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«Chéjov revisitado», por don Vladimiro Rivas I.

En la edición digital de la revista «Casa del tiempo», época VI, de diciembre de 2023-enero de 2024, apareció este hermoso texto de don Vladimiro Rivas, miembro numerario de la corporación, que compartimos con ustedes.

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Retrato de Chéjov, por Osip Braz, en 1898.

En la edición digital de la revista «Casa del tiempo», época VI, de diciembre de 2023-enero de 2024, apareció este hermoso texto de don Vladimiro Rivas, miembro numerario de la corporación, que compartimos con ustedes:

En la literatura rusa del siglo XIX, Chéjov representa, frente a la abrumadora metafísica de Dostoyevski o la épica vastedad de Tolstoi, una ventana abierta a lo cotidiano de la existencia. Dostoyevski y Tolstoi, “los dos más grandes novelistas del mundo”, según George Steiner[1], se asoman a los Grandes Temas, a las grandes preguntas, y sobresalen, no sólo por el alcance de su visión sino por la fuerza de su ejecución. Ambos son, además de artistas, pensadores, auténticos representantes de la intelligentsia rusa de fines del XIX. El tema de discusión dominante de los intelectuales de entonces era la situación cultural de Rusia ante Occidente. Algunos escritores, como el novelista Iván Turguenev, eran partidarios de la apertura de Rusia hacia Occidente y, en consecuencia, de su incorporación a la cultura europea y a la práctica de la democracia. Dostoyevski, en cambio, como otros eslavófilos, propugnaba una Rusia nutrida por sus propias raíces, esto es, el zarismo en política, la ortodoxia rusa en religión. No pretendo sugerir que Chéjov estuviera al margen de las grandes cuestiones. Quiero decir que frente a la masividad (el término es de Steiner), a la vasta dimensión en la cual estos genios trabajaron, la discreción y el humor de Chéjov corren el albur de significar poco, de ser menos en la literatura rusa. Pero no es así. Él se mantuvo en el centro de las discusiones trascendentales[2], sólo que de manera distinta, con recursos estéticos más sutiles, una perspectiva atenta al detalle, un espacio narrativo más breve y conciso, un tono más irónico. Es un miniaturista que supo albergar en pocas palabras toda una visión de la decadente sociedad rusa en el crepúsculo del siglo XIX y llevar a una de sus culminaciones el realismo narrativo y, por otra parte, renovar profundamente el arte del teatro.

La mayor parte de los cuentos de Chéjov fueron publicados en diarios y revistas. Un gran número fueron revisados para su publicación en libros, con otros inéditos, en las colecciones Pystrye rasskazy (Cuentos diversos, 1886); Nevinnye rechi (Cuentos inocentes,

1887) y Rasskazy (Cuentos, 1899). El autor revisó más tarde cerca de 240 cuentos para la primera edición completa de sus obras, de 1901.

En cuanto testimonio vivo de su tiempo, el corpus completo de las narraciones de Chéjov constituye, como las novelas de Balzac para Francia, toda una comedia humana rusa.

¿Cuántas narraciones escribió Chéjov? Algunos hablan de más mil piezas narrativas, entre crónicas, cuentos y novelas cortas. Si consideramos sus minicuentos, anécdotas, diálogos breves, estampas, publicados en revistas y periódicos, bajo el seudónimo de Antosha Chejonte en los primeros años de su carrera literaria, es seguro que superan en número a los contados por Sherazada en Las mil y una noches. Si revisó 237 cuentos para la primera edición completa de sus obras (1901), es legítimo suponer que suman algo más de 300, escritos en un periodo de 24 años, lo que nos da un promedio aproximado de doce cuentos y medio por año: más de uno por mes. Entre 1882 y 1887, en seis años de dedicación exclusiva al cuento, Chéjov publicó 183 piezas, pero más tarde, en un periodo de dieciséis años, entre 1884 y 1904, apenas escribiría 56 cuentos. Pero sus narraciones ganan en extensión y profundidad;  adquieren las características poéticas de sus obras de teatro: se vuelven, en suma, más personales. Si he afirmado que constituye toda una comedia humana quiero decir además que nuestro autor representa la culminación del realismo narrativo ruso, desde el cual ya no se puede avanzar sino a otra cosa, al impresionismo, idea que explico a continuación.

Chéjov fue el maestro indiscutible del cuento realista, como Poe del cuento fantástico. No estaba dotado para la novela. Dice Nabokov en metáfora deportiva que era un corredor de cien metros planos, no de maratón[3]. Aun sus relatos más largos, divididos en capítulos, satisfacen la idea que la tradición literaria nos ha formado del cuento. Ilustres cultivadores del género como Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga o Julio Cortázar han establecido también en la teoría las características del cuento: brevedad, concisión, unidad, originalidad, intensidad, estilo depurado. Quienes siguen fielmente a Poe advertirán con él la diferencia entre la mera narración de una anécdota y el cuento propiamente dicho. En tal sentido, los rigurosos principios de Poe parecen no avenirse con los postulados del cuento realista sino exclusivamente con los del cuento fantástico. Puede afirmarse que Poe reflexionaba sobre sus propios cuentos, legislaba para sí mismo, más que para el género literario que cultivó. Según su estética, muchos cuentos de Chéjov, sobre todo los del inicio de su carrera, no serían propiamente cuentos sino anécdotas. Porque un principio fundamental de la estética de Poe es la narración de un acontecimiento puro y por naturaleza extraordinario, con un desenlace que debe constituirse en efecto único y preconcebido. El realismo de Chéjov está, en cambio, determinado por una concepción invariable del tiempo: el tiempo cíclico de las acciones cotidianas. Este acto que un personaje ejecuta hoy día fue ya realizado ayer a la misma hora y a la misma hora será acometido mañana. Tiempo cíclico común, por otra parte, a otros escritores rusos decimonónicos que sitúan las acciones de sus relatos en pequeñas ciudades de provincia, donde nunca ocurre nada extraordinario, donde los actos de los personajes son tan indiferentes como los relojes, mundo estancado en su propio devenir cíclico. De ahí también esos finales de los cuentos de Chéjov que no lo son o, al menos, no lo parecen. La acción parece proseguir después del punto final. Mientras el cuento fantástico se abre, por definición, al acontecimiento puro que rompe el orden natural de las cosas, el cuento realista no pretende otra cosa que arrancar ese pedazo de vida de la mina de la cotidianidad y privilegiarla como piedra preciosa. Escribe Gorki:

Ya en sus primeros cuentos, Antón Chéjov sabía descubrir en el opaco mar de la mediocridad sus bromas trágicas y tenebrosas; basta con leer sus cuentos humorísticos para convencerse de que tras las palabras y situaciones cómicas cuántas cosas repugnantes y crueles veía el autor y cuántas escondía por vergüenza[4].

No es este el momento de discutir los fundamentos filosóficos, lingüísticos, psicológicos, del realismo literario. Voy a dar por supuesto lo que la historia de la literatura ha aceptado y reconocido, en términos generales, como realismo decimonónico en su peculiaridad rusa. Esto significa reconocer de antemano una conducta literaria un modo de ver, sentir y escribir. Significa tomar como punto de partida a la realidad social como el suelo en que los personajes están arraigados, una realidad social miserable, que da lugar a una preocupación que el escritor hace visible en su obra, sea por la denuncia, sea por la ironía. Denunciar significa para el escritor erigirse en fiscal, cosa que la índole modesta de Chéjov le impedía hacer. Con libertad, desde sí mismo y no desde el punto de vista de ningún partido político, describió las miserias de la vida cotidiana, la condición de esos pequeños seres brutalizados por la ignorancia, la violencia; humillados por el servilismo; aislados por una suerte trágica, o puesto en evidencia con toda su ridiculez. Si leemos sus cuentos nos va a maravillar la fuerza de realidad que poseen. Todo funciona en ellos como en la vida. Uno tras otro nos convencen de que estamos ante un trozo de vida arrancado en algún momento de atención por un hombre que dice la verdad y echa sobre el mundo una mirada a la vez irónica y compasiva. Sin embargo, cuanto más maduros, más personales y poéticos se vuelven: la atmósfera predomina sobre la acción. Como en el impresionismo, importa más el momento que la duración, la imagen estática que el movimiento. Al igual que en su teatro, poca acción aparente hay en sus cuentos de madurez. Chéjov parece pintar sus narraciones. Y aquí están sus características: esa fina ironía, ese aire nostálgico, ese color gris, esos medios tonos, esas medias emociones, esa delicada atmósfera otoñal que emana de ellos, características de origen pictórico, impresionista. Ahí están, como ejemplos, esa declaración de amor que nadie (Nadia) recibe y se pierde en el aire invernal de “Una bromita”; o el último latido de un beso que se lleva la corriente del río en “El beso” o el paso del blanco al gris en “La dama del perrito”. Gorki, que tan bien comprendió el papel decisivo que su amigo había de desempeñar en la literatura rusa, le escribió en 1900: “¿Sabe usted lo que está haciendo? Está usted matando el realismo”[5].

El historiador del arte Arnold Hauser no vacila en clasificar a Chéjov de impresionista, el primer gran artista impresionista de Rusia. Pero la delicadeza de la pluma de Chéjov sería inconcebible sin personajes y una filosofía de la vida que le quitasen peso a la pluma, que justificasen su levedad.

Chéjov es el narrador de los pequeños grandes fracasos de la existencia. Todo en él es suave ironía, tenue resignación, pena callada. Humorista, el principal objeto de sus ironías fue, en su última etapa, la vieja inteligencia rusa, con su incapacidad para la acción y su idealismo soñador. Pero así como Gogol estaba lleno de amor y comprensión por los objetos mismos de sus violentas invectivas, Chéjov muestra una melancólica ternura por sus torpes héroes, incapaces, casi todos, de decidirse por un camino en la vida, de tomar el tren que pasa ante ellos. Él compadece, más que condena, los fracasos en la vida como el de Riabóvich en “El beso”. Escribe Hauser:

Los caracteres de Chéjov están llenos de absoluto desamparo y desesperanza, de la parálisis incurable de la fuerza de voluntad, por un lado, y de la firme convicción de la esterilidad de todo, por otro[6].

Toda obra narrativa clásica nos hace asistir, de un modo u otro, a una transformación, una metamorfosis, aunque sea mínima, de un personaje: Alonso Quijano el Bueno se convierte en Don Quijote; Julián Sorel se convierte a su manera en Napoleón, con su ascenso y caída; Emma Bovary, en los personajes trágicos de sus lecturas; Raskólnikov, de asesino en penitente; Montag, el bombero que quema los libros y persigue a los lectores en Fahrenheit 451 de Bradbury, pasa de perseguidor a perseguido. En Chéjov esa modificación de los personajes o no existe o es casi imperceptible. Son sorprendidos en un momento significativo de sus existencias, de su cotidiano vivir, y ese momento significativo es, cuando mucho, la debilidad, la incomunicación o la melancolía. De cualquier manera, la inmovilidad. Particularmente en sus cuentos de la madurez se acentúa el tema de la abdicación. En vez de crecer, los personajes parecen decrecer; en vez de evolucionar, involucionar. Crecen hacia adentro, toman conciencia de su situación en el mundo, pero se rinden de antemano ante él. Por un lado, parecen tener dos vidas: una exterior, abierta, vista y conocida de quien quisiera verla, pero falsa y aburrida, y otra que se desliza en secreto hacia un reconocimiento de la inutilidad de todo esfuerzo. Así Andrei Efímich en “La sala número 6”, Kovrin en “El monje negro”, Ivashin en Vecinos o Ionich en el cuento que lleva su nombre. Por ello, los personajes de Chéjov son medio irónicos, medio patéticos. Por otro lado, su debilidad los paraliza o lo hace recular: fracasan en sus empeños casi sin haber luchado (¿pero habrá en la literatura algo más falso que un final feliz o algo más mentiroso que un personaje triunfador?). Así Riabóvich en “El beso” deja pasar una oportunidad vital, acaso la mejor de su vida: el azar le regala un inesperado beso de mujer y lo desaprovecha; en “Iónich”, el personaje epónimo deja agostarse a Ekaterina Ivanovna Turkin sin aber disfrutado de su primavera; en “Vecinos”, Piotr Mijailich Ivashin, un hombre indeciso y débil, se rinde a una evidencia adversa, a un hecho consumado; Andrei Efímich, el doctor de “La sala número 6”, pasa de la autodevaluación de su vida presente a una razonada adhesión a la filosofía de la inactividad, de la inercia y, finalmente, a la pérdida voluntaria de la libertad. Así lo hará también el jurista de “Una apuesta”.

En todos los personajes que he mencionado, y particularmente en “Vecinos”, en ellos y en muchos más, llama la atención el vigor de los comienzos, esas primeras frases tan sin vacilaciones, tan rotundas, plasmadas allí como un reflejo de la intención inicial del personaje. Pero a medida que la acción avanza, el personaje se va desmoronando de su intención primera. La materia narrativa se vuelve con él más tenue, las acciones se van convirtiendo en estados de ánimo asténicos, éstos en atmósfera, los cuerpos pierden peso, las promesas y las decisiones se desvanecen en el aire.

Los personajes se apocan, sueñan en lo bien que se vivirá dentro de cien o trescientos años, pero viven sin darse cuenta de que todo a su alrededor, aquí y ahora, se está pudriendo. O dándose cuenta de ello, sí, pero incapacitados para la acción. La obra de Chéjov participa de ese espíritu tan profundamente ruso que no se limita a contemplar y describir la miseria espiritual de su entorno, sino que, también con nostalgia, nostalgia del porvenir, anuncia un mundo mejor , casi siempre en boca de algunos de los personajes, como Iván Dmitrich Grómov, quien, desde su cárcel psiquiátrica, dice al médico estas palabras iluminadas por la esperanza:

Acaso me exprese vulgarmente, ríase si quiere, pero resplandecerá la aurora de una vida nueva, triunfará la justicia y nosotros estaremos de fiesta. Yo no lo veré, reventaré antes, pero lo verán nuestros biznietos. Lo saludo con toda el alma y me alegro. ¡Me alegro por ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos!

(“La sala número 6”)

En “El monje negro” leemos lo siguiente: “Os espera un futuro grande y brillante a vosotros los hombres”. Con ese don profético que la observación de lo real ha concedido a ciertos escritores (Dostoyevski y Tolstoi lo tuvieron en abundancia), Chéjov presintió el estallido de la Revolución bolchevique de 1917. Se asomó, mediante algunos personajes, a las puertas del Apocalipsis. Escuchemos primero al creador del Ejército Rojo, a León Trotsky:

El hombre se hará inconmensurablemente más fuerte, sabio y sutil; su cuerpo se hará más armónico, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical. Las formas de vida se harán dinámicamente dramáticas. El tipo humano medio se elevará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y sobre esta cordillera se elevarán nuevos picos”[7].

Aquí se anuncia el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad. En este paso el hombre se hará superhombre. Palabras más, palabras menos, ¿no dicen esencialmente lo mismo aquel Grómov del cuento chejoviano de 1892 y el profeta desarmado de 1923? La diferencia está en el tono: mientras Trotsky canta una loa, un himno, Grómov habla con nostalgia del porvenir, un porvenir que no verá nunca: reclama la esperanza desde su condena actual.

Así como Turguénev se ocupó de la clase terrateniente rusa, Dostoyevski de una clase media radicalmente urbana y Tolstoi de la aristocracia, Chéjov supo ver con objetividad y veracidad a todas las clases sociales y niveles humanos de Rusia. Fue médico y vivió enfermo de tuberculosis, mal que lo llevaría a la tumba. Vio, vivió y sintió intensamente. Todo le tocaba, todo le atañía: la gente de la calle, los mendigos, los presidiarios y sus guardianes, los campesinos, los burócratas, la clase media, la declinante burguesía terrateniente. Todo lo observó con agudeza, con una rara facilidad y felicidad para descubrir los motivos ocultos de las acciones humanas. Sin embargo, como en su teatro, se advierte en los últimos años una melancolía más acentuada. Todo se corresponde: el hombre que escribe ve en cada momento más próxima su muerte individual; la clase dirigente se descompone; el estallido social es inminente: Chéjov escribe sobre sí mismo secretamente y sus relatos se vuelven más íntimos y entrañables: la atmósfera es otoñal, los cisnes empiezan a cantar su última canción.

El canto de los personajes es elegíaco. Lamentan una pérdida, una ausencia, y el luto que guardan es tan íntimo y personal que hace a su dolor incompartible, aunque sí comunicable. Ahí está la carta que el pequeño Vañka, en el cuento del mismo nombre, dirige a su abuelo para pedirle lo rescate de la dolorosa vida que lleva: con un nudo en la garganta sabremos al final que esa carta no llegará nunca a su destinatario. La tristeza de Chéjov jamás se expresa en grito sino en suave resignación, pena callada. Ahí está el prisionero de “Ensueños” que, escoltado por dos guardias, ve alucinado en Siberia la esperanza, mientras la escolta guarda respetuoso silencio. Ahí están los tardíos llamados a la oportunidad perdida en “Casa con desván”, “El monje negro”, “Una bromita”, “El beso”, “Ionich”, “La cigarra”, llamados tardíos que, en fin de cuentas, declaran la soledad, tanto de los hombres como de las mujeres. Y como poeta de la soledad humana, Chéjov es un artista incomparable. Quizá los haya más intensos y profundos, pero pocos tienen un pincel tan delicado. Hasta sus cuadros más sombríos y naturalistas aparecen iluminados por un aura que los rodea desde el interior, que brota desde adentro de sí mismos: el humor.

Los libros de Chéjov son libros tristes para gente humorística, ha observado Nabokov[8]. En otras palabras, sólo desde el sentido del humor puede realmente apreciarse su tristeza. Hay escritores cuyo humor provoca una risa franca y abundante: Mark Twain en sus mejores momentos nos hace reír a carcajadas. El Decamerón de Boccacio, o el Vargas Llosa de La tía Julia y el escribidor y de Pantaleón y las visitadoras. Otros nos provocan un permanente estado de risa contenida, sin llevarnos a la risa dionisíaca: así el Dickens de los Papeles de Pickwick. Otros nos dan la risa al límite del sollozo: el Dickens de Oliver Twist o David Copperfield, el Cervantes de Don Quijote. En Rabelais, Gogol y el mismo Cervantes, la risa proviene del carnaval y la cultura popular: es una risa catártica que lo vence todo[9]. Está el humor negro de Villiers de l’Isle Adam, de los surrealistas, de Valle Inclán o Gómez de la Serna. Los humoristas profesionales constituyen una especie incómoda: esperan que nos riamos y escuchemos también la risa de los demás: Jardiel Poncela. Hay también ese humor puramente técnico, introducido conscientemente por un autor para dar un descanso después de una escena trágica. El humor de Chéjov no pertenece a ninguno de estos tipos: era puramente chejoviano. Sólo el de Chaplin se le parece. Las cosas eran para él tristes y divertidas a la vez, y la tristeza y la diversión son por ello inanalizables por separado: no podemos ver su tristeza si no vemos su comicidad porque ambos van enlazados, es más, fundidos en una sola sustancia.

Algunos críticos de Chéjov han distinguido dos periodos en su actividad como narrador: antes y después de 1886. Un Chéjov de alegre humorismo primero, y un Chéjov de humor pesimista, después. Desde el momento en que, como médico, este hombre alegre y humorista —según testimonian sus contemporáneos— empieza a mirar al fondo del corazón humano, y desde el momento en que, como enfermo de tuberculosis, le da por contemplarse en el fondo de sí mismo, adquiere una conciencia cada vez mayor de que mira bajo un ropaje humorístico situaciones de profunda tristeza. Escribió a una amiga, la escritora L. A. Avílova:

Os lamentáis de que mis héroes sean siempre tristes y sombríos. Por desgracia no es mi culpa. Es algo que me sucede involuntariamente; al escribir, no me parece estar escribiendo sombríamente; en todo caso, al trabajar estoy siempre de buen humor. Y observad que los hombres sombríos, los melancólicos, escriben siempre alegremente, mientras que los que son alegres en su vida, con sus escritos excitan la melancolía[10].

Al reconocer Chéjov que sus personajes le salían sombríos contra su voluntad, estaba afirmando que, aunque mirase cómicamente, sentía tristemente. En este divorcio aparente entre la mirada y el sentimiento reside la esencia del humor chejoviano.

Los primeros cuentos humorísticos eran tan divertidos que Chéjov tuvo problemas para superarlos. “El apellido caballuno”, “Cirugía”, “Cronología viviente” o “El camaleón” son excelentes chistes. En los últimos, como en “El álbum”, despunta la sátira. Pero Chéjov no era un escritor satírico: le faltaba hiel para ello. Su sátira es siempre amable y compasiva. Con el tiempo, los recursos del humor —los contrastes, las hipérboles, las acumulaciones— se vuelven más tenues, apenas discernibles. El humor está ahí, sin embargo, presente hasta en el último cuento, no como una situación obligadamente cómica, sino como una mirada compasiva y cálida sobre las debilidades humanas.

Chéjov ofrece, por este sentido del humor, uno de los puntos de vista sobre su tiempo y el hombre en general más ambiguos que se conocen en la historia de la literatura. Para algunos es un optimista porque en su obra la compasión da lugar a la esperanza. Para otros, un pesimista irredimible, un habitante del infierno que trata de sonreír. Yo sostengo que la cuestión de si Chéjov es optimista o pesimista es intrascendente y nada tiene que ver con la literatura. Si la menciono aquí es por la frecuencia con que aparece en los comentaristas del escritor.

Que después del asesinato de Alejandro II en 1881 y de la derrota del Partido de la Voluntad Popular haya empezado para Rusia una década de reacción y apatía, y que el nuevo zar, Alejandro III —hombre de mentalidad estrecha y conservadora— se haya rodeado de dignatarios conservadores que sumieron al país en un estado general de inmovilidad y letargo no basta para explicarnos la mirada de Chéjov. Ya antes de este periodo, antes aún de la liberación de los siervos, en 1859, el novelista Iván Goncharov había publicado Oblómov, cuyo personaje refleja una actitud muy rusa: el abandono de la voluntad y la entrega de sí al ocio. Es la personificación de la holganza. Acostumbrado a que todo se lo den hecho, degenera en zángano incorregible, en ese fenómeno de la vida rusa que Goncharov denominó oblomovshina (oblomovismo) y que se compone de pereza, de abulia y de inercia. Esta depresión de la voluntad estaba muy viva en la época que a Chéjov le tocó vivir, pero también residía en cierta zona del alma rusa que él supo explorar como nadie. Estaba también, de un modo distinto, en su propia enfermedad. Sin embargo, fue un hombre extraordinariamente dotado para la actividad, como podemos leer en su biografía. Lo que ocurre es que era un escéptico, un escéptico activo. ¿Mirada optimista sobre el mundo? Sí y no. ¿Mirada pesimista? Sí y no. Resulta imposible e irrelevante afirmar una de las dos sin engañarnos, porque la mirada de Chéjov tiene siempre dos filos: la del humorista, que ve las cosas con sus dos signos opuestos simultáneamente; y la del escéptico activo, que aunque sabe que el suelo del hombre es el fango, pisa en él como si fuese piedra: del estoico a lo Marco Aurelio, de quien sin duda aprendió, no sólo a sobrellevar sus propios sufrimientos, sino también los ajenos.

Chéjov ejerció el arte de la compasión: supo describir lo sombrío del mundo sin resentimiento ni acrimonia[11]. Supo curarse de la amargura con el estoicismo. Supo denunciar sin énfasis la suciedad, la ignorancia, los hábitos destructivos de los campesinos rusos; fustigar con el arma de la ironía la pereza y la pusilanimidad de la inteligencia provinciana, la inercia administrativa; mostrar la cobardía de los hombres ante las mujeres y la frivolidad de las mujeres ante los hombres; indignarse por la crueldad, la brutalidad de los poderosos ante los más débiles; supo ir en busca de la palabra escarnecida, residual y aun confiscada. Supo, sobre todo, comprender a los seres humanos y declarar pudorosamente esta verdad: el tiempo de ellos es breve y no son felices. Supo compadecerlos porque vivió con la convicción de que habían nacido para tareas y menesteres más altos: lo que el hombre hace no está a la altura de sus aspiraciones. De hecho, lo que rescata a la mayoría de los personajes de madurez de Chéjov es su inconformidad, su desacuerdo con el mundo en que viven, aunque no tengan la fuerza para rebelarse. El hombre no es ni la sombra de lo que puede o debe ser. Y no lo es porque no lo dejan ser. Este mundo, su mundo, Rusia, es una cárcel. Chéjov, como Iván Dmitrich Grómov, el loco de “La sala número 6” sentía sobre sus espaldas todo el peso de la violencia del mundo. Se sentía responsable de todo lo que pasaba. Sólo que, mientras Grómov, al no encontrar caminos prácticos para liberarse y obrar sobre el mundo, sufre delirios persecutorios que lo enloquecen, Chéjov se rescata a sí mismo con otro tipo de enajenación: la escritura. Si Rusia es una cárcel, es lícito pensar que todo acaba con el encierro o con la muerte. Por ejemplo, el hombre enfundado del cuento de este nombre, ¿no es acaso una premonición de Andrei Jdánov[12] y demás jerarcas estalinistas que se dieron a centralizar, jerarquizar, ritualizar, encerrar, enfundar y asfixiar la vida cultural rusa? ¿No es acaso una prefiguración (con todo su puritanismo social) de los fiscales y comisarios del estalinismo? ¿No es acaso este hombre enfundado el símbolo de un encierro colectivo?

Si no sólo describió a los hombres de su tiempo sino que prefiguró el porvenir de su pueblo, puede afirmarse que el arte de Chéjov posee un valor documental y artístico precioso que emana de su afán de objetividad, afán que se cristaliza en ese no entrometerse en el texto con opiniones ni comentarios, sino en dejar los personajes y las acciones hablen por sí mismos y fluyan por sí mismos. Chéjov rara vez o nunca agregó a sus cuentos advertencias moralizadoras porque sabía que su opinión no modificaría a sus personajes y que ese estrambote adulteraría su arte. Sin embargo, a ningún lector de Chéjov se le escapa que gran parte de la belleza de sus obras emana de su moral implícita, de su ternura, de su visión compasiva del hombre, de su solidaridad, pese a todo, con él. Sólo en este sentido puede afirmarse que fue Chéjov un moralista.

Afirmó Virginia Woolf que hay en Chéjov algo esencial, que pertenece a la gran tradición clásica rusa, que puede entenderse en todas partes y que por ello precisamente ha tenido gran influencia dentro y fuera de Rusia. ¿Quién no ha aprendido de Chéjov? Bulgákov, Bunin, el mismo Gorki le deben muchísimo. Su popularidad en Rusia nunca ha disminuido. Desde la toma del poder bolchevique, ocurrió en Rusia otra guerra dentro de la política; la cultural. El nuevo régimen debía ver qué hacía con la tradición clásica, conformada por autores como Pushkin, Lérmontov, Gogol, Gonchárov, Dostoyevski, Turguénev, Tolstoi, Chéjov. La política cultural jdanovista envió a Dostoyevski —particularmente al de Demonios— a una suerte de limbo, a una forma de olvido. Ya, desde antes, el desprecio de Lenin por Dostoyevski era gigantesco. Los demás no tuvieron mayores problemas en ser aceptados. El último Tolstoi, el de las profundas inquietudes evangélicas, fue cosmeticado, si no confiscado. El jdanovismo —estalinismo cultural de la posguerra (1946-1953)— pretendió recuperar la obra de Chéjov por considerarla lo suficientemente legible y comprensible para el pueblo, a pesar de que estaba muy alejada de los ideales del realismo socialista. Afortunado aun en el estalinismo, Chéjov ha sido el más editado en ruso afuera de las fronteras de Rusia. En el ámbito anglosajón su influencia ha sido considerable, particularmente en la gran escritora británica Katherine Mansfield, quien llegó a afirmar que “La estepa” era el relato más bello del mundo. En efecto, esta descripción de la estepa rusa es de una belleza incomparable. La brevedad y concisión de Chéjov no podían sino influir en escritores tan disímiles como Virginia Woolf, Hemingway, Katherine Mansfield, Salinger, Carson McCullers, Raymond Carver o Paul Auster. O, en el ámbito de habla hispana, en escritores como Rulfo, Cortázar, Ribeyro, Benedetti, Monterroso o José Emilio Pacheco.

Este texto apareció en la web de la revista Casa del tiempo, época VI, diciembre de 2023-enero de 2024.


[1] George Steiner, Tolstoi o Dostoyevski, México, Era, 1968, p. 12.

[2] Un ejemplo entre muchos es “La sala número 6”, cuento que anuncia con sutileza la inminente revolución rusa.

[3] Vladimir Nabokov, Lectures on Russian Literature, New York, Harvest, 1981, p. 251.

[4] Máximo Gorki, Obras, Moscú, 1963, t. 18.

[5] Citado por Arnold Hauser en “El impresionismo”, en Historia social de la literatura y el arte, vol. III, Madrid, Guadarrama, p. 249.

[6] Arnold Hauser, op. cit., p. 250.

[7] León Trotsky, Literatura y revolución, Madrid, Alianza, p. 82.

[8] Vladimir Nabokov, op. cit., p. 252.

[9] Ettore Lo Gatto, La literatura rusa moderna, Buenos Aires, Losada, 1972, p. 408.

[10] Mijail Bajtín, Problemas de Literatura y Estética, La Habana, 1979, p. 565.

[11] Jean-Paul Dollé, “L’art de la compassion”, en Magazin Littéraire, No. 299, París, mayo 1992, p. 31.

[12] Desde 1946, Andrei Jdánov, hombre fuerte del partido comunista, lanzó una serie de campañas que apuntaban a todos los campos de la cultura para instaurar un estado de movilización total. El jdanovismo representa la quintaesencia de la cultura estalinista, el paradigma del realismo socialista.

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