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«Cuentas unidas con un cordón», por don Bruno Sáenz Andrade

Para Dostoievski las noches fueron blancas. Una de las Frases para abanicos de Claudel aconseja, entre el susurro y la majestuosa plenitud: “Levántate lo bastante temprano para recoger algunas migajas del festín de la noche”…

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Para Dostoievski las noches fueron blancas. Una de las Frases para abanicos de Claudel aconseja, entre el susurro y la majestuosa plenitud: “Levántate lo bastante temprano para recoger algunas migajas del festín de la noche”… Camino por la terraza de mi morada. Detengo el paso y la mirada para recoger, de las primeras horas del día, un bocado primoroso: la luz, sus diversas tonalidades, encienden y ensombrecen las testas y los lomos de la cordillera. El macizo del Pichincha (una de sus cumbres se levanta por encima de una ciudad que pugna por poblar sus laderas y coronar la calvicie de su frente, en esta latitud donde la violencia solar evita la caída de la nieve, de los 2.800 metros urbanos a los más de 4.000 del volcán), y tantas elevaciones de nombres indígenas cuando no entrañables (no hemos de desdeñar el Corazón) circundan el espacio concedido a mis ojos. Una luna tardía (¿o diré madrugadora?) se demora por encima de los nubarrones. La claridad carcome la esfera, ofrece la palidez de la muerte a su cara amarilla. La marea de las aguas superiores ha de borrarla de los cielos, de la magnificencia del paisaje.

Hace frío. La temperatura vivifica la piel, regala una bocanada de felicidad a la nariz bien despejada. Doy un par de vueltas, vuelvo a contemplar la mañana, tomo la dirección de la puerta, bajo las escaleras. Oriento mi humanidad a la cocina, en pos de una taza de café.

Es para mí un misterio, una interrogación sin respuesta, esta manía de degradar toda experiencia, toda observación, hasta volverla palabra, frase, deshilvanado discurso. No, no voy a gastar saliva, a intentar torpes explicaciones. Consagro mis afectos a la humeante vasija, al aroma del grano tostado y molido.

No despierta en mí la bebida memorias ilusorias de antiguas plantaciones arábigas o turcas, de salones elegantes de Europa o Argentina, de modestas cafetería de mi país. El líquido negro, su aroma áspero y estimulante me absorben, se vuelven la materia de una lengua que degusta y se atreve a transfigurar, a volver sílabas y párrafos sus delicias. Roza mi divagación otras fantasías, las disuelve sorbo a sorbo. Contemplo a través de la ventana la hora de fuego y de verdor (desde aquí, termina pronto, adosándose al muro del jardín). Asalta mi recuerdo una voz silenciosa, interrumpida, una línea solitaria. Mi padre, marino de profesión, nunca tuvo pretensiones de literato. Redactó algún artículo para una revista de la Armada. Improvisó, para mi madre, un poema de aficionado. (Ella, incansable e indiscriminada lectora, tenía cierta facilidad para la versificación. ¿Soñó alguna vez con ser escritora?). Me acosa el primer verso. Si no lo estoy alterando, adolecía de una pequeña quasi cacofonía: “Abierta al viento la turgente vela…” Lo continuaban la narración del viaje, del melancólico alejamiento. Las estrofas no se desarrollaban mal del todo. Inopinadamente, la retórica de una interrogación rompía metro y ritmo: “¿Volveré? ¿Quién sabe?”

Mamá había cosido la composición con los versos favoritos de su juventud. (Recuerdo un par de ellos, de El rey de Thule:Hubo en Thule un rey amante / que a su amada fue constante”). ¿Conserva el cuaderno una de mis hermanas, tal vez una de mis cuñadas?

La evocación de la nave y del trapo henchido apenas tienen relación con el pedacito de lienzo ardiente, con el dialogo entre el ojo y el patio, abrumado por flores cuyos nombres mi ignorancia no sabe repetir, si exceptúo el de las rosas y el de los ramilletes de hortensias. Brisa habrá afuera, la de la cordillera: airada a ratos, levanta polvaredas, sacude arbustos y pone al pajonal en actitud de adoración. No suscita la furia de la ola. Una rosa, muy roja, muy altanera, se deja mecer, parecida al vigía pobremente protegido por el nido de cuervos durante la tormenta… El paisaje se mantiene sereno: prefiero cerrar los ojos, recrear algo más la carrera invisible del aire, su soplo de gigante. La furiosa respiración pisotea las matas, se lleva la ropa tendida de la cuerda y hala a las mujeres, perversamente, de los cabellos.

Envuelto por una bata vieja, deshilachada, inicio mi descenso a las profundidades de la biblioteca. No me tienta volver al esplendor del horizonte. Queda la claridad oculta en mis pupilas; se cuela, cálida, por mis venas. No encuentro atractivos los ladridos del perro, ni me duele, contra el sentir de Musset, la volatilización senil de las ilusiones, del amor a cualquier forma de ser, incluida la de su viejo compañero canino. No acompaño el angustiado paseo de Thomas Mann, minucioso observador, a la zaga de su Bauschan. De la juventud del jardín, me agradan el saludo de hielo, la revelación vagamente boscosa de las plantas. Agradezco la proximidad de los pájaros; tanto mejor si se afirma solo por el canto… Un bicho alado suele visitar mis madrugadas. Lo escucho desde la cama. Repite sin fatiga el título de una película francesa casi olvidada: Rififí, rififí, rififí…

Llamo al cuarto de los libros mi “refugio”, pero sigue siendo una biblioteca, un lugar de trabajo, de búsqueda, de indagación intelectual. Lo he poblado de fantasmas sabios o inspirados. La verdad, los autores grandes y pequeños, los músicos de talla y los de mediana estatura, cuidadosamente ordenados en las estanterías, se caracterizan por su silencio. He de convocarlos, si deseo escuchar sus elocuciones y sus consejos: el libro cerrado enmudece. El disco, sin la intermediación de la aguja de fonógrafo o del lector laser, es el modelo perfecto de la miniatura de una lápida.

No siempre los espectros aceptan el confinamiento de una pieza tapiada. No siempre se someten a mi interés y mis caprichos. Hace unas semanas, viajé a la ciudad de Guayaquil. Mientras deambulaba por la sala de espera del aeropuerto, tropecé con un minúsculo y delgado Igor Stravinsky. Pasó, sin enterarse de mi reconocimiento indiscreto. Se habrá sumado a la cola de una de las salidas, habrá vuelto a las brumas de la historia, de las fotos de una biografía. Del segundo nivel de un centro comercial quiteño, he llegado a percibir a Pierre Boulez. Empujaba el carrito de compras del supermercado. El hombre aún no pertenece al ayer, próximo o remoto. Anda por allí, recorriendo las calles y animando compositores, orquestas e instituciones de música moderna de París, Berlín y Nueva York.

(Un amigo me sugiere: “Haz opinar a Stravinsky. Que Boulez no permanezca mudo”. No ha aceptado la necesaria complicidad con la naturaleza de las apariciones, a un tiempo proyecciones de la ilusión y alusión humorística al motivo del doble. El ruso y el francés, de animarse a charlar, se habrían visto forzados a utilizar un quiteñísimo castellano. No poseen otro idioma, el mío. La familiaridad conllevaría la huida paradójica de los modelos).

Enciendo el computador, hojeo las páginas de un libro, libero de la inercia las manos de Rudolf Serkin. Se despliega el laberinto de una sonata de Beethoven. Mi mente recupera y repasa un par de circunstancias personales: la primera es la fantasía (así lo espero) de una “jetta” de mi parte. Afecta ocasionalmente a los editores de mi obra y a sus colaboradores: tramitaba una vez un crédito no reembolsable (¿tiene sentido la expresión?) del Consejo Nacional de Cultura. Marchaba la gestión lentamente por los corredores del banco Ecuatoriano de Desarrollo, según conviene a los trámites burocráticos. El desembolso no aguardaba sino el visto bueno del gerente. Antes de concederlo, el alto funcionario y comedido caballero cayó derribado por un ataque cardíaco. Nunca impuso la firma de rigor, jamás insistí. Mi “proyecto” murió tras las paredes de su despacho.

El escritor Abdón Ubidia (principal de El Conejo) presentó al Municipio de Quito una solicitud. Pedía el financiamiento de dos libros, uno de ellos de Jorge Enrique Adoum, el restante de mi pluma. Comprometió el alcalde su apoyo. Viajó enseguida a España. Un derrame cerebral interrumpió la misión y cerró la bolsa edilicia. El desastre no le impidió recobrar la salud, ganar la presidencia de la república, ni ser despojado de ella por un pueblo airado, el congreso y los militares, a la zaga de una devastadora crisis bancaria.

La tercera “pieza fúnebre” lleva fecha reciente. El volumen de ensayos confiado a la buena voluntad de una entidad pública de cultura no ha aparecido hasta hoy. La persona encargada, diagramadora, coordinadora de ediciones, no lo sé, ya no verá la salida del libro (harto demorada, por añadidura).

(¿He de tocar el cierre de una pequeña editorial mexicana, atribuible a “causas naturales”, de finanzas y de mercados, incompatibles con la pintoresca motivación supersticiosa, aproximadamente al año de haber acogido uno de mis poemarios?)

Los demás libreros, impresores y editores de mis cercanías gozan de un envidiable bienestar.

¿La segunda de mis reminiscencias? No suele uno soñar con su propio fallecimiento. Aconteció que hube de hacerlo. En una esquina de un barrio residencial (la signan dos placas del cabildo: Reina Victoria, Vicente Ramón Roca), poco a poco reducido a sector de comercio, fui atropellado por un automóvil. La pastelería y salón de té del sueño existía, no la esfumaba la de la vigilia. He pasado decenas de veces por el lugar. Ha sustituido a la panadería un restaurante árabe, el sentido de la calle ha variado, la circulación vehicular crece… La realidad confía la pesadilla a un despertar ya distante.

Apunto sobre la pantalla, confiándolo a las vísceras de la máquina, cuanto consigno aquí. Me levanto, acudo a la ventana. Aparto la cortina. La transparencia se empecina, no así la vivacidad vegetal. Este costado de la casa mira la calzada, a los muros grisáceos de los edificios. Abandono, con el computador y los impresos, mi máscara de hombre de letras. Salgo a encontrar a la familia, a la cotidiana disputa con la existencia.

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