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«Cuenca en la narrativa de Juan Valdano y Jorge Dávila», por don Felipe Aguilar Aguilar

Discurso de incorporación como miembro correspondiente de nuestra Academia, de don Felipe Aguilar Aguilar, pronunciado en el aula magna de la Universidad de Cuenca el 5 de diciembre de 2019.

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Las horas en la aldea resbalan lentamente
Como un carro repleto de basura y dolor
El mismo aspecto siempre, la misma luz, la gente
Grávida de hipocresía, de Cristo y de rencor.

Alfonso Moreno Mora.

Una ciudad, como suma de contrastes y paradojas, admite múltiples lecturas. Desde las más obvias: su estructura física y su dimensión cultural, sus luces y sus sombras, sus códigos y sus transgresiones, los triunfos y los declives, la anonimia y la fama, hasta los enfrentamientos dialéctico menos visibles, los lenguajes y los silencios, los miedos y los actos bizarros, los racionalismos y las utopías. En definitiva, no aprehendemos solamente lo tangible, es decir, calles, templos, plazas, puentes, sitios de encuentro, espacios de diversión, sino también, sus afectos, su historia, creencias, mitos, en suma, todo aquello que, por intangible, se ha dado en llamar su espíritu.

Y, el espíritu de una ciudad se patentiza en el arte, música y literatura, sobre todo y, en el caso de esta última, en forma más específica, en su narrativa. Así, los lectores de Jorge Amado, es posible que conozcamos, en forma más profunda, Salvador de Bahía, la célula madre de la cultura brasileña, que sus propios pobladores; la infinita riqueza polifónica y polisémica del lenguaje habanero, se decodifica, al menos en parte, tras la lectura de Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y el 16 de junio, en el Bloomsday, todos somos dublineses, no solo los que reviven las andanzas del señor Leopoldo Bloom, ya que, una ciudad se construye mediante sus escrituras, pero, es habitada, a través de sus lecturas.

Cuenca, la que canta y encanta, la que trabaja y reza; la “cargada de alma” de Gonzalo Zaldumbide; la de los “cien templos católicos” de Joaquín Gallegos Lara, pero, también, la “grávida de hipocresía, de Cristo y de rencor” de Alfonso Moreno Mora o la espléndida y dolorosa ciudad de los sepulcros de Catalina Sojos, tiene un tratamiento literario en “Los Idrovos”, de Carlos Aguilar Vázquez, que, más que una novela, es una tomografía socio política de la ciudad durante los levantamientos anti Alfaro y, evidentemente, encuentra, en “Los Hijos”, de Alfonso Cuesta y Cuesta, su novela epónima, su novela esencial, su novela por antonomasia.

En la muy remota infancia, nutrida de lecturas de novelas extranjeras, Dumas y Dickens en Leoplán, Verne, Twain, Salgari, en la biblioteca de mi tío Roberto, nunca accedí a relatos, que presenten la realidad vivencial, concreta e inmediata, de nuestra tierra y nuestra gente. Conocía sí, personajes relevantes y situaciones risueñas, a través de los Ripios de Iván Cantando, seudónimo de Víctor Gerardo Aguilar, mi padre, que aparecían en El Demócrata y los textos impagables de La Escoba, un semanario de temblor, pavor y carcajada, que asomaba cuando le daba la gana, para la risa y el espanto de los cuencanos.

Es decir, a nivel de ficción, en la esfera de la representación, de lo que llamamos literatura pura, poco o nada conocía. Recién en el primer año de colegio que ahora corresponde a octavo de básica ―cuánto hemos progresado― la maestra de castellano, Zoila Aurora Palacios, nos leyó La medalla de Alfonso Cuesta, que significó un impacto, pues, las peripecias del pequeño personaje, Manuel Cuzco, trasplantado desde su rústica choza, a un mundo urbano perverso, propiciaron un sentimiento de solidaridad con los marginados, los humildes, los carenciados.

Las injusticias cometidas con Cuzco me parecieron inverosímiles y así le comenté a mi hermano Jacobo, quien, con sus 20 años, parecía estar ya de vuelta de todos los caminos y se ubicaba más acá del bien, más allá del mal. Me dijo ” un buen novelista no es más que un buen mentiroso”, porque los narradores saquean la realidad, la procesan, la disfrazan, la transforman y, pese a ello, mantienen su esencia. Por ello, decía, un relato te gusta más que la historia, porque ésta te cuenta los hechos tal y como sucedieron, en tanto que, una novela te narra tal y cómo debieron o pudieron ocurrir. Algunos años después, en las clases de Alfonso Carrasco, descubrí que esas explicaciones simples, habían nacido de arduas y muy sesudas controversias, en un pueblo tan racionalista y reflexivo como el griego y se integraban, en forma precisa, en la sentencia de Juan Rulfo: la literatura es una mentira que nos permite conocer la verdad. Recuerdo también, un trabajo sobre la mejor estructurada de las novelas ecuatorianas, El Éxodo de Yangana de Ángel F. Rojas, cuyo proceso épico – traslado de una ficción abstracta a una realidad concreta – yo resumía con una parrafada que me parecía luminosa: la dignidad del ser humano reside en la insubordinación, aunque sea desesperada, contra todo tipo de desorden y de inequidad. Los hombres se solidarizan en el dolor y en la tragedia y, dejando atrás sus diferencias, se unen para proclamar su derecho a la libertad, su derecho a la igualdad, su inalienable derecho a la justicia. Alfonso, que abominaba de los lugares comunes, me vio con infinita conmiseración, tachó mi obra maestra con un lápiz rojo y comentó que esa hojarasca estaba bien, como una parodia del lenguaje político o un aspirante, muy serio, al campeonato mundial disparate, pero que, un texto crítico debía ser claro, preciso, conciso, en definitiva, sencillo. Esa misma difícil sencillez que, con el valor agregado de una muy fina ironía, destella en los textos del gran crítico e inolvidable amigo, que fue Alfonso Carrasco. Este paréntesis de referencias personales, se justifica, en tanto y en cuanto, es mi homenaje a las dos personas que más influyeron en mi formación y en mis vínculos con la lectura que ha sido, en esencia, mi profesión, a través de más de medio siglo. Por otra parte, el paréntesis no es del todo digresivo, si consideramos el hecho de que, gracias a la novela de Rojas, Yangana, un pueblo perdido en la serranía, adquiere personalidad propia, vitalidad intensa y una nueva identidad, como símbolo de rebeldía colectiva y es, guardando las siderales distancias, tal como Verona, la ciudad de Julieta, es el símbolo del amor.

Ahora bien, en el amplio espacio de una novela, parece fácil insertar aspectos peculiares de una urbe-escenario, pero, encapsular en el zigzag vertiginoso de un cuento, sus matices y sus singularidades, resulta tarea más compleja. Nuestros escritores, sin embargo, lo han intentado. Por ejemplo, en Cuentos morlacos, Manuel Muñoz Cueva reivindica el valor del gentilicio y elimina los matices de díscolo, solapado y tacaño, aunque, creemos, que no llegó a calar, ni de lejos, en la naturaleza íntima del ser cuencano, a excepción, quizás, de ese lacerante episodio final que se narra en Agua o peseta. Si se logra, en cambio ―sería imperdonable no citarlo― a un muy alto nivel, en La última misa del caballero pobre, del gran César Dávila Andrade, lúcida aprehensión de una aristocracia decadente y el peso, a veces insoportable, de la falsa religión, del ritual convertido en simple pompa externa, en burda exhibición.

Como mi intención es describir a Cuenca en las narraciones de dos de nuestros escritores, se torna inevitable, mantener al tono confesional, para presentar, en términos de Vargas Llosa, la realidad real o realidad objetiva

Cuenca, en los años 50, es una ciudad diminuta, aparentemente tranquila, sin conflictos, pero, en verdad, golpeada por el viento de los prejuicios, el fanatismo religioso, la hipocresía social.

En esa aldea grande de jorgas esquineras, de gente que transita a pie, de inquisiciones medievales que acusan de atea y masona a una maestra laica, excomulgan a un talentoso humorista o estigmatizan a una danzarina que hace su arte con los pies desnudos o a unas chicas que practican deporte dejando ver sus piernas, de rosarios de la aurora u cánticos marianos que se confunden y, a veces, armonizan, con noctámbulos que entonan el Ejército del Ebro o la Bella Chao, deambulan personajes olvidados por Dios y marginados por los hombres, seres inefables a los que todos conocemos aunque nada sabemos de sus vidas, es decir, hombres y mujeres anónimos y, paradójicamente, famosos, a los que miramos sin ver. Así, lo que ya vivimos la etapa otoñal de la existencia ―la mejor, sin duda― en el brumoso rincón de la nostalgia, vemos a Carlitos, con su incesante pedalear, su doble cojera, su mirada, entre triste y demencial, entre astuta y soñadora, perdida en el infinito; el Atacocos, poeta de arrabal, de rima fácil y agresivo léxico, que incluso fue biografiado por Humberto Mata; el Suco de la Guerra indómito vencedor de batallas sin tiempo, Lepanto, Dunkerque, Tarqui, Troya, Normandía, Trafalgar; la Juana de Arco, una extranjera que declamó, poetizó y recibió homenajes, antes de que se comprendiera su inofensiva, aunque aguda demencia y se escapara, para siempre, dejándose llevar por las turbulentas aguas del río tutelar; la Píldora Rosada que, con un millón de afeites, ocultaba su rostro estragado, por los años y el cáncer; María, la Wawa, quien, con sórdida ternura, cobijaba y amamantaba, a un niño invisible, que solamente existía en la oscura bondad de su solitario corazón; el Polaco, un ebrio poderoso, con pinta de Adonis y fuerza de Charles Atlas; el Mariano, un joven afeminado y beato, acólito de todas la liturgias, visitante de todas las iglesias, feligrés de todas las procesiones; el Scania, un chico con xomplejo de bus, al que, claro, fatalmente, inmerso en el tránsito de la ya compleja ciudad, un día le fallaron los frenos; el Gabriel, con fama de tonto bueno, perenne agrimensor de las márgenes del Matad

Interesa no perderlos de vista, pues, algunos de ellos, en forma directa o velada, migrarán a los relatos de Juan Valdano y Jorge Dávila.

Juan Valdano, la cifra más alta de la ensayística ecuatoriana contemporánea y un referente esencial de la novela histórica, ha publicado en los dos últimos años, sendos libros que se constituyen en auténticos hitos de la narrativa corta: “El tigre” La última batalla. Aunque, en este último libro, hay algún texto con lúcidas recreaciones de ambientes cuencanos, como el hilarante relato El padre Dionisos y las ovejas descarriadas, este momento, solamente haremos referencia a su primera etapa, a lo que él denomina su pre historia, pues allí está su visión de Cuenca y sus habitantes.

La Cuenca que se recrea en sus narraciones, es una ciudad fervorosamente católica y conservadora a ultranza, de estructura cultural rígida y de casi nula movilidad social. El patriarca es el pilar de esa estructura y es quien establece el canon: resguardo del derecho natural a ser dueño de la mujer, la tierra y los beneficios del trabajo; anhelo de que el tiempo no transcurra y que la sociedad ―su sociedad― se eternice y que siempre se respete al hombre piadoso y sabio. Además, la moral feudal y el machismo, hacen que el destino de la mujer sea el sometimiento, como si la anatomía marcara el lugar en la escala, por eso, se glorifica su castidad, se defiende su monogamia, la virginidad solo puede perderse dentro del tálamo nupcial y aborto, eutanasia, equidad de género, opciones sexuales, control de la natalidad, son temas prohibidos.

Esta realidad objetiva, verificable, sufre el proceso literario y se transforma en una realidad ficticia llamada Santa Ana la Antigua, escenario de todos los cuentos incluidos en Las Huellas Recogidas.

En Santa Ana la Antigua, la aristocracia decadente, la que ha detentado el poder político, económico e intelectual, se resiste a desaparecer, lucha contra el poder corrosivo de las horas y la presencia de nuevos agentes. En ese sentido, Las Huellas recogidas, resulta un mea culpa y una diatriba feroz del protagonista Huáscar Ventura y Cortez, el que vive y conoce todos los honores y los horrores de los antiquenses, el descuartizador de indias, en contra de su propia clase.

En efecto, el narrador protagonista desde el más allá, pues recupera su conciencia al momento de su sepelio, busca su origen, explora en sus raíces, recapitula los 37 años de su vida: su infancia plena de alegrías con las retretas dominicales en el parque enrejado junto a la estatua del héroe o las chistosas cómicas finales en el teatro del Padre Cándido; sus rebeldías juveniles en la cuarta presidencia de José Matías Vivar Iglesias, las primeras borracheras, las visitas a burdeles sórdidos y baratos, sus éxitos como hacedor de hijos naturales, pues llegó a 22, un record, un verdadero record, no le parece? su fracaso y su huida al campo, cuando se le ocurre la peregrina idea de inaugurar un cabaret, en la catoliquísima ciudad de la intolerancia, hasta la sífilis que lo lleva al otro mundo del que regresa a recoger los pasos.

Esta conciencia trashumante, no admite la linealidad temporal o tiempo de la duración. sino que tiene una noción circular del tiempo, como el escorpión que se muerde la cola, retornarán las desdichas o los goces existenciales, los sueños y las pesadillas, los ascensos y los declives.. Un ejemplo dipafano es el momento en el que el cortejo fúnebre se detiene para el Pase del Niño, polícroma fusión de tiempos y espacios: “una multitud que yo la veía diferente: multicolor, multiolor y de múltiple procedencia social, representando con sus trajes alquilados una estrambótica y estrafalaria mezcla de gentes de múltiples lugares de la tierra, en múltiples tiempos históricos ……… el pase del niño esa mescolanza formidable, ese champús de todo…. Es que. el pase del Nilo con su sincretismo radical, total, envolvente, elimina la noción histórica del tiempo.

Siempre moviéndose en círculo, el narrador describe, con ironía cercana al sarcasmo, a su ciudad, sus dogmas y sus prejuicios. Así, el racismo: fíjese bien, espántese, una india de virgencita, dónde se ha visto eso ?

Los excesos de una educación chovinista y patriotera, cuando se ridiculiza la imposible fortaleza física del héroeniño,delgranimberbequemurióenpichinchaperoviveennuestroscorazones

La inaudita capacidad que los habitantes de Santa Ana tienen, para hacer que las famas desciendan porque, la pasión de los antiquenses es el chisme

En resumen, al terminar y reiniciar este tránsito hacia la semilla, contemplamos a Santa Ana la Antigua, como una urbe tradicionalista de actos repetidos, poblada por mestizos con presunción de blancos, de tiempo detenido o circular, absorbente, una ciudad con una estratificación social intocable, presa del racismo, envuelta en los chismes cotidianos, los chovinismos, los orgullosos fatuos, los falsos heroísmos, las mentiras de la historia.

Y, Santa Ana la Antigua tiene, obviamente, sus seres marginados como son los protagonistas de Araña en el rincón y La auténtica historia de Rosita la fosforera.

En La araña en el rincón, que tiene un referente histórico pues, allá por los 50, una empleada doméstica, literalmente, aplanchó a su patrona, el narrador protagonista, Nelson, un adolescente bobo, el pobre de espíritu, el baboso por aquí el baboso por allá, conoce todas las formas del desamparo, la soledad, la ignorancia, la incomunicación, la imposibilidad de comprender un mundo poblado por seres corruptos y perversos. Literariamente, Nelson es uno de los personajes más profundos, intensos y conmovedores, de la literatura ecuatoriana y, desde la perspectiva del espacio, el cuento es el retrato cabal de una sociedad inmersa en el prejuicio en donde las personas ”normales”, desechan, desprecian, utilizan o explotan, a los seres, hoy llamados, especiales. La araña en el rincón, el cuento de los excluidos, fue motivo de una magnífica adaptación cinematográfica, dirigida por Edgar Cevallos.

La Cuenca de los estereotipos y los clisés, la colectividad experta en la desmemoria para ocultar sus lacras y miserias, la urbe privilegiada de los elogios que oscilan entre lo cursi y lo sublime, más cerca de lo primero, la ciudad refugio de la estética y de la paz, en donde las musas acosan a los bardos coronados y la gente nace en olor a poesía ya que, el arte de hacer metáforas se acaba en el puente de Milchichig, es presentada con amenidad, agudeza crítica y en clave humorística, en La auténtica historia de Rosita la fosforera o un inverosímil cuento de brujas.

En efecto, la historia de la delicada y exótica Rosa de Francia, la afamada y cándida flor de Lutecia, sería patética si es que no estuviera protegida por el ropaje de un muy fino humor que se desliza través de hipérboles, paranomasias y. sobre todo, parodias del lenguaje poético y periodístico porque:

Los ídolos de los antiquenses no eran atléticos jugadores ni exóticas y lejanas estrellas hollywodenses, como ocurre en sitios comunes y corrientes, sino sus poetas, sus bardos como preferían llamarlos, a los que coronaban con oro y laureles, tal como lo hacían en la antigua Grecia y en la Roma clásica.

Es que, se trata, sin ninguna posibilidad de de duda, de un relato de determinismo ambiental ya que, es el espacio, la ciudad, la que acoge, aclama, endiosa, construye, absorbe al personaje, para liego hundirlo y destrozarlo. En Rosita la Fosforera, es también interesa la excepcional creación de grupos humanos muy cuencanos, ―los jubilados del parque, los comerciantes de los mercados, los alegres e inconscientes carnavaleros, los poetas moscardones― y una figura individual, fácilmente reconocible, Rodolfo Ruidolfo, el poeta de las claras claridades de la clara aurora y las azul azulidad del azul cielo.

En conclusión, en la primera etapa de la narrativa de Valdano, predomina lo vivencial, lo que Vargas Llosa llama los demonios personales. Luego, universaliza personajes, situaciones, escenarios, acuden los demonios culturales e históricos, explora los vericuetos de lo puramente imaginario, emprende la aventura de los viajes en el tiempoy trasposición de mitos y el resultado es una obra madura, sólida, trascendente y de muy fuerte gravitación en el contexto de la narrativa actual.

Jorge Dávila Vázquez, premio Eugenio Espejo en el año 2017, es un autor de peso y presencia en todos los géneros, pero, de manera especial, en la narrativa. Sus primeros libros recrean ambientes y personajes de la Cuenca gazmoña y pacata de los años 50 del siglo pasado. Por esa ciudad de los rumores, las mentiras piadosas, los pecados ocultos, desfilan personajes vencidos por la existencia, agobiados por las frustraciones y la nostalgia, inmersos en el misticismo religioso: tontitos que morirán sin alegrías, esposas sumisas, vírgenes otoñales, viejas maledicentes que se burlan de la muerte, beatas que se aman solamente a sí mismas y odian cordialmente al prójimo, niñas remilgadas que creen que es pecado ser sensible y sensual, loquitas que fornican con los arcángeles, todo esto en un estilo, consciente y alevosamente, barroco y el sabio manejo de sus recursos: mezcla armónica del lenguaje preciosista y el cotidiano, fusión de lo onírico con lo real, de lo absurdo con lo lógico, multiplicidad de puntos de vista, contrapunto, puesta en escena, claroscuro.

Algunos de los libros de Dávila son evidentemente cuencanos: El círculo vicioso, Los tiempos del olvido, en donde aparece el barrio San Rafael y me atrevería a pensar que, las fascinantes criaturas que asoman en ese precioso libro que es Acerca de los Ángeles, también se originan en seres del entorno y en hechos vivenciales. Nos referiremos a tres relatos incluidos en El círculo vicioso, su primer libro de relatos publicado en 1977

En Perla, la protagonista con ínfulas de niña piadosa y casta, recibe una carta de su amante, un fracasado cuarentón. La carta es cruel con la melindrosa chica, pero también con el que la escribe. A través de ella, con ironía feroz, Perla, que has de ser pues Perla, a nomás un ostión pasado, porque reúnes las tres efes, fea, flaca y futa,se reconstruye una sórdida historia de amor inmersa en la hipocresía colectiva y en los prejuicios y se insinúa la posibilidad de que, por una vez, haya un baño de verdad y se deje atrás un pasado de mentiras, engañifas y convencionalismos. Cuento que se lee con una sonrisa, pero también, texto que invita a una reflexión sobre la vida de los seres opacos, mediocres, conformistas. La historia solamente tiene razón de ser en las sociedades cerradas, mínimas gazmoñas, hechas para el rumor, la falsa moralidad y el respeto a las buenas costumbres, en definitiva, en la Cuenca de los años cincuenta, precisamente por ello, es uno de los textos básicos que ayuda a edificar el imaginario de la ciudad.

En La señorita Camila, no hay contenido de acontecimientos, trama o argumento, tal como lo entendemos en forma tradicional, en su lugar se presenta, lo que podríamos llamar, momentos existenciales, reiteración de hábitos y situaciones cotidianas que van delineando el retrato de una mujer dueña de múltiples complejos y un sinfín de tribulaciones: orgullo, egoísmo, odio a lo nuevo, tacañería, temor a la vida, pánico ante la muerte. El tono irónico, las caóticas enumeraciones, las contradicciones, los rencores y dubitaciones, dan forma a quien es, quizás, el personaje de mayor riqueza y mejor logrado de de la primera etapa de Jorge Dávila. Por otra parte, a través de este relato, rescata artísticamente a un ser que ha desaparecido en medio del tráfago de la vida moderna, la beata, esa mujer, con sus largos vestidos oscuros, entre fantasmal y real, hecha para la misa diaria, la comunión semanal, las confesiones eternas, los rosarios de la aurora, las cien penitencias, las mil calumnias.

Este Gabriel

Gabriel, el tonto de capirote, el depositario de todas las burlas, el estorbo, el que nunca anunció a nadie, es un personaje digno de ser recordado gracias al afecto y al sutil humor con el que se le presenta. Este bobo inefable ama ―más allá de todos los imposibles― a Elvira, una de las lavanderas. En este amor primitivo, puro, elemental ―“ … Elvira, Elvirita, los manos te azulean, lava para que esa aguita que te toque me toque a mi”―, se justifica su vida vacía, intrascendente, agobiada. También es de interés la forma en la que se describe la triste vida de estas mujeres lavanderas de río las mismas que, en la realidad cotidiana, suelen ser simplemente utilizadas como motivos folklóricos, aditamentos del paisaje o pretextos para que protagonicen alguna canción popular o malos poetas escriban versos deplorables.

Dávila, en el relato, ha tenido una muy positiva y constante evolución, ha incursionado en el realismo mágico y en la narración histórica, en el cuento extraño, en el cuento fantástico, ha desbordado los límites de lo verosímil, se enfrenta a los riesgos del más delicado tipo de relato, el micro-cuento o cuento bonsay, logrando algunos de factura impecable e, incluso, se atreve con la literatura infantil, todo ello con un bagaje cultural, técnico y lingüístico envidiable que desafía, impacta y atrapa al lector.

Algunos de estos relatos están en un libro publicado en 1979, Selección del nuevo cuento cuencano,obra fundamental e imprescindible para comprender y valorar nuestra narrativa. Cuarenta años más tarde, este diminuto punto en la aldea global, Cuenca de los 4 ríos, es una urbe muy siglo XXI tecnológico y febril. Mucha agua ha corrido bajo y sobre los puentes, los sabios y santos varones de ayer, dejaron paso a los diamante de la marcha y a los reyes del pedal, quedó atrás el sueño de la nueva Arcadia de los poetas bucólicos y la frustrada Atenas amenazó con hacerse Olimpia, la Fiesta de la Lira – Farra de la Lora, la llamaban los malvados de La Escoba – se ha modernizó y es hoy uno de los más importantes concursos poéticos de América Latina, los parques lineales la hermosearon, la singularizaron, los edificios multifamiliares la globalizaron, les obvio que no puede, ni debe, sustraerse a los condicionamientos de una ciudad intermedia, vive, como todas, dominada por las inteligencias artificiales y las redes sociales, el parque o el templo dejaron de ser los núcleos vitales y aparecieron omnipotentes, los centros comerciales, la gente nace, difama, informa, caduca, tras un click, pero, también es verdad que la palabra nombra, vibra, estalla, renace, permanece. Incluso, nos atrevemos a enmendarle la plana a un tal Tennesee Williams y escribimos, día a día, desde hace años, Un deseo llamado tranvía o plagiamos a García Márquez y esbozamos, La Crónica de un fracaso anunciado.

En fin, buena tierra, buena gente, conmemoramos dos décadas de ser Patrimonio Cultural de la Humanidad y nos preparamos para celebrar los dos siglos de vida independiente, hemos superado chovinismos pero todavía nos enorgullecemos y sacamos pechito, cuando vemos el importante número de cuencanos que han accedido al premio Eugenio Espejo o constatamos que la plana mayor de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, la más antigua entidad cultural del país, está integrada por nativos de esta tierra o que el 50% de las medallas panamericanas pertenezcan a atletas morlacos, pero, nos encogemos de vergüenza cuando recordamos el desperdicio de talentos que, sin beneficio de inventario, sin actitud crítica, obsecuentes y con espíritu de alfombra, han servido a gobiernos que han dejado serias dudas respecto a su eficacia y su honestidad o nos entristece ver al Cuenquit, cuesta abajo en la rodad, en el tobogán deportivo y económico.

Y, sin embargo, el radical optimismo cuencano permite avizorar el porvenir con esperanza, si en los habitantes de Cuenca subsiste la unidad de tres elementos: amor y práctica de la belleza, amor y práctica de la sabiduría y responsabilidad compartida en pos del bien común, Cuenca será la ciudad poética e ilógica, la ciudad celeste y soñada, la ciudad de la utopía. La ciudad en la que queremos vivir. Y, morir.

Cuenca, diciembre 5 del año 2019

En medio del desborde tecnológico, con la ciencia que acerca la idea del Hombre-Dios ( Homo Deus ) y las múltiples guerra de la civilización de hoy, no debe verse en el Arte, y particularmente en la literatura, una forma superior de cultura o un refinamiento del espíritu, sino el instrumento más eficaz de evitar que, a fuerza de ser civilizados, dejemos de ser humanos.

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