Desde el 9 de enero hemos vuelto a experimentar sensaciones de confinamiento, como si no bastaran los malos recuerdos de la pandemia. Conducir por calles poco transitadas, ver los establecimientos cerrados produce pena y desasosiego. Ya vendrá la contabilización de las pérdidas económicas de una población sofocada por la reducción y la pobreza. En educación, es claro que las clases por medios electrónicos jamás remplazarán la viva interacción en el aula. Pero aquí estamos, respondiendo a la atroz circunstancia de indefensión ciudadana.
Luego de cruzarme la ciudad, el martes 9, luchando por alcanzar los semáforos en verde, en una pugna de cientos de vehículos, me acogí a la seguridad del hogar. Insoportables fueron los terrores de sentirme frágil, al alcance de cualquier brote de violencia, más allá de mi mínimo espacio de movimiento. Después, en fugaces salidas, me dio por pensar en qué usan su tiempo las personas detenidas en sus casas a la fuerza. Los empleados obedecen el teletrabajo que pueda realizarse por ese medio; los estudiantes —pese a ese 30 % que no tiene acceso a conexiones— se esfuerzan por continuar con programas paralizados por las fiestas de fin de año y próximos a cerrar el ciclo; los servidores domésticos arriesgan sus vidas en el trasporte público (aunque ya se sabe que las arriesgan a diario) y los que podemos resguardarnos, sin mayor mengua de ingresos, estamos en casa.
¿A qué dedicamos el tiempo? Primero, a informarnos. Los noticiarios, la escasa lectura de la prensa escrita son la principal fuente de esos datos que luego comentamos, como los más ciertos y los que gozan de confirmación y contraste. Veo que se ha incrementado el cultivo de las redes sociales. Todos tenemos más o menos ubicados a quienes seguimos en X, Facebook o Instagram, por tanto, es fácil apreciar cómo ha crecido el uso en estos días. Hay usuarios que se entretienen poniendo imágenes de turismo universal: el café parisino, el parque londinense; otros prefieren los paisajes a esas horas de la lucha luz y sombras, o la explosión de belleza natural de flores y aves. Me llaman mucho más la atención los que sacan su álbum de fotos familiares a la red y van goteando viejas fotografías de cuando eran bebés o sus padres se plantaban frente al altar. ¡Qué desnudamiento de la intimidad!
¿Qué deseará que miremos la persona que imprime su propio rostro, a menudo? ¿Que escrutemos sus estados de ánimo, lo bien que la tratan los años, su impronta fotogénica? Misterios en los que me gusta pensar, así como medito en los personajes literarios, que son lo más parecido a los seres humanos. Cuando ingreso al mundo de los reels, los productos son más variados: hay tanta gente que en actitud profesoral da lecciones de temas varios, como si estuvieran revelando ideas trascendentales; muchos de los videos actuados son horribles: llenos de lugares comunes y vulgaridades, donde mientras más curvilínea la mujer podría pretenderse más llamativa. La exhibición de niños me hace recordar la novela Los reyes de la casa, de Delphine de Vigan, en la cual se denuncia la explotación infantil de los padres. Lo cierto es que la creación y consumo de imágenes ha desplazado a otros lenguajes. A mí me enraíza en mi vieja y obcecada manía por las palabras.
Este artículo apareció en el diario El Universo.