciones con Cuba, entre ellas las que orquestaba la CIA para que se culpara a “los comunistas”, como el apedreamiento a la puerta de la iglesia de La Compañía durante la novena de la Dolorosa–– y sin dejar de preocuparnos por todo ello, competíamos en el concurso “20 de abril” y en las eliminatorias para representar al colegio en el concurso del libro leído, iniciativa del profesor Carlos Romo Dávila, secundada fervorosamente por Hernán Rodríguez.

En el concurso de la “Historia de cien años del colegio San Gabriel”, cuyos resultados fueron anunciados en la sesión solemne de la Academia Literaria el 6 de mayo de 1961, resulté triunfador, ganando el primer premio, donado por el Presidente Velasco Ibarra (las obras completas de Goethe), siendo segundo Benjamín Ortiz. Como dice Hernán en su Diario “Después del acto, lo celebramos familiar y sencillamente con un café en casa de Francisco Proaño”. Y añade: “La casa de Pancho es como me la había imaginado: acogedora, cálida y con un fino ambiente de elevación artística” (Ibíd., 312).

El representante del colegio en el primer Concurso del Libro Leído fue Patricio Quevedo, mayor a nosotros con un año, y más tarde gran figura del periodismo y la educación.[10] En ese concurso, en el Teatro Alhambra, en el que de verdad vivábamos y vibrábamos como si estuviéramos en una final de fútbol o de básquet, se duplicó la medalla de oro, para premiar a Quevedo y al alumno de la academia “Patria”, Antonio Guerrero. En cambio, Benjamín nos derrotó a todos en el Concurso de Oratoria de ese año, 1961, con un discurso que el jurado destacó por su “seguridad, igualdad y profundidad” (Ibíd., 319).

Comenzamos sexto curso dos semanas antes que todos los colegios de Quito, porque el ministerio retrasó el inicio de clases para los demás colegios por la agitación que vivía el país en lo que ya era el ocaso del cuarto velasquismo. Y los sociales, es decir los que seguíamos la especialización, entramos con el deseo de “trabajar en serio”, como lo reconocía Hernán. “Son pocos –unos quince—pero muy capaces … De entre ellos, Benjamín Ortiz, Gonzalo Ortiz y Francisco Proaño son mucho más que alumnos. Las largas sesiones de la Academia Literaria, las cenas literarias, las charlas interminables nos han unido en estas aventuras del arte y la literatura profundamente” (Ibíd., 345). Elegimos a Pancho presidente de la Academia Literaria (Ibíd., 348) a Benjamín Ortiz, secretario (Ibíd., 359) y a Enrique Saltos, tesorero.[11] Eso fue a inicios de noviembre, en vísperas de la caída de Velasco Ibarra cuando, desde el magnífico mirador de la ciudad que era el colegio, viéramos, entre la emoción y el espanto, los pases rasantes y clavadas de los aviones “de propulsión a chorro”, como se decía entonces, sobre el palacio del Congreso Nacional, que permitieron la consolidación del régimen de Carlos Julio Arosemena Monroy.

El Club del Libro tenía tanto éxito que se dividió en dos: el de menores lo dirigían tres alumnos de tercero: Édgar Godoy, Iván Torres y Federico Ponce. La Academia siguió por el mismo camino, con una sección para menores y otra para mayores, aunque con frecuencia tuvimos sesiones conjuntas.[12] Nos dividimos tareas, como, por ejemplo, una encuesta sobre novela a ocho personalidades a las que propusimos esta pregunta “Un alumno quiere leer un libro, solo uno en cada año de su bachillerato. ¿Qué libro le recomendaría Ud. para cada año?”. Las respuestas las publicamos en el periódico mural de la Academia Literaria. Yo hice la encuesta a Jorge Icaza, y, recuerdo que, además de aparecer en la cartelera, se lo recogió en un boletín mimeografiado: “En sexto tendría que conocer fatalmente a ‘Huasipungo’ y al ‘Dr. Jivago’ de Pasternak”, me dijo el entonces director de la Biblioteca Nacional en su despacho de la hoy derrocada edificación de San Blas.

En el segundo concurso interno de oratoria sobre el libro leído, del que salió el estudiante que representaría al “San Gabriel” en el concurso municipal de 1962, quedamos de finalistas nueve alumnos: David Eduardo Guzmán con “El Quijote”; Alfonso Calderón con “La bendición de la tierra” de Knut Hamsun; Juan Carlos Daste con “Éxodo” de León Uris; Diego Araujo con “El viejo y el mar” de Hemingway; Alfonso López con “Los hermanos Karamazov” de Dostoyevski; Benjamín Ortiz con “Los seres queridos” de Evelyn Waugh; José Castillo con “Utopía” de Tomás Moro; Gonzalo Ortiz con “La Montaña Mágica” de Thomas Mann y Jacinto Jijón con “La hora veinticinco” de C. Virgil Gheorghiu. El triunfador fue Benjamín Ortiz.

En el concurso intercolegial oral de aquel año Diego Araujo ganó la medalla de oro, en cuarto curso, y Benjamín Ortiz la de plata, en sexto, injustamente pues para nosotros había empatado con quien ganó la de oro, Alejandro Moreano, quien hasta cuarto curso había sido compañero nuestro en el San Gabriel y se había cambiado al Benalcázar.

En realidad, ese año fue muy notable para el colegio y para la Academia Literaria: además del oro y la plata en los orales, en los concursos escritos del libro leído se obtuvo tres medallas de oro y una de plata: “Medalla de oro, primer premio entre todos los colegios de Quito, en primer curso (José Ramón), en tercer curso (Federico Ponce), en quinto curso (Vladimiro Rivas). Medalla de plata (por sorteo se perdió la de oro) en sexto: Francisco Proaño Arandi”.

Cuando, ya en las vacaciones de verano, supimos que Hernán partía para España, nos reunimos para despedirle. Fue una reunión de amigos: nosotros habíamos salido ya del colegio y empezábamos a enrumbarnos por distintos caminos. “Hizo el brindis Pancho Proaño. Habló con emoción, con belleza ––así como habla siempre él––. No recuerdo todo lo que dijo. Solo una idea: ‘Hemos trabajado juntos; volveremos a trabajar juntos’” (Ibíd., 395). Y en la última página de su diario, 30 de julio de 1962, recoge la dedicatoria que le pusimos en el Doctor Fausto de Thomas Mann, uno de los libros que le regalamos: “Para el P. Hernán Rodríguez, con gratitud de la Academia Literaria” y la firmábamos: “Francisco Proaño, Benjamín Ortiz, Federico Ponce, Vladimiro Rivas, Gonzalo Ortiz, Iván Torres, Alfonso Calderón, Bruno Sáenz”.

Como puede verse de esta narración, que recoge solo los momentos más importantes de nuestra actividad en la academia colegial, tuvimos la suerte de tener una formación intensa y de gran altura sobre los temas artísticos y literarios. Sería injusto creer que solo se trató de Hernán Rodríguez, aunque él, por supuesto, fue clave en todas estas actividades. En literatura mismo, tuvimos otros profesores, como el P. Alejandro Gómez y Gómez SJ, en quinto curso, un gran maestro que seguía el método del P. Aurelio Espinosa de prelectura de los textos, en este caso de literatura hispanoamericana, y que era un lector espectacular que nos leía poemas y pasajes de obras de la literatura latinoamericana interpretándolos con gran emoción, sin importarle que a veces nos llamara a risa, como a todo adolescente cuando ve sobreactuaciones. También fue importante Ernesto Albán Gómez, de cuyos conocimientos de literatura latinoamericana me nutrí tanto en el colegio como en la universidad.


En efecto, luego, nos lanzamos a volar con nuestras propias alas. La vida universitaria mantuvo unidos a algunos (por ejemplo, Pancho y Benjamín estuvieron juntos, al igual que otros de la especialización de Sociales, como Fabián Flores y José Rosero, en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica); otros coincidimos más tarde en la vida en nuestros trabajos (Benjamín y yo en el diario El Tiempo y, 15 años después, en el diario Hoy). Y, cada uno por su camino, llegaron a ser figura de las letras nacionales. Por eso, permítanme referirme, brevemente, a la vida y obra de algunos de ellos.

Empiezo por mis compañeros de curso. Francisco Proaño Arandi fue el más precoz de todos nosotros: “Prosista y poeta, creo que es algo más que esperanza para las letras” (Ibíd., 246), decía Hernán Rodríguez en sus Diarios del San Gabriel en enero de 1961. Es decir, a tan temprana edad ya no era promesa sino realidad de nuestras letras. Y Rodríguez lo explica así:

Leyendo los poemas de Francisco Proaño he pensado muchas cosas. Por abril del año pasado [1960] leían los de cuarto “El Quijote”, y en el Club Pickwick charlábamos sobre “Esperando a Godot”. Ahora he hallado en un poema de “Pancho” escrito por esas fechas esta estrofa:

“Amado don Quijote, dichosos los que vieron
Pasar por los caminos a tu aire de pierrot.
Que tú ibas a los cielos los hombres no supieron,
Cual Vladimir y Estragón esperando a Godot”.

Y sigue Rodríguez:

Alguno que leyese la estrofa y supiese que su autor era alumno de cuarto curso pensaría “¡Repitiendo frases ajenas… hablando de cosas que no sabe!”. Pero Francisco Proaño es hondo. Su mirada es profunda… acaso algo lejana (Frecuentemente le sorprendo en el salón meditando quién sabe en qué, con rostro un tanto “existencialista”). Prosista y poeta, creo que es algo más que esperanza para las letras.

(Ibíd., 246)

Y en la nota al pie, actualizaba su información hacia finales de los ochenta:

Francisco Proaño publicó, al año siguiente, un tomito con el título “Poesías” (Casa de la Cultura). Pero más tarde se destacó como cuentista y novelista. “Historias de disecadores” (1972) y “Oposición a la magia” (1968) le valieron lugar de privilegio entre los nuevos cuentistas del Ecuador, y su extraordinaria novela “Antiguas caras en el espejo” (1984) le mereció un premio nacional de literatura. “Proaño Arandi es, en este momento, el escritor más riguroso y responsable de su promoción, excelente constructor de atmósferas y forjador de un mundo narrativo inconfundible”, escribió, en 1986, el crítico encargado de seleccionar los cien tomos de la “Biblioteca de Literatura Ecuatoriana” de las editoriales “El Conejo” y “Oveja Negra”. Mucho antes, en 1972, el autor del Diario y profesor en esos años de Proaño Arandi, había escrito en “El Tiempo” comentando “Historias de disecadores”: “Proaño Arandi es uno de los tres o cuatro cuentistas más brillantes de su generación”.

(Ibíd., 246, nota 220)

En otra página de sus Diarios le califica como “el mejor escritor y el mejor lector del colegio” (Ibíd., p. 274), anotando su escepticismo religioso, un problema serio en un colegio militantemente católico. Y es tanta su admiración que Hernán recoge en su diario un trozo con el que Pancho inicia el suyo:

Pensad en mí como en una persona extraña, quijotesca, apartada en su empolvada soledad: forjando imágenes y sueños, dilatando a veces los ojos, pero lo más manteniéndolos semicerrados, como sumido en su abismo interior. Y no sé por qué se me ha venido la idea de escribir este diario: tal vez porque me siento como abandonado, como si me hubieran robado todos mis recuerdos ––remembranzas de juventud enigmática que se ha avejentado––, algo así como un viajero al que han desvalijado.- Ese soy yo. Los que me conocen me encuentran algo pálido, algo triste. A veces se ríen de mí, otras yo me río de ellos. Pero siempre me pesa, adentro, muy adentro, la máscara fría y desconcertante de la realidad.

(cit. en Ibíd., 274)

Hoy, en 2019, Francisco Proaño Arandi tiene ganado un lugar muy alto en la historia de la literatura ecuatoriana. Aunque nacido en Cuenca, toda su formación transcurrió en Quito. Luego del colegio estudió leyes y ejerció la carrera diplomática, a la que ingresó en 1966 llegando a ser embajador del Ecuador en varios países, pero pocos como él lograron dejar el diletantismo de que a veces pecan los diplomáticos de todas las latitudes y hacer una carrera tan firme y comprometida en las letras nacionales. Pancho se ha consagrado como novelista, cuentista y ensayista.

A poco de separarse nuestro curso tras el grado de bachiller, fundó la revista Z (1964), junto a nuestro excompañero Alejandro Moreano, y formó parte de los Tzántzicos, aquel movimiento contestatario y vanguardista que llenó la década de los sesenta con sus provocaciones y sus críticas demoledoras a los escritores precedentes, maquinadas en el famoso Café 77 del centro de la ciudad, “el acto más renovador que conocieron las letras nacionales desde la generación del 30”, según dijo Agustín Cueva.

Aunque este movimiento de “reductores de cabezas”, de parricidas, como lo reconocería el propio Pancho, se disolvió con el ocaso de la década, muchos de los tzántzicos serían figuras de la literatura ecuatoriana en los años siguientes. Allí estuvieron, entre otros, Ulises Estrella, Rafael Larrea, Simón y Luis Corral, Alfonso Murriagui, Euler Granda, Raúl Arias, Iván Carvajal, Alejandro Moreano, Humberto Vinueza, Bolívar Echeverría, Abdón Ubidia, José Ron y Antonio Ordóñez.

Los tzántzicos tenían ya una revista, Pucuna (1962-1968), pero Proaño junto a Ulises Estrella y, otra vez, Alejandro Moreano, fundó otra, de bello nombre, atractivo contenido y profunda influencia pero corta duración: La bufanda del sol (1965-1966). La actividad de Pancho era incansable: fue parte del Frente Cultural y, durante años, secretario de la Asociación de Escritores y Artistas Jóvenes del Ecuador. Esta militancia en las sociedades de escritores, en los gremios, ha sido una constante de la vida de Francisco, lo que es tanto más meritorio por sus estancias en el exterior dada su carrera diplomática. Pero puestos a ver las cosas, esto también dice mucho y bien de la Cancillería, pues no presionó a Pancho por su posición literaria y política de izquierdas, a pesar de que numerosos gobiernos que se sucedieron en estos años eran más bien de derechas. Curiosamente fue en el gobierno que se proclamaba de izquierda, y que pretendía ser poco menos que fundador de la izquierda y del antiimperialismo en la historia ecuatoriana, con el que Pancho, que había sido llamado nuevamente al servicio exterior, tuvo una profunda desavenencia, y él, en una muestra de su entereza moral indeclinable, dejó el puesto con la sencilla altivez y la rectitud sin engreimiento que le caracterizan.

Pancho también fue miembro del consejo de redacción de la revista Palabra Suelta, junto a Diego Araujo, Ramiro Larrea y Lenín Oña, que auspiciaba la Editorial El Conejo y dirigía el escritor Abdón Ubidia. Fue director de la revista Letras del Ecuador de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en los años 2002 y 2003. Y hoy desarrolla una sostenida, incansable labor sin estridencias como secretario de nuestra Academia Ecuatoriana de la Lengua.

Pero, vamos al escritor. Proaño Arandi ha publicado media docena de poderosas novelas: Antiguas caras en el espejo (1984), Del otro lado de las cosas (1993), La razón y el presagio (2003), Tratado del amor clandestino (2008), El sabor de la condena (2009) y Desde el silencio (2014). También ha publicado otra media docena de libros de cuentos: Historias de disecadores (1972) Oposición a la magia (1986), La doblez (1986), Historias del país fingido (2003), Perfil inacabado (antología, 2005) y Elementos dispares (2015). Ensayos convertidos en libros son Entretextos (2009), Diplomáticos en la literatura ecuatoriana (2014), en colaboración con Alejandra Adoum y Por qué se fueron las garzas o el antiindigenismo de Gustavo Alfredo Jácome (ensayo, 2015).

Las obras de Pancho han sido premiadas: Antiguas caras en el espejo obtuvo el José Mejía Lequerica del Municipio de Quito a la Mejor Obra en Prosa; uno de los cuentos de Oposición a la magia, logró la Primera Mención en el Concurso Internacional de Relatos convocado por la Revista Plural de México; Tratado de amor clandestino quedó finalista del premio literario Rómulo Gallegos 2009 y recibió el Premio de Narrativa José María Arguedas 2010 de la Casa de las Américas de Cuba; Historias del país fingido se hizo acreedor al Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara en 2003.

Uno de los mayores logros de Francisco es la perfecta unidad de sentido y forma en sus novelas y relatos, y esto se debe, como lo han reconocido numerosos críticos “al talento de Proaño y a la responsabilidad profesional con que encara su proceso de escritura”, en palabras de Fernando Balseca. Con “Del otro lado de las cosas”, esa novela como máquina perfecta que decía el mismo Balseca, rompió, y lo dijo una autoridad como Ulises Estrella “el facilismo con el que otros colegas del actual movimiento literario ecuatoriano han pretendido entrar en el llamado posmodernismo” (Estrella, 1995), quien añadió que

Negándose a seguir la corriente del éxito o del reconocimiento rápido, Proaño no solamente depura sus textos, los afina y engrandece morosamente, sino que participa en los grandes debates culturales del país, como crítico, jurado y editorialista … Reclama, con pasión, el derecho de crear con libertad, sin los condicionamientos de los concursos o los mercados del libro.

(loc. cit.)

Y Paco Tobar García, que en 1986 ya había señalado que en Proaño veía “por fin alguien con talento propio, con ideas absolutamente suyas” y que “rasa en lo genial” (Tobar, 1986), en 1994 confesó, desarmado, que “Proaño Arandi es un novelista extraordinario. Usa un lenguaje justo, lo que puede desanimar a lectores que toman libros como quien hace un viaje sin ver el paisaje” (Tobar, 1994), y lo compara con el pintor Miró porque “el idioma de Proaño es así de perfecto en su total crueldad” (loc. cit.). Otro autor reconocido, Pedro Jorge Vera alababa ya muy temprano de Proaño su estilo “tan preciso y depurado” que lo colocaba “entre los más notables cuentistas del país” y explicaba que ese estilo “por sí mismo posee una significación trascendente por encima de la peripecia relatada”. “A ratos”, sigue Vera, “Proaño nos recuerda al Proust que sabe extraer a las palabras todas sus esencias” (Vera, 1986).

Modesto Ponce Maldonado añade que “Francisco Proaño nos dice más, mucho más de lo que realmente nos cuenta” en sus novelas, y explica: “A más de su capacidad para mantener textos que no decaen, sin baches ni fugas innecesarias, a veces densos, desafiantes, bajo sus páginas, bajo cada uno de sus capítulos, hay planteamientos, reencuentros con nosotros mismos, fantasmas, humanas certezas, flaquezas y temores … un sinfín de universos” (Ponce, 7).

Y en el 2000, Rocío Bastidas, en una tesis doctoral sobre la obra de Proaño, decía que su trabajo narrativo está “comprometido con un quehacer lingüístico perfeccionista y con una [gran] acuciosidad” con el que logra “un relato minucioso y detallista ––como los cuadros barrocos que se describen a lo largo de la obra––. La característica más notable de Francisco Proaño Arandi es la construcción de un universo recargado y preciosista … Utiliza el lenguaje como un instrumento de trabajo al que desmenuza y explota con una asombrosa habilidad y maestría … Por medio del arte con el que maneja el lenguaje, lleva al lector a las profundidades del alma de los personajes, hace que el lector participe en los temores, angustias y miedos que pueblan el universo literario de este escritor ecuatoriano (Bastidas, 2000, 259).

En esa tesis, Bastidas define al estilo de Proaño como barroco. Más tarde, en otro trabajo de 2003 sobre Proaño, dice que

Este estilo barroco está caracterizado por la utilización de recursos lingüísticos o figuras literarias que otorgan a los textos un sentido de exageración, abundancia, ingenio rebuscado que junto al claroscuro de espacios y de imágenes y al artificio de las máscaras y de los reflejos distorsionados crean una atmósfera de misterio, un mundo irreal.

(Bastidas, 2003, 4)

Francisco Proaño, que fue el más precoz de nuestra Academia Literaria colegial, ha sido el de producción más constante y trascendental en las letras nacionales. Su obra es para leerla despacio, es la contemplación de lo real y de lo imaginario más allá de la aguja del reloj y del tiempo mundano. Sus textos exquisitamente escritos y, habría que decirlo, difíciles, con su mezcla de clásico, de barroco y de moderno, de alegoría y de farsa, de tragedia y comedia, llenos de capas, de recovecos, nos convocan hoy y quedarán para siempre entre lo mejor de la narrativa ecuatoriana.

Sobre Benjamín Ortiz, Hernán Rodríguez dice que un día a inicios de quinto curso el joven alumno se acercó con Fabián Manzano, inolvidable compañero nuestro de colegio que a fines de ese año escolar moriría al quedar atrapado en una grieta en un glaciar del Antisana,[13] y los describe así:

Dos figuras: simpáticos, nobles, rectos, estudiosos y profundos. Vinieron a charlar y corregí delante de ellos sus redacciones. Los conocí como nunca. A Ortiz en un nuevo aspecto de su personalidad: un humor, una ironía alegre y limpia. Era su redacción una página de “Diario” escrita con sorna, con una malicia encantadora.

(Ibíd., 174)

Y en una nota al pie, escrita, como sabemos, en 1988, aclara que se trata del entonces director del diario “Hoy”, quien “a veces luce en sus artículos ese humor, esa ironía, esa sorna y malicia que admiró ya en su redacción de quinto curso el autor del Diario”.

Como dije, en 1962 Benjamín fue “campeón por unanimidad” en el concurso interno del Libro Leído como lo recogió el Boletín de la Academia Literaria, el cual describía otras cualidades como: “Dominio consumado de la difícil sencillez oratoria. Dominio de su voz, del gesto, de la forma. Humor finísimo para presentar una obra de humor finísimo. Hizo en el teatro un silencio absoluto. Nos encanta oírlo” (Ibíd., 375, nota 319).

Dije también que su medalla de plata en el intercolegial nos pareció injusta porque su presentación pública fue todo un tour de force del que salió más que airoso. Oigamos cómo lo cuenta Hernán Rodríguez:

Superó sus intervenciones de las pruebas internas. En su estilo sencillo, natural, estuvo magnífico. Empezó su intervención con auditorio cansado: grandes grupos abandonaban el local; dos miembros del jurado conversaban, al parecer ajenos al acto. Pero a los pocos minutos se hizo en el salón un silencio y se aplaudían sus chistes –los de Waugh. Esquema natural pero exacto. Hondura”.

(Ibíd., 381, nota 322)

Benjamín siguió derecho en la PUCE, donde se graduó de doctor en Jurisprudencia y obtuvo también una maestría en Administración Pública de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Actualmente es presidente del Directorio de BOA Estrategia y Comunicación y de la cooperativa propietaria del Liceo del Valle. Es consultor en Comunicaciones y Negociación y, lo que más nos interesa a nosotros, escritor. De todas maneras, menciono que fue director del diario Hoy, por 18 años, y ministro de Relaciones Exteriores; también fue gerente general y director de Noticias de Canal 8. Quito y gerente regional de TC Televisión. Casado con María Fernanda Rivadeneira; cuatro hijos y tres nietos.

Además de artículos y editoriales en el diario Hoy y otros diarios, la principal obra de Benjamín Ortiz es su novela “A la sombra del magnolio”. Cuando apareció en 2017 pude comentarla en la columna que entonces escribía yo en el diario El Comercio, en la que dije que era un libro “bienvenido, porque era casi un deber que un periodista de su trayectoria –cronista de El Tiempo, director de noticias de Ecuavisa, 17 años director del diario Hoy y otros 17 director de su propia agencia de comunicación estratégica–, y de su valía, nos diera un libro que perdurara en el tiempo más que las evanescentes crónicas y editoriales periodísticos”.[14] Y continué mi comentario diciendo:

La novela cuenta dos historias: una durante la primera presidencia de Gabriel García Moreno (1862-1866) y otra en tiempos de Rafael Correa (2011-2015). Al intercalar los episodios, Ortiz Brennan va haciendo un paralelismo ingenioso entre dos generaciones de la misma familia, muy separadas por tiempo y circunstancias, pero unidas por la sangre y la casa en que habitan, en el barrio de San Marcos, en Quito, en cuyo patio crece un centenario árbol de magnolia.
Las dos historias parecen cumplir la antigua observación de Karl Marx de que “la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa”, pero no porque el autor o los personajes participen del marxismo, sino por el contenido y el tono de cada historia. La primera, escrita en tercera persona por un narrador omnisciente, tiene un tono serio y reposado, y cuenta la petite-histoire, de tres familias, de tres clases sociales diferentes, los Barba, los Lozano-Barba y los Merizalde, y los contradictorios lazos que las van uniendo, mientras al fondo se desarrolla la grand-histoire de García Moreno, sus luchas y desafueros. Se destaca la figura de Nicolasa Lozano B., la menor de las hijas de un médico, sus preñeces, su matrimonio y sus tragedias.
La contemporánea la narra en primera persona Miguel Merizalde, ingenuo burócrata del Ministerio de Salud –encargado nada menos que de las fórmulas matemáticas de la Caja de Herramientas para la Salud Mental del Buen Vivir–, en capítulos muy cortos, a veces de un solo párrafo, que cuentan la farsa que es la vida en tiempos actuales. Incluso le toca ir a Guayaquil a una de las sabatinas, mientras su antecesor estuvo en la batalla de Jambelí. Como dice el cornudo, estafado y derrotado personaje, “envidio al otro Miguel Merizalde, muerto en tiempos heroicos, en contraste con los míos, vulgares y puteros”.
Por el dominio del arte de narrar, la obra de Ortiz (que no es mi pariente, pero sí compañero de aula, amigo y colega), se lee con placer. En un gran fresco multigeneracional, brotan agudas observaciones sobre la historia ecuatoriana, la estratificación social, los perjuicios familiares, la decadencia política y moral. Y no por disquisiciones filosóficas ni aburridos soliloquios, de los que felizmente carece, sino como resultado de la propia narración. Un libro interesante y fresco, que ojalá anuncie muchos más.[15]

Hablaré ahora de Bruno Sáenz Andrade, de quien Hernán Rodríguez decía, en su entrada del diario el 5 de mayo de 1962: “Bruno Sáenz es un caso aparte”. Contaba que habíamos hecho dos ensayos de la sesión solemne de la Academia Literaria en que íbamos a discutir sobre la novela, y Bruno no había llegado.

De enorme capacidad literaria y de invencible tenacidad, se me ofreció a estudiar el “Ulises” y yo se lo entregué con gusto, acompañando la obra del libro de Levin sobre Joyce. Pues bien, leyó y leyó y ahondó en la obra.- Pero no empezaba a escribir. La víspera del acto hubo que recluirlo en la sala de arte a ver si escribía. Y escrito que hubo algo empezó la lucha para ver si lograba deshacer sus barrocos y densísimos períodos en algo más digerible para el público medio. Y al fin, después de tanto luchar, en el acto tenía cierto papel manuscrito entre sus páginas mecanografiadas. Trabajo hondo, muy hermoso el suyo, pero trágicamente leído”.

(Ibíd., 379)

Bruno superó esa manera de leer, calificada de “trágica”, aunque jamás puede guardar la rigidez y la formalidad en un discurso, en donde siempre intercala, todos le conocemos, sus bromas e ironías.

Bruno estudióDerecho en las Universidades Central y Católica de Quito, y de Toulouse, Francia. Es doctor en Jurisprudencia y abogado y, además, hizo el doctorado en Letras en la Universidad Católica.

Ha sido Director de la Escuela de Fiscales y Funcionarios del Ministerio Público, subsecretario de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura, director de asesoría jurídica del Tribunal de Garantías Constitucionales, secretario del Consejo Nacional de Cultura, presidente de la Junta Directiva de la Orquesta Sinfónica Nacional y profesor de la Escuela Politécnica Nacional en su Instituto de Ciencias Sociales.

Es un reconocido crítico literario y musical. Ha escrito numerosos estudios sobre narradores y poetas ecuatorianos, tanto como ponencias como para introducción de ediciones de nuestros autores en editoriales como El Conejo, Libresa, Corporación Eugenio Espejo para el Libro y la Lectura, y el Centro Cultural Benjamín Carrión. Es uno de los colaboradores de la Historia de las Literaturas Ecuatorianas de la Corporación Editora Nacional.

Ha participado con ponencias en los Encuentros de Literatura Ecuatoriana organizados por la Universidad de Cuenca, así como de encuentros de escritores, festivales poéticos, ferias de libro (en Quito, Lima, Guadalajara). Ha escrito de manera ocasional en los diarios de Quito, en las revistas culturales del país, así como también en la revista Calibán de Brasil y Casa de las Américas de Cuba. Es un socorrido miembro de jurados de concursos literarios de teatro, novela, cuento, poesía, tanto en la capital como en provincias.

Como escritor tiene obras de poesía, cuento, teatro y ensayos. En poesía tiene ocho títulos publicados: El aprendiz y la palabra (1984, con una edición aumentada de 1992), La palabra se mira en el espejo, De la boca que abriéndose, manda al silencio que se ponga a un lado (1998, con una segunda edición al año siguiente); ¡Oh, palabra otra vez pronunciada! (2001); Escribe la inicial de tu nombre en el umbral del sueño (2003), que obtuvo el Premio Jorge Carrera Andrade del Municipio de Quito ese año y cuya segunda edición apareció en las ediciones de la Universidad de los Andes, de Mérida, Venezuela al año siguiente; La máscara desnuda los trazos de mi cara, editado en México en 2007; Iluminaciones para un libro de horas (2012) y La noche acopia silencios (2016).

Ha publicado un libro de cuentos: Relatos del aprendiz (2011), un libro de ensayo: El caminante mira cómo pasa el camino (2012) y cinco tomos de teatro, algunos de los cuales contienen varias obras. Sus títulos son: Crónica de los incas sin Incario (1977), Comedia del cuerpo (1992), Biografía ejemplar del Doctor Fausto (2004), Dormición de Eurídice (2006) y Mitos, Misterios (2015).

También ha publicado antologías de su poesía como El aprendiz y la palabra, editada en México en 1980; Vestigios y veladas voces, también de edición mexicana (2002), La voz y la sombra (Cuenca, 2004) y Antología 1963-2005 (Quito, 2008). También publicó libro compartido en la Colección Dos Alas de El Ángel Editores con Antes de volver al silencio (Quito, 2013), que comparte edición con Escribir el miedo es escribir de la poetisa española Olvido García Valdés.

Obra poética suya consta en una docena de antologías de poetas ecuatorianos como Colectivo (Guayaquil, 1980); Palabras y contrastes (Cuenca, 1984); Antología de la rosa (Quito, 2001); …Y en el cielo un huequito para mirar a Quito, la ciudad, la poesía (Quito, 2004); Poesía ecuatoriana traducida al hebreo (Israel, 2005); Poesía Perú-Ecuador, 1998-2008 (Lima, 2009); Literatura del Ecuador, Poesía (Madrid, 2009); Poesía ecuatoriana contemporánea (México-Quito, 2011), Poesía en Paralelo Cero (Quito, 2012); Antologia della poesia ecuadoriana contemporanea (edición bilingüe en castellano e italiano, traducciones de Emilio Coco, Foggia, Italia, 2012); Equinoccio. Cincuenta poemas ecuatorianos del siglo XX (Guadalajara, México, 2015) y Carne del cielo, poemas de Navidad, libro digital editado en Salamanca, 2015 y 2018.

Bruno ha sido antologado también en cuento: Ecuador cuenta (Madrid, 2014) y Recopilación de relatos del II Encuentro Nacional de Escritores, Narrativa (Loja, 2015).

A la abundante obra publicada debe añadirse la inédita: dos libros de ensayo (A tientas por la historia de la música, Introducción a la obra de Julio Zaldumbide), tres de poesía (El viento del Espíritu desata los legajos; La figura en la puerta y La creadora reminiscencia yun volumen de teatro (Antes del anochecer), que reúne así mismo varias obras, y que aún esperan para que los veamos en negro sobre blanco.

Trabajador incansable de las letras, Bruno tiene otras obras en preparación, tanto de ensayo como de cuento y poesía, aunque siento que no se haya lanzado a la novela.

Con todo, nos ha permitido admirar el misterio gozoso de su poesía.

Dije que Diego Araujo alcanzó la medalla de oro en el Intercolegial del Libro Leído en 1962. En el Boletín de la Academia Literaria se comentó entonces que presentó una “pieza corta y completa de gran belleza. Fuerza y emoción. A nuestro juicio (confirmado por el veredicto oficial) el mejor”.

Araujo, al igual que Ortiz, Proaño, Sáenz, estudió derecho en los sesenta, e, igual que Sáenz hizo luego el ciclo doctoral de Letras, en la misma PUCE en los años ochenta, pero, además, en su caso, hizo el curso de Filología Superior del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid en la Universidad de Málaga, España, en 1984. Trabajó 20 años en el diario Hoy, donde fue editor de revistas, luego editor general y finalmente subdirector por una década, hasta poco antes de su cierre. Combinó este trabajo con el de profesor en la PUCE, en varias facultades, pero sobre todo en el Departamento de Letras, del que fue director, y subdecano de la Facultad de Lingüística y Literatura. Fue, además, profesor visitante de la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque.

Diego Araujo es uno de los más reconocidos críticos literarios del Ecuador actual. Además de escribir durante 30 años artículos de opinión semanales en el diario Hoy, columnas orientadoras que felizmente se trasladaron desde 2017 al diario El Comercio donde continúan iluminando la coyuntura, ha escrito decenas de estudios introductorios y ediciones anotadas, entre los que están las de obras de Cervantes, Juan León Mera, Luis A. Martínez, José de la Cuadra, Ángel F. Rojas, Vladimiro Rivas, César Vallejo, César Dávila Andrade, además de estudios de mirada más amplia sobre la literatura ecuatoriana en varios períodos. Es uno de los autores con más contribuciones a la Historia de las Literaturas del Ecuador, publicado por la Corporación Editora Nacional y la Universidad Andina Simón Bolívar, cuyo tercer volumen coordinó, y de brillantes ponencias sobre autores concretos y sus obras. Reunió una selección de sus trabajos de crítica y los publicó en el libro A contravía (2014).

Finalmente, en 2016 publicó su primera novela, Los nombres ocultos, que tuvo tal éxito que tuvo una segunda edición al año siguiente. Y es que, siendo una novela relativamente corta, de 136 páginas, atrapa al lector que la lee fascinado, en un par de tardes, involucrado en las indagaciones para esclarecer la muerte, el 27 de febrero de 1935, del chofer del automóvil del presidente Velasco Ibarra en su primera administración, Antonio Leiva, y descubrir si la causa fue un accidente, un suicidio o un asesinato.

Esa muerte sucedió en la realidad y Diego Araujo desenterró el proceso que se siguió para establecer la causa del trágico destino de Leiva, quien había sido enviado por el propio presidente para traer a Quito a una joven guayaquileña de la que se hallaba enamorado. Araujo se documentó concienzudamente para escribir este relato, mezcla de historia y ficción, tanto que consigna al final del volumen la lista de todos los libros consultados. En su libro, los personajes de la realidad aparecen entremezclados con los de ficción.

Pero no es la veracidad histórica sino el poder de la literatura lo que se celebra de esta novela. “Breve, bien escrita, estupenda” dijo de Los nombres ocultos Jorge Dávila Vázquez. “Para unos puede ser sorprendente que la primera incursión del autor en el mundo novelesco sea un logro admirable, para otros no tanto, dada la larga práctica en la escritura de Araujo”, añadió, ponderando la soltura con que se mueve en el relato ficcional, entretejiendo las cuatro historias claves de la trama: la muerte de Leiva; “los avatares del primer y accidentado mandato de José María Velasco Ibarra; las prodigiosas memorias del doctor Lizardo Mosquera Lasso, secretario del primer magistrado, y la investigación apasionada del periodista desempleado Manuel Romero, la única totalmente inventada del conjunto”.

“Sin aspavientos experimentales en la forma, la narración de Araujo se desarrolla con una tersura que revela un verdadero dominio del arte de narrar”, dijo Fernando Tinajero. Y Enrique Ayala destacó el “gran acierto” de Araujo: revelar, tanto en el divorcio y el romance del presidente de la república como en el misterioso asesinato de su chofer, “varios rasgos de la vida social y política del país”, y la presencia, sobre todo, “de un actor central, que no por oculto es menos actuante: el poder. No solo el poder de las autoridades, sino el poder real de una sociedad en que se pudo ‘empandillar’ la investigación para que nunca se supiera que pasó en realidad”.

Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, 1944), el reconocido escritor, narrador, ensayista, crítico de cine, teatro y ópera, despuntó temprano en el colegio precisamente como actor de teatro y crítico de cine. En 1962, cuando estaba en quinto curso, alcanzó la medalla de oro en el concurso intercolegial escrito en el Mes del Libro. El Boletín de la Academia decía: que fue “denso, complejo, penetrante el trabajo de Rivas sobre ‘El Castillo’ de Kafka (Rivas había llegado, se ve, a ser un especialista en Kafka [pues ya en la sesión solemne de mayo había hablado sobre este autor])” (Ibíd., 385, nota 325).

Rivas sacó su Licenciatura en Pedagogía con especialización en Lingüística en la PUCE, en los sesenta, años en los que dirigió la revista literaria “Ágora”, que fundó en unión de Diego Araujo, y Bruno Sáenz, dirigió teatro e hizo crítica de cine en El Comercio. En 1973 partió a México con una beca de la Comunidad Latinoamericana de Escritores, se quedó a residir allá, y hoy posee la nacionalidad mexicana.

En México ha tenido una carrera brillante. Fue profesor fundador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco, de la Ciudad de México en 1974. Obtuvo el Premio a la Docencia en 2000 y en 2006 sacó su maestría en Letras Iberoamericanas por la UNAM. Se graduó con una tesis sobre la poesía de César Dávila Andrade, luego publicada como libro de ensayo.

Ha colaborado en revistas tales como Vuelta, Letras libres, Hispamérica y muchas otras. Ha sido crítico de ópera en los diarios mexicanos La Crónica y Milenio y en revistas como Pro Ópera y Pauta.

Ha publicado nueve libros de relatos: El demiurgo (1968); Historia del cuento desconocido (1974); Los bienes (1981); Vivir del cuento (1993); La caída y la noche (2000, y nuevas ediciones en 2001, 2010 y 2011); Visita íntima (2011); Música para nadie (2016); El amante y el artefacto soviético (2017) y el volumen Cuentos reunidos (2019), que presentó este pasado 11 de septiembre, en Quito, en un acto que tuvo poca difusión.

También es autor de una novela: El legado del tigre (1997) y de cuatro libros de ensayos: Desciframientos y complicidades (1991); Mundo tatuado (2003); César Dávila Andrade: el poema, pira del sacrificio (2008); Repertorio literario (2014).

Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano, portugués y búlgaro, y constan en todas las antologías del cuento ecuatoriano y en algunas del cuento latinoamericano.

Pero Vladimiro Rivas también ha hecho un gran trabajo como editor y compilador. Hizo los estudios introductorios y notas para la reedición de la revista de vanguardia Hélice (Banco Central del Ecuador, 1989) y para obras de Jorge Enrique Adoum, Herman Melville, Antón Chéjov, Naguib Mahfuz y Henry James, publicadas por Libresa, de Ecuador, y para las ediciones mexicanas de Pablo Palacio. Débora y Vida del ahorcado (UAM Azcapotzalco, 1995) y para una antología poética de Jorge Carrera Andrade (Fondo de Cultura Económica, 2000).

En esto de las antologías es un experto, conocedor como es del cuento y la poesía ecuatorianos. Son de gran valor su Poesía ecuatoriana contemporánea (México, Alforja, 2001) y su Cuento ecuatoriano contemporáneo, editada primero en México (UNAM, 2001) y, de inmediato, en español e inglés (con el título de Contemporary Ecuadorian Short Stories) en Quito (Paradiso, 2002). Son notables sus ensayos acerca de autores ecuatorianos, tales como: Pablo Palacio, Jorge Carrera Andrade, César Dávila Andrade, Jorge Icaza, José de la Cuadra, Alfredo Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera Malta, Jorge Enrique Adoum, Bruno Sáenz, Javier Ponce, Javier Vásconez, Iván Carvajal, y sobre movimientos literarios como el realismo social ecuatoriano, sus secuelas y rupturas. Eso no quita que también haya escrito, y mucho, acerca de escritores mexicanos, como lo muestran sus ensayos sobre Martín Luis Guzmán, Juan Vicente Melo, Francisco Tario, Octavio Paz, José Revueltas y Eduardo Lizalde, entre otros.

También es traductor, por ejemplo, de El cómplice secreto de Joseph Conrad (México, Fontamara, 1988), que ha tenido seis ediciones y de Oda a un ruiseñor de John Keats (México, UAM Azcapotzalco, 1990).

Este relato de quienes fuimos parte de la Academia Literaria del San Gabriel y que luego nos hemos proyectado a las letras nacionales quedará incompleto. Pero al menos deseo hacer mención a Alejandro Moreano, ensayista profundo, ganador de la Primera Bienal de Novela, de 1989, con El devastado jardín del Paraíso, aunque él lo fue solo en cuarto curso, cuando la reorganizábamos, pues luego pasó al colegio Benalcázar; a los hermanos poetas Manuel Federico Ponce y Javier Ponce; a Alfonso López Araujo, nacido enRiobamba, en 1946, que realizó toda su secundaria en el San Gabriel, se graduó en Jurisprudencia en la PUCE y fue diplomático de carrera, de la que se retiró en 2015, tras prestar servicios en Bruselas, Ginebra, Nueva York y Buenos Aires, ascender al rango de embajador en 1995, y representar al país en tal calidad en Suecia, Hungría, Indonesia y México, y ha publicado, a más de estudios sobre relaciones internacionales, tres novelas: El enigma del Topo (Quito, 2011), Festín de buitres (México, 2015) y El coleccionista de collares (Madrid, 2019); y a Roque Iturralde, quien, ya cuando chúcaro, es decir alumno de primer curso cuando nosotros nos graduábamos, Hernán Rodríguez le alabó por su amor a la literatura y su originalidad al escribir, y quien ha publicado cuatro libros de creación literaria: dos de poesía: Guaguas (con fotografía de Eduardo Quintana, 19XX) y Rondas lirondas (Unicef, 19XX), y dos de cuentos: Las aventuras de Iruk y Sisa (Defensa de los Niños Internacional, 20XX) y A otro hueso con ese perro (2001).


Voy terminando y, aunque parecería tétrico, quiero hacerlo confesando una pesadilla recurrente en mis sueños…

Lo aclaro. No es que tenga muchas, pero una es la de una guerra civil en Quito, de la que Dios nos libre, pero que el mes pasado vimos horrorizados cómo puede llegar a ser realidad. En mi pesadilla, veo los detalles del combate en el Centro Histórico y, aunque cambian los combatientes y algo se modifican los escenarios, nunca llego a saber por qué de desató la guerra ni de qué lado estoy yo. Esa es una pesadilla que he tenido, tal vez, unas cinco o seis veces en la vida, la primera de ellas todavía muy niño, y creo que se debió a la impresión que me causó oír a mi padre, a escondidas, contar, con la maestría suya de gran narrador, a un tío mío, hermano de mi madre que nos visitaba ––no recuerdo si era Daniel, Jorge o Rodrigo Crespo Toral––, los detalles de la Guerra de los Cuatro Días.

Pero no es de esa pesadilla de que quiero hablar sino de otra, que me causa una profunda angustia cuando la tengo. Y es aquella en que una fuerza superior —a veces un retorcido maestro de escuela, otras un verdugo de rostro indistinguible, otras un dictador— me impiden escribir.

De niño, la pesadilla consistía en que un maestro, a la vez descuidado y cruel, me quitaba todos los lápices, incluidos los de colores, por lo que me resultaba imposible hacer el deber que él mismo me exigía concluir. Luego, ya joven periodista y estudiante universitario, soñé que un verdugo, que se hallaba a mi derecha, entre sombras, inusitadamente, con algún poder mágico, quitaba como absorbiéndolas, en veloz sucesión, todas las teclas de la máquina de escribir que yo me hallaba usando, de manera que quedaban solo unas palancas inútiles, ante las que yo me devanaba los sesos tratando de discernir a qué letra correspondía cada una. En la vida real habría sido relativamente fácil resolver este enigma, probando cada palanca a ver qué letra imprimía, pero ya se sabe que los sueños tienen su propia lógica, y en mi pesadilla, ni conocía el teclado ni podía equivocarme en esa adivinanza imposible de descifrar y, a pesar de ello, tenía que seguir escribiendo, lo que me generaba una angustia insoportable que me llevaba a despertarme acezando, bañado en sudor.

Una tercera versión de este extraño sueño es muy actualizada: la computadora se apaga de pronto y no puedo seguir, ni siquiera sé dónde está lo que he escrito ni cómo podré recuperarlo. La angustia crece y estoy como perdido, hasta que me despierto, con ese alivio instantáneo del tercero o cuarto segundo de conciencia, cuando uno cae en cuenta de que se trataba solo de una pesadilla.

No se necesita ser un intérprete de sueños, como aquel oineropólos al que consultó Aquiles en La Ilíada, para dar sentido a esta multiforme pesadilla recurrente: amo tanto escribir que la mayor tortura que se me podría infligir es impedirme hacerlo. Que la Academia Ecuatoriana de la Lengua me haya elegido como su miembro de número es el mayor honor a esa vocación profunda, nacida en la infancia, cuando escribía a mano periódicos para mis primeros lectores, mis hermanos; que tanto impulso recibió de mis maestros desde primaria y, como he contado aquí, en la Academia Literaria del colegio San Gabriel, y que he volcado en miles de artículos y en mis libros de ensayo, historia, biografía y novela, de los que aún quiero y debo seguir produciendo.

He tenido la dicha de ser periodista, historiador y también escribir ficción. Al escribir ficción he tenido siempre la sensación, que después vi maravillosamente verbalizada por Najwa Nimri: “La diferencia entre la realidad y la ficción es que la ficción tiene que tener sentido”.

En un café de la Academia Literaria en casa de Benjamín Ortiz en 1961, me tocó hacer el brindis, y tras agradecer al anfitrión y a sus padres, que nos acompañaban, brindé entonces por el futuro; respondió Benjamín y también brindó por el futuro. Finalmente, también habló Hernán, quien brindó por la alegría de sentirse en familia “y por la esperanza de que nuestros planes de ahora se perpetuarán el día de mañana” (Ibíd., 322). Pues sí, hoy, desde el altozano de los 75 años, echando la vista atrás, sé que esos anhelos juveniles se cumplieron, así que brindo por el futuro, cualquiera que este sea, pero brindo también por el pasado, ese pasado de compromiso con la literatura y el humanismo que tuvimos estos compañeros y ese maestro, que, con su venia, he evocado el día de hoy. Con Ida Vitale, reciente premio Cervantes, creo que cada escritor escoge su tradición, y eso es lo que he hecho en este discurso.

Recuadro

Agradecimientos

No puedo terminar sin agradecer a quienes debo el honor de ingresar como miembro de número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

Primero, agradecer en esta ocasión solemne a quienes debo la vida y los principios básicos que me inspiran: a la dulce, luminosa y entrañable memoria de mi madre, Lola Crespo Toral, fallecida hace menos de seis meses, y a la prístina y afectuosa de mi padre, Luis Alfonso Ortiz Bilbao.

Luego, a todos mis maestros. Entre ellos menciono a algunos que ya partieron: Justiniano Gavilanes, Luis Romero, Jacinto Cuesta, Alfredo Ponce Ribadeneira, Jorge Salvador Lara, Hernán Rodríguez Castelo; los jesuitas Marco Vinicio Rueda, Alejandro Gómez y Gómez, Manuel Nieto, Miguel Sánchez Astudillo y Juan Espinosa Pólit, los más iconoclastas: Paco Tobar, Agustín Cueva, Esteban del Campo, Michael Wilson y el director de mi tesis de maestría, Ken Post, todos ya fallecidos. Y menciono a otros que siguen iluminando este mundo con su sabiduría: Alfonso Egüez, Ernesto Albán Gómez, Simón Espinosa Cordero. Quiero añadir a estos a los jefes de quienes aprendí en la vida: Miguel Arias y Eugenio Aguilar en El Tiempo; José María Avilés en el Banco Central; Roberto Savio en IPS; el presidente Rodrigo Borja; los alcaldes Paco Moncayo y Andrés Vallejo y el actual canciller José Valencia.

Quiero agradecer también a mi familia. A mi esposa Norma de los Reyes Montalvo, sin cuyo apoyo y amor nada podría haber hecho. 44 de estos 50 años que he relatado los he vivido con ella, en un diálogo constante, siempre interesante, comprobando que es cierto el dicho de “Cásate con quien puedas conversar toda la vida”. Con ella hemos hecho la vida, y con ella tuvimos a nuestra María Caridad, cuyo amor y el de su familia también me nutre y agradezco.

Que desde hoy esté aquí, en la entidad cultural más prestigiosa y antigua del Ecuador, con sus 142 años de existencia, lo debo a la bondad de los académicos, a todos quienes doy las gracias, empezando por la directora de la Academia, Dra. Susana Cordero de Espinosa, antigua colega en la Universidad Católica y amiga, quien fue la primera articulista mujer del diario Hoy y que ha dado nuevo lustre a esta corporación, y quien ha tenido las más emotivas palabras al introducir el acto de mi incorporación.

Un agradecimiento muy especial a Simón Espinosa, maestro y amigo quien ha tenido la bondad y generosidad de responder a mi discurso.

Me siento muy honrado de estar es su compañía y de tantos otros ilustres ecuatorianos que la conforman.

BIBLIOGRAFÍA

Bastidas, Rocío
2000 La narrativa barroca de Francisco Proaño Arandi, Quito, Pontificia Universidad Católica del Ecuador (mecanografiado).

Estrella, Ulises
1995 Reseña de Del otro lado de las cosas de Francisco Proaño en revista Hispamérica, No 70, Año XXIV.

Rodríguez, Hernán
1995 Diarios del “San Gabriel” 1959-1962 anotados por Hernán Rodríguez Castelo, Quito, Edición del X Congreso Latinoamericano de exalumnos de la Compañía de Jesús.

Tobar García, Francisco
1986 “Magia para burgueses” El Comercio, 15 de septiembre de 1986
1994 “El cazador en las sombras”, en su columna “La pulga en la oreja”, 31 de enero de 1994, diario ¿??

Vera, Pedro Jorge
1986 “Oposición a la magia” en su columna “Papel impreso”, diario Extra, 24 de julio de 1986



[1] Conservo las mayúsculas de

[2] Mi relación con Hernán Rodríguez Castelo se inició unos años antes, cuando él era estudiante de Filosofía y ocupaba un cuarto en el Loyola, y yo era alumno de primer curso de ese colegio. Hernán adaptó al teatro la obra “La canción de Navidad” de Charles Dickens y escogió a siete alumnos de primer curso como actores de reparto, entre ellos a mí, que representé un pequeño papel en la obra. Desde entonces éramos amigos. Él también lo cuenta en su diario, donde me califica como su “primer amigo pequeño en mi carrera de educador jesuita” (ver Ibíd., 200 y nota al pie 182).

[3] Pickwick por la novela de Charles Dickens, Papeles póstumos del Club Pickwick.

[4] El volumen solo vio la luz en 1995 (ver bibliografía).

[5] Y tan en serio se lo tomó Hernán que escribió varios tratados de redacción, el mejor de los cuales, que sigue editándose y vendiéndose, Cómo escribir bien (Quito, Corporación Editora Nacional).

[6] Se refería al Dr. José María Velasco Ibarra, que acababa de triunfar en las elecciones.

[7] Esos pequeños compensaron con creces a su maestro en el examen final. En la revista “Mi Colegio” de ese año se publicaron las composiciones que escribieron el día de su examen final: “Historia del grillo que perdió su violín”, de Luis Alfonso Araujo; “Historia del cóndor que se murió de viejo” de Alejandro Casares; “Historia del perro que se volvió lobo” de Pablo Roldán, e “Historia del viejo sapo que sabía contar cuentos” de José Ignacio Donoso (cfr. Ibid, 155, nota 137).

[8] Que Hernán no veía para nada mal que fuésemos al cine se refleja en la entrada del viernes 13 de enero de 1961 cuando anota: “El miércoles V.I., N.I. y O.R. se ‘echaron la pera’… La historia tal como la refiere uno de ellos… ‘Vine al colegio, me encontré con el X y con el Y. Como las clases de la tarde no eran difíciles decidimos irnos al Cine Universitario’. Los tres con su franqueza y confianza me han desarmado. Pero les hablaré ‘en serio’ de que aquello no está bien” (Ibid, 249). Y en una nota al pie comenta que aquí se nos muestra “actuando con muy poca convicción. En el fondo, debía pensar que mejor que ciertas clases era un buen cine” (loc. cit., nota 222). El lector de la obra de Rodríguez ya sabe que O.R. era Gonzalo Ortiz (ver nota 182), el autor de esta ponencia. Con tan simple sistema de notación, es probable que V.I. haya sido Vinueza (Luis) y N.I., Nickel (Helmut).

[9] Casi con seguridad se trata de Carlos Jaramillo Jaramillo, quien estudió medicina, y se ha destacado en su profesión.

[10] Tuvo también un breve paso por la política, siendo Secretario de Información y, luego, de la Administración del Gobierno de León Febres Cordero. Es de lamentar que, a su fallecimiento, en abril de 2014, no dejase obra escrita.

[11] Además de literato era gran matemático y se especializó en cálculo actuarial. Fallecido.

[12] Ver, por ejemplo, la copia del acta de la sesión del 29 de noviembre, escrita por el secretario Benjamín Ortiz (Ibíd., 360-361).

[13] La está narrada por el propio Hernán Rodríguez, ver Ibíd., 333-335. Para mí su muerte fue una conmoción no solo por perder a un amigo y compañero sino porque solo a último momento desistí de esa ascensión, lo que hizo que Fabián, al saberlo, me llamara por teléfono a pedirme prestado mis crampones y mi piolet. Accedí, luego de consultar con mi padre, vino Fabián a mi casa y se llevó feliz los bártulos. Siempre he pensado que si yo iba en esa expedición, tal vez Fabián no hubiera tenido equipo para ascender al nevado y no hubiera muerto en ese malhadado accidente.

[14] https://www.elcomercio.com/opinion/alasombradelmagnolio-opinion-columna-columnista-gonzaloortiz.html.

[15] Loc. cit.



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